La vida es un libro abierto a tu lectura

lunes, 28 de abril de 2014

LA MUÑECA REINA Por Carlos Fuentes (Marcela Solís)




La Muñeca Reina

 

 

Carlos Fuentes

 
 
 

 

 

 

 

I

Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los villanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.

Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.

Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.

II

Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.

Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.

La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.

Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.

Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.

-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?

Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:

-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?

No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

III

En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.

-¿Deseaba?

-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.

-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.

-Sí. El dueño de la casa.

Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.

-Ah sí. El dueño de la casa.

-¿Me permite?...

Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:

-¿Por aquí?

La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.

A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.

-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.

La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.

-La manda saludar y...

Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.

-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...

Mis ojos buscan rápidamente.

-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?

Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.

-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?

No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...

-...¿usted, su marido y...?

Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.

-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...

La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.


IV

La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.

Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.

-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.

La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.

-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...

Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.

-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.

-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.

Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora...

Cierro mi libro de notas.

-Continuemos, señora.

Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.

Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.

-Valdivia murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.

Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:

-Amilamia...

Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:

-¿Usted la conoció?

Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?

-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.

-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.

-Tendría siete años. Sí, no más de siete.

La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:

-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...

Cierro los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...

Toman mis brazos y no abro los ojos.

-¿Cómo era, señor?

-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...

Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...

-Díganos, por favor...

-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...

No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.

-¿Cómo era, cómo era?

-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.

Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.

Los viejos se han hincado, sollozando.

Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.

Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:

-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.

Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.


V

Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.

Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?

Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.

Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.

-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!

Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.

-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.

Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:

-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?

Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas   

Fin

EL NIÑO QUE ENLOQUECIÓ DE AMOR por Eduardo Barrios (Marcela Solís)


¡Pobre feo!

 

Papá y mamá

 

 

 

Eduardo Barrios

 

 

 

 



 

 

Segunda edición ilustrada por Jorge Délano

Impresa por Heraclio Fernández

Santiago de Chile

MCMXV

 

EL NIÑO QUE ENLOQUECIÓ

DE AMOR

(Cuento)

 

 

Eduardo Barrios

 

 

 

¿Habéis oído cantar un pájaro en la noche?

 

Suele ocurrir que un rayo de luna, un rayo levemente dorado,

derramándose, derramándole por entre el misterio del follaje, alcanza la rama

donde se acurruca el avecita dormida, y la despierta. No es el alba, como imagina

el ave. Pero... ella canta.

 

Luego, si el avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito,

descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las plumas y se vuelve

a dormir.

 

No obstante, avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de

luna tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, saltan aturdidas y vuelan... Sólo

que, como no es el día el que llegó, se pierden pronto en la obscuridad, o se

ahogan en un lago iluminado por el pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra

las espinas del mismo rosal florido que, horas después, pudo escucharles sus

mejores trinos y encender sus más delirantes alegrías.

 

¿Cuál es el rayo venenoso que despierta algunas almas en la noche, les

roba el amanecer y las ahoga en una existencia de tinieblas?

 

Voy a revelaros el secreto de un niño que enloqueció de amor.

 

Fuera de mí, nadie —ni su madre, hoy convertida en su esclava— poseyó

nunca el secreto de la locura de ese niño. No os contaré todavía cómo cayó en mis

manos este cuaderno doloroso e ingenuo. Os diré tan sólo que ahora lo publico

porque ello no puede ya herir a nadie. Respeté muchos años el secreto de aquel

niño, de aquel pájaro que cantó en la noche y no tuvo mañana. Me lo entregó la

casualidad, y lo he guardado respetuoso, con el respeto que merece un niño

sentimental y entristecido, una víctima del rayo venenoso que ilumina los corazones

antes de tiempo y los lanza en ese vórtice llameante y obscuro, dulce y terrible del

Amor.

 

Hoy ha comido aquí otra vez don Carlos Romeral. Es el hombre más

inteligente que conozco. Como que cuando él habla, todos le escuchan y le

encuentran razón. Yo, sobre todo, le encuentro razón siempre. Dice cosas que uno

siente. No se habrá fijado uno mucho en esas cosas, pero las ha sentido y son la

pura verdad. Esta noche me ha dicho que a la oración, junto con las golondrinas,

pasan volando las campanadas de la iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después

me ha dicho: «Eso quiere decir que los niños, como las golondrinas, deben

prepararse a esa hora para dormir»... lo cual ya no me parece nada. ¡Si él

supiese—digo yo—cuánto me cuesta dormir a mí!

 

También habló en la mesa de un diario que él lleva de su vida. Después de

comer, me ha hecho muchos cariños y yo le he preguntado qué era eso del diario.

«Un cuaderno—me ha explicado—en donde algunas personas escriben todos los

días lo que les pasa, porque a veces no se pueden conversar con nadie ciertas

cosas.» Yo le dije que era cierto y que precisamente esas cosas eran las más

importantes, las que más se deseaban hablar y que no se podían sin embargo,

como él decía, conversar con nadie. Él me ha mirado entonces mucho rato,

pensativo, y me ha hecho muchas preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró

una vergüenza... Y casi se me saltan las lágrimas, como si hubiera hecho algo

malo, y me fui.

 

Cuando pasó un rato, lo estuve mirando desde el corredor. Estaba en la

misma postura, solo en la salita, muy pensativo y fumando...

 

Me quiere mucho, más que mi mamá, se me ocurre a mí. Viene pocas

veces, pero yo pienso todos los días en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde

ahora voy a llevar como él un diario en este cuaderno, bien escondido bajo la

alfombra, para decir todo lo de Angélica...

 

Ha venido Angélica esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de

media hora de estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mismo!... Tanto como deseo

verla, y oírla, y tocarla, y sentirla bien cerquita de mí, y luego pierdo así el

tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que

ha llegado de visita, me confundo todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento

como si me dieran un golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a

la cara, y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a

tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la casa, corriendo, sin

poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo. Me voy a esperar... no sé a qué. Y

es que me da miedo y no me atrevo a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente,

me lo van a conocer... o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta

que poco a poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta

muchísimo llegar al salón, así, como por casualidad. Y es, también, que como ella

me quiere tanto, en cuanto me ve me llama y me besa y me abraza. Si sólo me

besara, no sería nada, no me haría tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso

sí que no lo puedo sufrir. No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada

contra mí, y ya me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas

de llorar a gritos. Yo la apretaría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y le diría todo lo

que sufro por ella, y que la adoro, y mil cosas. Sin embargo, en esos momentos me

desespero y sólo atino a salir corriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui;

tampoco pude soportar. Después no sabía cómo volver. Menos mal, que ella me

llamó. Me hizo sentarme en el sofá, a su lado, y ahí me estuve toda la visita,

mirándola, oyéndola conversar con mi mamá y sintiendo su olorcito especial... A

veces, cuando estoy así, junto a ella, bien calladito, me dan deseos de estar

enfermo para que hable de mí y de nadie más, y me haga cariños... No es que no

haya estado contento esta tarde; pero es que también me he puesto triste...

Siempre me pongo triste. Yo digo que me da esa pena de ver cómo la quiero yo,

mientras ella me quiere como a un niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a querer?

¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia! ¿Qué podría yo hacer?...

 

Tengo mucha pena y quisiera tener más. Por la tarde vino Angélica y le

pidió a mi mamá que me dejara acompañarla a las tiendas, y en la calle se nos

juntó un joven que ni me miró y no hizo sino hablar con ella. A ninguna tienda

entramos; anduvimos por muchas calles y a mí me echaban por delante cuando no

había gente. Yo quería mirar para atrás, pero no me atrevía. Después se despidió él

y nos hemos vuelto muy ligero. Ella estaba muy contenta. Mientras más ligero

andábamos, más triste me ponía yo, hasta que, ya en la esquina da casa, se me

cayeron las lágrimas, y cuando ella me ha visto llorar se ha llevado un susto y me

ha preguntado por qué lloraba. Yo le he contestado que porque ese antipático se

nos juntó en la calle, y entonces ella ha soltado la risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo

tan rico!»—y me ha preguntado si yo quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he

quedado mudo. ¿Qué iba a decir? Y ella se ha puesto seria un rato y luego me ha

hecho cariños. Pero siempre tengo pena... y quisiera tener más...

 

… y el tiempo va pasando y yo me voy poniendo peor. Me acuesto

temprano y me hago el dormido inmediatamente para que me apaguen pronto la

luz y me dejen solo y poder llorar, porque es tan bueno llorar cuando uno está así…

¡Con qué gusto se llora! Yo tengo que morder las sábanas para que mis hermanos

no me oigan. Pero no se puede llorar mucho rato, ¿por qué será? Se va uno

calmando sin querer y se le pone a uno el pecho muy fresco y, aunque quiera

seguir llorando, no puede. Yo digo que no debía ser así, porque uno se queda con la

pena. Yo, entonces, pienso en ella, en muchas cosas de ella y mías. Anoche me

acordé de cuando vino por primera vez a casa. Se había puesto un vestido

solferino, y se le reflejaba el color en la cara, y en los ojos se le veían también dos

puntitos solferinos. ¡Estaba muy linda, pero muy, muy linda! ¡Cada día es más

linda!... Esos ojos... como nuevecitos, flamantes, que pestañean de un modo tan

raro, tan bonito: muy rápido, alegrándolo a uno; y el pelo se le riza y en las puntas

se le va poniendo rubiecito... Yo la miraba, la miraba, ese día, y si ella me llegaba a

mirar a mí, yo tenía que quitarle la vista porque me entraba una cosa muy extraña.

Pero entonces sentía yo en la cara su mirada, como una cosa tibia que me dejaba

sin fuerzas para moverme, ¡Por Dios, qué terrible! Mi mamá parece que lo notó,

porque le dijo: —Este chiquillo se ha enamorado de ti, Angélica. No te despega la

vista.— Mi mamá lo dijo riéndose, sin intención, pero yo, desde entonces, ya no

pensé sino en ella, en Angélica digo, y en lo que dijo mi mamá y… hasta hoy.

 

Ah, y otro día me preguntó ella si la quería y yo le contesté que más que a

nadie en el mundo. ¡Qué bárbaro! Pero no me pude contener, se me escapó.

Entonces me miró mi mamá y yo me tuve que corregir y decirle que después de mi

mamá y de mi abuela y de mis hermanos. Pero no es cierto, ¡la quiero más que a

todos! ¡Más que a todos, más que a todos! ¡Ay, qué gusto me da tener este

cuaderno para decirlo!

 

Me llaman para acostarme y no he alcanzado a hacer mis tareas del

colegio. Me disculparé con que me dolía la cabeza, y me lo creerán, porque todo el

día me ha dolido la cabeza y en el colegio lo han sabido... Y por último, aunque me

castiguen. Yo tengo que escribir este diario porque no puedo conversar con nadie

estas cosas, porque ¿a quién se las voy a decir, si a decírselas a ella no me atrevo y

si mis hermanos son todos tan brutos?...

 

Mis hermanos no me quieren. Nunca me convidan a jugar porque dicen que

no sé. Y tienen razón; yo no entiendo bien ningún juego, y es que no me gustan; y

además no me divierten los otros chiquillos porque he visto que todos son muy

distintos a mí. Ellos se olvidan de sus personas y de todas las cosas y pueden jugar

a sus anchas, mientras que yo no me puedo olvidar de mí ni de nada, así es que

nunca llego a fijarme bien en los juegos y siempre pierdo y hago perder a los de mi

partido. Por eso dice mi abuela que soy una pobre criatura, que estoy flaco y

paliducho, que tengo las piernas como palillos y que me tiene lástima. Más le tengo

yo a ella, que tiene las manos llenas de venas y la cara color tierra seca y los labios

blancos y los dientes amarillos, y que ni siquiera sabe tocar el piano como mi

mamá, y no hace sino pelear con los sirvientes. En cambio, yo haría muchas cosas

si fuera grande. Y si soy tristón, como ella dice, ¿qué le importa a nadie? Además,

yo siempre he sido así; lo que sí que antes no tenía pena sino cuando hacía

tristeza, en esos días raros, y ahora más que antes, pero es por Angélica, y es una

tristeza que a mí me gusta. ¿Cuándo volverá Angélica? ¡Mi Angélica de mi alma!...

Yo creía que iba a poder escribir en este cuaderno todos los cariños que le digo con

mi pensamiento; pero ahora veo que aunque nadie vea lo que escribo, siempre me

da una vergüenza muy grande escribir esas palabras que le digo sin hablar o a su

retrato. Anoche me robé su retrato del salón, antes de acostarme, y me lo llevé a la

cama y lo estuve besando mucho y le dije todas esas cosas que me da vergüenza

poner aquí. Yo quería guardármelo para tenerlo siempre en mi cuaderno; pero de

repente me entró mucho miedo de que me pillaran y no me pude quedar tranquilo,

hasta que me levanté en camisa y lo puse otra vez en el álbum. ¡Claro!, me

hubieran descubierto, porque en cuanto hubiesen preguntado, ye me habría puesto

nervioso y me lo habrían conocido en la cara.

 

Mañana domingo puede que la vea en misa, y si no, le voy a decir a mi

mamá que nos mande a la casa de mis primos. Allá va Angélica los domingos por la

tarde, muchas veces, y yo me puedo pasar la tarde con ella en el balcón, y con mi

tía Carmencita, que me quiere mucho porque dice que yo soy muy afectuoso. Ella sí

que es buena y muy bonita, y tiene las manos gorditas y suaves, y sabe contar

cuentos con una voz bien suavecita y bien tranquila...

 

No fue a San Francisco sino a la Catedral, para pasearse en la plaza

después de la misa, dijo; pero en la tarde sí la vi. No estuvo más que de pasadita

en la casa de mis primos y cuando ya iba anocheciendo. Yo estaba con mi tía

Carmencita en el balcón, y me había quedado mirando cómo titilaban los focos de

la calle para encenderse y cómo se ponía entonces descolorido el cielo, cuando ¡ella

que se nos aparece en la acera! ¿Cómo no la vi llegar?, digo yo. No quiso subir

porque se le había pasado la hora y también porque a la Raquelita, que andaba con

ella, le molestaban los zapatos nuevos; pero entonces mi tía y yo bajamos y nos

estuvimos paseando todos desde la puerta hasta la esquina. Venía tan contenta,

que nos contagió, y después se puso a hablar en secreto con mi tía, y entonces las

dos se reían y miraban lejos, hacía el lado por donde Angélica había llegado, pero

con disimulo, porque yo no me pude dar cuenta de lo que buscaban con la vista.

¿Qué sería? Es lo malo que tiene, y eso que nadie sería más reservado con sus

secretos que yo. Pero pasa siempre así, que nadie adivina nunca quiénes son las

personas que quisieran servirle a uno para todo y están cerca de uno y no se lo

dicen sólo porque no se atreven. Yo digo que se debía adivinar; lo que es que había

de ser con seguridad, como me pasa a mí con don Carlos. Estoy seguro de que él

quisiera que yo le contara todos mis secretos, y a él sí se los confiaría yo si llegara

el caso. Angélica no adivina; pero, de todas maneras, estoy contento: le dijo a mi

tía que yo era un encanto y habló varias cosas buenas de mí y después me besó...y

yo también, y como me tuvo de la mano todo el tiempo, me ha quedado el olor de

sus guantes. Estoy bien, bien feliz. ¿Por qué me quedaré tan contento cuando la

veo sólo un momentito y cuando paso mucho rato con ella, no?...

 

...Me voy a acostar. Ojalá no golpeen la pared en la casa de al lado. Les ha

dado ahora por golpear, y me asustan. ¿Qué harán? Es un fastidio. Tanto como

espero la hora de acostarme para estar completamente solo, a obscuras, y poder

sentir bien esta especie de sed y de felicidad, este ahogo tan dulce, este amor tan

grande, y suspirar, y llorar de gusto hundiendo la cara en la almohada... y sin

embargo, tantos sustos que he de pasar hasta ahí en mi cama. Y es que oigo una

porción de ruidos que me hacen saltar el corazón. Cuando no es un mueble que

cruje, se cae un plato en la cocina, o cierran una puerta, o golpean la maldita pared

de al lado. Yo no debía asustarme, porque no hago nada malo, sino estar despierto,

y el pensamiento no me lo adivinarían; pero me entra un miedo atroz y no lo puedo

remediar…

 

Ahora mi mamá me observa. He pasado anoche un susto terrible. Mis

hermanos jugaban después de comer, corriendo en el patio, y yo los miraba desde

el corredor, recostado en un pilar y pensando en Angélica, cuando oí que mi mamá

le decía a mi abuela:—¿Estará enfermo?— Y entonces se me puso en el acto que

estaban hablando de mí, y me quedé de una pieza. No me atreví a mirarlas, pero

sentía que ellas me miraban a mí. Y así era, de mí hablaban, porque mi mamá

volvió a decir:—Hace muchas noches que no juega.— Y mi abuela le dijo que me

dejara, que si no sabía de sobra que yo era así, apagado y tristón y no vivo como

mis hermanos; pero mi mamá me llamó. Yo estaba como una estatua; ni voz tenía

del susto... La pura verdad, yo creo que me estoy enfermando, porque ya es mucho

lo nervioso que me he puesto... —Tienes muchas ojeras, hijito. ¿Por qué no corres

tú también un poco?—me preguntó mi mamá, y yo le contestó que tenía sueño, y

ella me tocaba la frente, creyendo que estaría con fiebre; pero yo le aseguré que no

tenía nada, y me puse a reír, a la fuerza, eso sí, y porque sólo de pensar que,

creyéndome enfermo, me llevaran mi cama al dormitorio de mi mamá, temblé. No

tuve más remedio que reírme, porque perder mi soledad de la noche... ¡eso sí que

no! Mi abuela me encontró la frente fresca. Mi abuela opina siempre antes de

examinar; así es que antes de haberme tocado ya tenía resuelto hallarme fresco.

Algo bueno había de tener la pobre. Si mi mamá tuviera ese carácter, yo sería muy

independiente y más feliz. Pero me cuida demasiado. Porque me quiere será... y a

mí me gusta que me quiera... pero es fastidioso que se fijen tanto en uno…

 

Lo más malo es que nadie me puede defender, puesto que nadie sabe lo

que me martiriza este afán de mi mamá. Desde que me encontró ojeroso, no tengo

más remedio que jugar todas las noches con mis hermanos. Ya tengo adolorido el

cuerpo. ¿No es un martirio, esto? He de saltar, y he de correr, y cantar, y

acalorarme más que ninguno. Y si al menos me divirtiera… Pero no, porque mi

única preocupación mientras tanto es ir fijándome en la cara feliz con que mi mamá

me observa. Y eso que mido mi tiempo: cuando creo que ya es suficiente, me

acerco a ella, le hago notar cómo transpiro, y que he corrido mucho, y que la

comida me ha bajado, y a veces hasta le discuto haber traveseado más que todos.

Entonces ella me besa, contentísima, la pobre, y yo respiro; ya me puedo ir a

acostar sin ese maldito miedo de sentirla llegar a mi cama para ver si duermo bien.

Y esa as otra, porque por más que he aprendido a fingir perfectamente que duermo

como un lirón, siempre me sobresalta eso de que mi mamá vaya a verme dormir.

Le había dado por ir. A mí me da rabia. ¡Pobre mamacita! Ella lo hace de buena que

es; pero ¿cómo no me ha de dar rabia?... ¡Todo por ella, por mi Angélica! En estos

días, dice mi mamá, vamos a ir a su casa de visita. Ya era tiempo…

 

Fuimos. Al fin le hicimos la visita a Angélica. Pero he vuelto fastidiado.

Había varias personas más y el joven del otro día, que la miraba tantísimo. Ella

estaba conmigo siempre; pero a donde íbamos nosotros allá iba él. Se llama Jorge;

y es buenmozo; pero muy cargante, el tipo. Ese modo de decir «señorita

Angélica». ¡Imbécil! A ella no le gusta, creo yo. Y cómo le va a gustar, también, con

esa cabeza chica y esos ojos redondos y ese bigote como escobilla de dientes... No,

no es feo... Pero no le gusta, porque yo se lo pregunté y ella me dijo que no. ¿Y

para qué me iba a engañar?, vamos a ver. Si no puede ser; y además, ni su familia

lo permitiría. Si creo que hasta tipo es. Y por último, ¿no me dijo ella misma que no

le gustaba? ¿Para qué me preocupo, entonces?...

 

Yo no sé lo que será; pero cada vez que leo cuentos me quedo imaginando

muchas cosas y las veo muy claritas, muy claritas, tal como si fuesen de veras, lo

que no me pasa cuando no leo. Hoy, por ejemplo, estuve pensando en que ese

bruto, ese ridículo, ese tal Jorge, estaba enamorado de Angélica; y yo quería

figurarme que ella lo echaba de su casa y entonces él se suicidaba. Pues no me lo

podía imaginar bien claro, Después me puse a leer y, a la mitad, sin saber cómo,

me encontré pensando otra vez en lo de ese tonto pretencioso, y entonces sí que lo

vi todo muy bien. Primero, ella se le reía en las barbas, con esa risa tan, tan bonita

que tiene, que suena como el agua cuando sale de la botella fina de cristal del

comedor; en seguida se ponía furiosa y lo insultaba mientras a mí se me

agarrotaba el pecho de gusto; y él se iba entonces y, de repente, veíamos un grupo

de gente en la calle, con policía y todo, y yo iba corriendo a mirar... y era que él se

había suicidado. Después me animaba yo por fin a decirle todo lo que pienso, y ella

lloraba entonces lo mismo que yo, de gusto, de esta dicha tan grande que sube de

aquí, de bien adentro, y revienta por los ojos y hace llorar primero y después deja

más feliz todavía. Y luego me decía a todo que sí, que nadie la quería como yo y

que ella me esperaría hasta cuando yo fuera un joven grande. Y yo no veo por qué

no puede suceder así. Ella sería siempre mucho mayor que yo, ¡claro! Pero ¿no hay

tantas viejas casadas con jóvenes? En esos matrimonios, digo yo, ¡cuántos se

habrán querido como Angélica conmigo! Yo se lo voy a decir a ella pronto. Si es que

delante de ella no se me ocurre cómo empezar. Cuando estoy lejos, me parece que

tenemos mucha confianza; pero en cuanto estoy junto con ella me siento ya como

de etiqueta...

 

Mis hermanos son de veras muy brutos. Hoy me salió Pedro con que yo era

un tonto porque me la llevaba pestañeando, y Enrique dijo:—Esa es una costumbre

de Angélica, y éste la imita porque parece que estuviera enamorado de ella—. Me

puse como una furia y le pegué, y entonces él me acusó a mi abuela y ella me trató

de mosquita muerta y de chiquillo agrandado, y me pellizcó en los brazos. Mi

abuela no me quiere; se rió de mí cuando le contaron que yo estaba pestañeando

seguidito como Angélica. Todavía me duele la cabeza de la molestia. Ahora me

explico que digan que de cólera se puede caer muerta una persona. Lo peor es que

ya no podré pestañear. Y es tan bonito; los ojos parecen tan vivos, tan alegres,

como los de ella, como ella misma, que parece que echara luz de todo el cuerpo.

No se me puede quitar la rabia con mi abuela. Me ha molestado más que mis

hermanos. Pero me vengué: me dio un alfeñique, después de repartirles a los

otros, y yo no se lo recibí. Se lo dio entonces a Enrique, y así comió él el doble y

salió ganando, él, que era el culpable de todo. Como es el regalón de mi abuela... Y

no debía ser él sino yo, como dice mi mamá, que para eso soy el menor…

 

Todo lo que dice don Carlos Romeral es bueno. Para mí, siempre resulta

algo bueno. Es asombroso. Cualquiera diría que adivina lo que me hace feliz. Hoy,

al poco rato de llegar, contó que ese tal Jorge se ha ido al campo, a trabajar en un

fundo. Allá se debía quedar, el muy intruso, para siempre. Cada día estoy más

seguro de que don Carlos me quiere como si fuera su hijo. Y qué más quisiera yo

que ser hijo suyo. Como no alcancé a conocer a mi papá... Se murió cuando yo

todavía no había nacido. No sé si Pedro había nacido ya; pero creo que no, porque

una vez le oí decir a mi abuela que con la pena de la muerte de mi papá, llegó

Pedro antes de tiempo. Sí, eso es; me acuerdo porque me he quedado pensando

que qué tendrá que ver una cosa con otra... La cuestión es que don Carlos es como

mi padre, y me regala trajes, y antes me sacaba a pasear. Hace tiempo que no me

saca. Dicen que a su señora le molestaba muchísimo eso. Una noche hablaban de

eso mi mamá y mi abuela. Mi mamá lloraba mucho y mi abuela echaba chispas,

Algo grave debe haber pasado esa noche. Mi abuela me pegó por haberme ido a

meter adonde ellas. ¿Cómo iba yo a adivinar que no debía ir? Pero mi mamá se

molestó mucho porque mi abuela me había pegado, y me tomó en brazos y me

besó y me decía:—¡Pobre angelito. Qué culpa tendrás tú de nada!— ¡Claro, qué

culpa tenía yo! Y es que mi abuela me tiene odio. A mí, ¿qué? Soy el preferido de

mi mamá y sólo a mí me quiere don Carlos...

 

Ya lleva quince días Angélica sin venir. Es bien extraño. Yo no tengo humor

ni para mi diario. No duermo, ni estudio, ni puedo hacer nada en paz. Antes me

desvelaba solamente cuando ella venia y me abrazaba, o cuando tenía una mala

noticia de ella; pero ahora es lo de todas las noches, lo de todas las noches de

Dios... Si ni siquiera puedo escribir. Y es que como no duermo, tengo la cabeza

abombada y no se me ocurre sino estar triste. Y me duele el corazón... ¡Angélica,

mi Angeliquita, ven, ven, ven!!!... Y así tener que estar juega y juega todas las

noches con esos brutos de mis hermanos... ¡Es terrible! Pero mi mamá…

 

Si ya no dormía. En el día, cayéndome de sueño, y por las noches, nada,

sin pegar los ojos hasta quién sabe qué horas. Pero ¿estaba tonto?,-digo yo. ¿Cómo

no se me ocurrió antes? Una cosa tan sencilla. Un poquito de nervios, y listo. A las

cinco, cuando salí del liceo, pasé por su casa. Ella estaba en el balcón. ¡Ay!, en

cuanto la divisé desde la esquina, sentí unos golpee en la cabeza, por dentro, y

una falta de respiración, y luego me puse bien frío, bien frío... Y pisaba en el suelo

y me parecía que iba andando por el aire, y se me pusieron las piernas

agarrotadas. Ya enfrente de su casa, me quité el sombrero, muy serio. Y me iba

pasando de largo. ¡Seré bruto! Si no es que algo muy extraño me sujeta como un

resorte, me paso de largo... ¿Cómo fue?... No me acuerdo, casi... Angélica me

habló del balcón, creo. Sí, así fue. Yo estaba tiritando, de ese frío tan helado que

me entró, y no oí sino un ruido, un enredo en los oídos que me estremeció y por

poco me hace gritar de pura impresión. Entonces, me parece que me acerqué y ella

me preguntó que qué hacía por ahí, que si había hecho la cimarra... Y yo, sin

contestar una palabra. Hasta que sin saber cómo me subí corriendo a su casa, ¡Qué

habrán dicho todos ahí! Pero no me pude contener. Lo que no me dejé fue abrazar.

¡Eso, no! ¡Eso sí que no lo habría podido resistir! Como estaba yo en ese momento,

¡nunca! Me ofreció dulce de membrillo. No quise. Le pedí una rosa que se había

puesto en el pecho. Claro que no se la pedí de buenas a primeras. Si estuve muy

ocurrente. Le dije primero que a mi mamá le gustaban muchísimo esas rosas que

parecen de sangre, y ella me contestó:—Llévasela. — Y me la dio, y yo se la traje a

mi mamá; y mañana, antes que la echen a la basura, yo me la guardo y... ¡feliz!

Ah, y después le dije lo principal, porque para eso había ido: que a mi mamá le

extrañaba mucho que no hubiese ido a verla en tanto tiempo, y ella me prometió

venir mañana. Me preguntó también si yo la echaba de menos y si la quería

siempre. Yo le contesté que sí y nada más. Y es que estaban ahí las otras, que si

no... Pero no importa, otro día será; porque yo le tengo que decir todo lo que tengo

pensado, que me muero si ella no me espera, todo, todo... En fin, gocé. Me vine

cuando ya estaba obscureciendo. ¿Cómo no se me ocurrió esto antes? Sufrir tantos,

tantos días…

 

Cumplió su palabra. Vino. Eso sí: todo se lo contó a mi mamá, y mi mamá

se rió mucho porque lo tomó como una cortesía de mi parte y me dijo «bien

educado». Pero, ¡caramba!, pasé mis buenos apuros. Le tuve que decir a mi mamá

que me había olvidado de contárselo. Y la cosa no pasó de ahí. Luego, que me ha

ido muy bien, lo que se llama muy bien, con Angélica. Le he dicho una porción de

cosas, paseando por el patio de las plantas; no muy claras, pero creo que después

de esto ya puedo atreverme a decirle lo otro, lo grande. Eso me lo tiene que jurar...

 

Bueno, hoy no necesito escribir nada. Hoy sí que voy a correr y a saltar con

gusto después de comida.

 

De nada puede uno alegrarse, ¡válgame Dios! Ya dejó de venir. No hace

muchos días, pero me ha entrado de nuevo el desasosiego por verla. Y van tres

tardes que intento volver por su casa, y es inútil, de la esquina no paso. No sé, se

me figura que esta vez sí que mi mamá sospecharía. Y al fin y al cabo, digo yo, ¿no

sería mejor que se lo dijera yo a mi mamá todo? Lo he pensado; pero no, hay que

pensarlo mucho, y ahora más que nunca.

 

¡Uy, lo que hablaría mi abuela! Que si soy una pobre criatura loca que les

voy a costar la vida y que si los niños no deben pensar sino en el colegio. Como si

en ese caso no estudiaría yo con más gusto. Estudio ahora... Y es que hay que

terminar pronto los estudios para ser hombre... Mañana iré. Es tan sencillo... Sí, de

aquí me parece muy fácil; pero luego el miedo me deja como un estafermo. No

hago más que llegar a la esquina de su casa y ya estoy tiembla y tiembla. Y

temblar no sería nada; el corazón se me salta y todos los que andan por la calle me

miran y a mí se me figura que me descubren las intenciones, o si no, que me

toman por un ratero. Lo cierto es que ahora no me atrevo nunca a doblar la

esquina. A lo sumo, miro por entre las puertas del almacén ese, pero como desde

ahí no se ven todas las ventanas de la casa de Angélica, muchas veces me quedo

en ayunas, sin saber si está o no. Y luego que el tiempo se pasa volando...

Esperemos un día más, y si no…

 

¡Lo que son las cosas! Ahora está viniendo muy seguido. Sale al centro casi

todas las mañanas y después viene acá, y cuando yo llego del colegio, a almorzar,

me la encuentro muy sí señora en el cuarto de costura charla y charla mientras mi

mamá zurce la ropa de nosotros. No le he podido hablar nada de eso todavía, pero

no importa, ¿qué apuro hay? ¿No me va bien así, acaso? Estoy feliz, pero bien, bien

feliz. Y por las tardes, me subo al departamento de los sirvientes, porque me gusta

ese corredor que da a los tejados, al anochecer, y de ahí veo las copas de los

árboles que asoman de los patios y oigo las campanas de San Francisco y de otras

iglesias más distantes y las copas de los árboles y las campanadas me parece que

flotan en el aire. Por un lado, el cielo se mueve, y van bajando las listas de colores,

que unas son como de fuego, y como oro, y rosadas, y verdes; y por el lado de la

cordillera, los cerros se ponen color ladrillo primero, y después morados, y el cielo

como con una pena muy suavecita. Yo pienso entonces en Angélica y a veces me

entra una alegría inmensa, y otras veces me da esa misma pena suavecita del

cielo… Por las mañanas me gusta el patio de las plantas. Los pajaritos, llegan hasta

la misma ventana del comedor. Conmigo son muy valientes, los caballeros: yo no

me muevo y ellos no se vuelan. ¿Sabrán que los quiero? Dice la Juana que qué van

a saber y que si no veo que lo que quieren es comerse las migas donde ella sacude

el mantel. El chorrito de la pila también parece un pájaro a esa hora, no sé si

porque el agua sale como a saltitos o si por lo que suena. Todo es fresco a esa

hora, como si el patio, lo mismo que las personas, se lavase y se peinase por las

mañanas...

 

Los grandes dicen que todo lo hacen por el bien de uno, y mientras tanto

no saben sino quitarle a uno los gustos que tiene. Dice mi mamá que lo hacen para

que uno sea feliz cuando grande; pero otras veces dice que los grandes nunca

pueden ser felices y que la felicidad no dura sino mientras uno es chico, ¿Cómo se

entiende, entonces?...

 

Tan feliz que estaba yo, y hoy mi mamá, se ha molestado conmigo porque

he traído malas notas del liceo, y me ha dicho que me estoy volviendo torpe y que

así no voy a pasar nunca del primer año. Entonces ha dicho mi abuela que como

me la paso leyendo libritos de cuentos y pensando en las musarañas, no estudio; y

mi mamá me ha roto los libritos, y ahora dice que nunca más me los comprará,

aunque los pida por todos los santos del cielo, como no sea en las vacaciones. ¡Qué

se va a hacer! Me gustaban porque me hacían pensar muy claro, como cuando

estoy soñando y yo digo algo y me contestan, y me parece que soy grande y que

me he casado con Angélica; y además, aprendía muchas palabras en los cuentos, y

a poner los puntos y las comas, lo que no se puede aprender en el colegio porque el

profesor lo explica con reglas que se olvidan. Es una lástima que me hayan quitado

los cuentos, porque todo eso me servía para escribir mi diario. Si a mi abuela, ya se

sabe, se le ocurre siempre lo más fastidioso. Como me odia… Porque se necesita

tener odio para hacer lo que hace conmigo. Ya me he fijado en que cada vez que mi

mamá se acuerda de cuando yo nací, mi abuela pone cara de furia y me mira con

un rencor que parece que yo le hubiera hecho un daño muy grande naciendo. Y si

me encargaron, ¿qué culpa tengo yo? Así se lo dijo una vez don Carlos, que era una

cosa que no tenía remedio. Pero ella es muy bruta.

 

Como ya no tengo libritos de cuentos, hoy domingo me fui a mi rincón. Por

disimulo y para contentar a mi mamá haciéndole creer que iba a estudiar, me llevé

los cuadernos del colegio; pero no hice sino pensar en las hadas, y Angélica era la

princesa y yo el niñito que en vez de irse a correr mundo por el camino de flores, se

fue por el de espinas; así es que al fin yo me casaba con la hija del rey, es decir,

con Angélica. Después me cansé de pensar; pero me quedé siempre en mi

rinconcito, hasta que obscureció. Mi rincón está en mi cuarto, entre la cómoda

antigua, la de incrustaciones de nácar, y la pared que da a la salita, y es el sitio que

más quiero de toda la casa, Ahí escondo mi diario, bajo la alfombra, y ahí me gusta

estar aunque no haga sino contar las rayas del papel de la pared; y pestañear como

Angélica, y reírme como ella, y contestarme yo mismo todo lo que quiero que ella

me conteste cuando le cuente mis planes. Yo no sé por qué le tengo cariño a todo

lo que hay en mi rincón, y me lo sé de memoria: en el costado de la cómoda, en la

corona que tiene en medio el pavo real, falta un pedacito de nácar; quedan treinta

y dos. Lo que no me gusta es el ojo del pavo real. Parece de gente y da miedo. Por

eso yo se lo arreglo siempre con el lápiz...

 

¡Cómo me pesa, cómo me pesa haberlo hecho! He sido un idiota, un

animal. Y todo lo he perdido, y para siempre, tal vez, No sé qué voy a hacer ahora.

¡Dios mío, Virgen Santa, que se arregle esto! Pero si ya no es posible, si ya ni como

a un niño me quiere... ¡Qué desesperación! No, si no puede ser. Angélica mía,

perdóname, ten compasión de mí, que soy muy desgraciado. Nunca más seré

grosero. Es que soy celoso y me volví loco. ¿Qué me daría? Debe de haber sido

cosa del diablo... Me había acostumbrado a ir todas las tardes. Nunca me animaba

a pasar de la esquina; pero por las puertas del almacén la divisaba, y aunque fuera

temblando de impresión y de nerviosidad, pasaba el rato y me venía conforme.

Pero ayer, yo que me asomo, y veo que está con el bandido ese del Jorge en el

balcón. Si hubiesen estado los demás de la casa, siquiera... pero no, los dos solos,

juntitos, y él le hablaba con la cara muy cerca de la suya y ella se reía. Y, ¡claro!,

¿cómo iba a poder contenerme? Todo fue verlos y obscurecérseme toda la calle y

zumbarme los oídos, y correr y subirme a su casa... —Yo lo mato, lo mato,—iba

diciendo por el camino, me acuerdo, pero en cuanto me vi ya en la mampara y

preguntaron quién es y yo no sabía quién decir, se me cortó el ánimo y me quedé

como un tonto y con un dolor aquí atrás, en la nuca, terrible. Y la sirvienta me abrió

y me hizo entrar hasta el balcón, y ella, muy alegre, me besó y me preguntó varias

cosas, pero yo no le podía contestar. Entonces me dice él, con un tono de gran

personaje, el muy imbécil: —¿Cómo estás, chiquitín?— Y tampoco le contesto, sino

que lo miro con un odio atroz. Entonces se miran los dos muy admirados, y él me

pone la mano en la cabeza y yo se la quito de un manotón. Y él me dice no sé qué

cosas más, como haciéndome bromas. Yo no le contesté nada todavía, pero ya

cuando me preguntó que por qué estaba tan furioso, le dije: —Cállese, intruso,

animal, bestia. ¿No se había ido al campo?— Y ella,... no lo haría por maldad,...

pero me reprendió y me dijo que eso estaba muy mal hecho y que era muy feo, y

que de cuándo acá me había vuelto un niño grosero y mal criado. No lo haría por

maldad, pero... entonces, peor, pensé yo, porque rabia sí que se le conocía en la

cara; y le contesté que más feo era lo que estaba haciendo ella con ese tipo ahí.

Entonces se puso más enojada porque le decía tipo al otro,... tanto, que primero

me asusté y después solté el llanto y me salí a la galería. Ella salió riéndose,

entonces, detrás de mí, y ya me habló con suavidad otra vez y, afuera, me dio un

beso y me quiso tomar en brazos, pero yo no soy ningún imbécil y me limpié la

cara donde me había besado y no la dejé que me tocara. —¡Qué chiquillo más

divertido! ¡Celoso! ¡Qué divertido!—decía la muy... ¿Y no quería también que

volviera y le dijese a él que me disculpara?... Que porque era muy bueno y la

quería mucho a ella... Pues menos que nunca, en ese caso. Así se lo dije. Y ahí fue

la grande: se puso muy seria, de verdad; me estuvo mirando un rato, callada;

luego me volvió a hablar: —Anda, vamos, no te pongas antipático.— Me dio una

 rabia... Y como le dije que más antipática estaba ella, (porque la odié con toda mi

alma en ese instante,) me gritó: —¡Al diablo, chiquillo tonto! Mañana te voy a

acusar a tu mamá estas gracias, verás.— Y se fue y ya no regresó. Qué más, no sé,

sino que llegué a casa enfermo y llorando a gritos. Mi mamá me preguntó que qué

me dolía y yo le dije que el estómago. Y me acostaron y me hicieron la mar de

remedios y me dieron un purgante. Así es que, encima de todo, tuve que soplarme

aceite de castor. Pero ya había dicho yo que era el estómago y todos decían: —

Cólico, es cólico.— Además, así podía llorar con motivo. A veces no quería llorar

más, de pena de ver a mi mamá tan afligida, pero no podía sujetar el llanto, era

imposible... Lo raro es que no me desvelé. Al contrario, me quedé dormido muy

temprano y sin saber cómo. Hasta que hoy desperté, ya muy tarde, cuando mis

hermanos se habían ido al colegio sin mí. Yo no voy a ir en todo el día, porque

estoy como atontado, y además quiero estar aquí cuando llegue Angélica para

pedirle perdón y que no me acuse a mi mamá...

 

No ha venido, me he pasado todo el día temblando de verla llegar y, al

mismo tiempo, deseando que viniera para ver si hablaba con ella. Pero no ha

venido. ¿Qué será? Ahora me pesa no haber ido al liceo, porque así habría pasado a

su casa después y le hubiera pedido perdón; en tanto que ahora me sigue el

susto...

 

¡Mamacita, yo te lo quisiera decir todo a ti!... Pero ¿cómo supiera yo que

no se iba a enojar? Porque no es que me den ganas de decírselo por miedo de que

Angélica me acuse; ya no me acusa, es un hecho, porque entonces no habría

dejado pasar casi dos semanas, me parece a mí, sin dar acuerdo de su persona;

pero es que así no me desesperarían todos como me desesperan. Esa sería la

cuestión. Ahora duermo menos que nunca, y es natural, porque estoy más triste

que nunca también; pero eso no quita que por las mañanas no pueda despertar,

bien borracho de sueño y con la cabeza como una piedra, que se me cae encima de

la almohada, y no tengo fuerzas para sostenerla, ni para abrir los ojos, ni para

levantar los brazos, ni para oír siquiera lo que me grita mi abuela, porque estoy

dormido con todo el cuerpo y no con el pensamiento solo, como dormía antes.

Bueno, pues mi abuela no para hasta que me siento en la cama y estoy

vistiéndome y me acuerdo de nuevo de mi desgracia y de nuevo me entra este

dolor a latidos en el cerebro. ¡Qué desesperación me dan a mí estas cosas! Como

sino hubiera más que hacer sino darle rabia a uno encima de su pena. Ya es

mucho, es mucho. Esta mañana me ha mojado la cara cuando ha visto que no

podía despertar, diciendo que es el santo remedio para la flojera y que si me

levantara más temprano todavía, tendría más salud, como mis hermanos, y que así

no haría sufrir a mi pobre mamá, que es una infeliz tonta de remate. Y después ha

empezado con lo de siempre, a decir que yo no daba sino molestias y que más valía

que hubiera vivido la hermanita que dicen que se murió de pecho y no yo, porque

da todas las calamidades de la familia yo solo tengo la culpa, Y yo, sin chistar,

como me ha aconsejado don Carlos; pero ella, dale y dale. ¡Será mala! Y además, a

mí me parece esto una brutalidad... Pero también pienso a veces que cuando ella lo

repite tanto y tan convencida, no será sin motivo, y... ¿qué voy hacer?... me da

más pena, porque ¿cómo voy a conformarme con eso?... Aunque ahora llego a

creer que así debiera haber sido. Y mi mamá, también empeñada en martirizarme.

Eso es lo raro. Parece que se la llevara pensando cosas malas de mí. Cómo puede

ser esto, no me lo explico; pero es la impresión que me deja con su vigilancia y su

cara preocupada y su empeño en que juegue sin ganas. Desde que se le ocurrió el

otro día a don Carlos decir que los niños deben acostarse cansados, no me perdona

una sola noche. Y me observa a toda hora, porque también dijo don Carlos que no

es bueno eso de que un niño esté horas de horas solo. ¿Me estarán tomando

fastidio mi mamá y don Carlos también? Por eso digo que sus motivos tendrá mi

abuela para odiarme así... Otra: que ayer me han llamado los dos, mi mamá y don

Carlos, digo, y me han hecho seguirlos, y atravesábamos la casa y yo decía: ¿A qué

vendrá esto? ¿Me habrá acusado Angélica? Y no, sino que cuando hemos llegado al

salón y se han sentado ellos, mi mamá ha comenzado con unas preguntas muy

raras primero: que por qué estaba cada día más ojeroso y más distraído, y que con

 qué niños me juntaba en el liceo, y que si nadie me había enseñado travesuras; y

luego, cuando ya me han visto nervioso, me han metido susto con que si supieran

algo me quemarían las manos y me mandarían preso. ¿No digo yo? Si ya es mucho

sufrir. Porque esto parece de esas cosas que uno sueña y asustan aunque no se

entiendan...

 

¿Y por qué no viene Angélica?, digo yo. ¿Será que se ha enfermado? Si se

muriera... Sí, sí; podrá ser pecado mortal pensarlo; pero más valdría, quién sabe,

porque así me moriría yo también y asunto concluido. Lo que falta es que haya

resuelto no acusarme, pero no venir más tampoco. ¿Y qué haría yo entonces? Yo

que ahora me espanto sólo de pensar en ir a su casa, ¿Y para qué voy a ir?,

también. ¿Para encontrarme otra vez con el cuadro del otro día y caerme muerto?

No sé, no sé qué voy a hacer. Don Carlos, dicen que piensa irse de viaje y llevarme.

¡Que no lo haga, por Dios! ¿Qué sería de mí entonces, sin esperanza siquiera de

verla y de que me perdone? Porque todavía me parece a mí que todo se podría

componer. Pero es que no viene, Dios mío, no viene, y yo me voy a morir. Hoy, de

tanto acordarme de ella, me puse a llorar a la mitad del almuerzo; y como fue

delante de todos, se armó una bolina, porque mi mamá se afligió muchísimo, y mi

abuela dijo que con azotes y baños fríos de asiento se quitaban esas mañas, y mis

hermanos soltaron la risa, y terminaron peleando las dos. ¿Por qué no podría

contenerme? ¡Ave María! Y es que ya no me doy cuenta de lo que hago. No sé en

qué va a parar esto. Me siento enfermo...

 

¡Esto faltaba! El rector del liceo ha mandado llamar a mi mamá y le ha

dicho que el consejo de profesores ha resuelto preguntarle por qué soy tan quieto.

Dicen que es mucha mi formalidad y que eso no está bien. ¿Serán brutos? En lugar

de estar contentos de que tenga buena conducta. Pues no señor, y le han dicho a

mi mamá que además el señor Latorre, que es inspector, me ha espiado toda la

semana y no me ha visto jugar ni una sola vez. Miren cuándo viene a darse cuenta

de que yo no juego... Con el chisme, ¡natural!, mi mamá se ha preocupado más y

ha vuelto del colegio llorando, y en cuanto yo he llegado me ha repetido las

preguntas, llora que llora, y después me ha sentado en sus faldas y me ha hecho

muchos cariños y me ha dado muchos consejos que ni venían al caso. Yo estuve

tentado de contárselo por fin todo, porque cuando uno tiene pena y ve que otro

también tiene, dan ganas da contar. Pero no me atreví. ¡Claro, cuándo me atrevo

yo a nada! Soy más poquita cosa... Y esto no es lo peor. Cuando yo digo que ya no

es vida la mía... Después se apareció don Carlos con el doctor, que me oyó el pecho

y la espalda, y me golpeó la barriga poniendo los dedos como un martillito, y me

miró adentro de los ojos, y me tocó todo el cuerpo a ver si tenía glándulas, y la mar

de historias, mientras mi mamá le iba diciendo que a media noche me quejo

dormido, unas veces, y otras doy saltos en la cama, y otras hablo... ¿Qué hablaré,

Dios mío? No lo dijo mi mamá y el doctor tampoco se lo preguntó; pero yo me llevé

siempre un susto. Ah, y el doctor me hizo también las preguntas esas que ponen

nervioso, y yo, por supuesto, no supe contestar. Mi mamá me decía: —Contesta,

niño.— Pero si yo no entendía, ¿qué iba a contestar? Me avergonzaba, lo único,

porque me parecía que me querían pillar en algo, y a uno le entran nervios con

esas cosas siempre, aunque no tenga culpa ninguna. Al último, el doctor dijo: — No

es gran cosa, señora. No se aflija. Está un poco anémico, el chico. Parece que se va

a desarrollar demasiarlo temprano.— Y entonces me preguntó a mí: —Y tú ¿qué

dices de eso? ¿Te gustaría ser hombre pronto?— ¡Ay!, me saltó el corazón y le

contesté inmediatamente que sí. Y ya me había alegrado, cuando dijo que me

convendría levantarme a las seis... ¡Qué sabrá él!.. Y que me bañasen y me diesen

unas fricciones con agua de Colonia y las píldoras que me recetó. Ah, y que si me

pudieran sacar al campo, mejor, aunque perdiera el colegio. Y cuando él se ha ido,

ha dicho don Carlos: —Bueno. Estoy resuelto. Me lo llevo.— Quiere hacer siempre

el viaje y llevarme. Así es que la cosa va peor y peor. Porque todo esto es un

martirio que no tenía yo por qué sufrirlo. Tras que no veo a mi Angélica y me la

paso con el alma oprimida, tras que ni siquiera como sino por que no chille mi

abuela y no se aflija mi mamá, que me da la sopa por su propia mano y me corta el

asado, tener que pasar atento a la voluntad de todo el mundo, es insoportable. Si a

veces, de tanto sufrir, me pongo como insensible y me parece que me voy a quedar

dormido en donde estoy. Si supieras todo esto, Angélica, ¿no me querrías?... ¿Y a

 dónde me pensará llevar don Carlos? Yo no voy, yo soy capaz de confesárselo a él

antes. Sí, él es muy bueno, y muy inteligente, y me quiere mucho, y debe saber

también lo que son angustias, puesto que lleva un diario de su vida; y quién sabe

si hablaba con Angélica y le pedía que no me dejase morirme, y que no le hiciera

caso a ese criminal, y que me esperase un poco nada más porque ya ha dicho el

doctor que seré hombre pronto... Yo se lo digo, porque si no, tendré que hacer

valor y hablar con Angélica yo mismo, aunque me dé un ataque en cuanto la vea…

 

… y por eso no quiero alegrarme, porque cada vez que espero contento

alguna cosa, me resulta mal. Así es que más bien tengo miedo. En fin, la voy a ver,

siquiera. ¡Ay, qué angustia! Desde que mi mamá dijo al regresar de misa que el

sábado es el santo de Angélica y yo le pedí que me llevara y ella me contestó que

bueno, que me llevaría por distraerme un poco, no sé lo que me pasa. Vamos a

ver...

 

No sé por qué ahora, mientras más sufro, más quisiera sufrir, y que me

pasaran cosas muy horribles, de esas que ponen a todos muy tristes; y que me

muriera, por último;... pero que lo supiese todo ella, eso sí!... Porque no hay

remedio, ya se acabó todo: le han avisado que estoy muy enfermo y no ha sido

capas de venir un ratito. Eso ya es tener mal corazón, digo yo. Le debía tener odio,

y sin embargo la quiero más que nunca. Y debe ser verdad que estoy tan grave.

¡Mejor! ¡Ay, qué bueno sería que me muriese y le dijeran que me había muerto por

ella!... Lo que me asusta es esta cosa tan rara que me da de repente ¿Esto será

delirar? Dicen que me he pasado toda la noche delirando, y debe de ser esto.

Aunque, no me acuerdo de lo de anoche sino hasta cuando me trajeron, y yo digo

que si fuera delirar esto que me pasa ahora, me acordaría. ¿Y qué es entonces esto

tan horrible? Tengo un miedo... Si no fuera porque me han dado unos deseos muy

grandes de consolarme con mi cuaderno, despertaría a mi abuela, que se ha

dormido en la mecedora, cuidándome mientras duerme mi mamá, que dicen que no

se ha acostado en toda la noche por velarme, ¿Qué será esto? No me atrevo ya a

mirar a la ventana, porque de repente me quedo sin poder quitar la vista de la

cordillera, y en esto, de los cerros empieza a salir fuego, y todo el cielo se pone

colorado, y después va saliendo de entre las llamas una cosa muy enorme, y se me

viene encima, como para aplastarme, y yo me pongo a gritar de espanto y quiero

salir corriendo; pero entonces no me puedo mover, y sigo a gritos, y después...

debo de dormirme bien dormido, porque ya no sé nada. Yo digo que no será delirar,

porque de esto me acuerdo, y de las cosas que dicen mis hermanos que hablé

anoche, no. Me acuerdo sólo hasta cuando me trajeron. Eso no se me borra.

 

Mi mamá me llevó a casa de Angélica y, como era su santo, había tertulia,

y muchísima gente había comido en la casa y estaban todos en el salón cuando

nosotros llegamos, Pero en el comedor quedó siempre la mesa puesta con tortas y

helados y muchas botellas, y la Raquelita me llevó allá. Al poco rato mi mamá fue a

buscarme para que saludase a Angélica, y entonces fue cuando ya comencé a

sufrir, pero más de lo que yo había sufrido nunca. Ella me recibió muy seca, y mi

mamá me dijo que la besara; pero yo no me atreví, sino que me puse a tiritar de

pura impresión. Y ella no me dijo más que: —¡Hola! Tú también has venido a

saludarme. Muy bien hecho.— Pero del beso, nada. Y mi mamá me preguntaba:—

¿Ni un cariño siquiera, hijito? Y tanto como la quieres...— Y luego le contó a ella

mis nervios y mis cosas, y que si estoy muy anémico, y que si había tenido un

cólico atroz, y qué sé yo; pero que cómo la querría a ella, a Angélica, cuando hasta

en sueños, muchas veces, le decía frases de cariño. Yo me impresioné muchísimo

cuando mi mamá dijo estas cosas, pero me alegré también, porque yo quería que

Angélica las supiese, a ver si se compadecía y me volvía a querer, y además porque

no habría tenido valor para contárselas yo mismo. Pues, ella, apenas si habló no sé

 qué de lo cólicos. Me entró un desconsuelo tan grande... Y eso que mi mamá, se lo

explicó todo bien claro, y ella comprendió que no había sido cólico sino la pena de

esa tarde, que bien se lo conocí yo en la cara. Pero ¿me dijo algo para consolarme,

siquiera? Ni una palabra; sino: —Vaya. Pobre chico,— y mirándose al espejo que

hay arriba del sofá, como si ni oyese o si estuviera pensando en otra cosa. Y mi

mamá seguía explicándole; pero ella no salía de:—¿Sí? ¿Sí? Pobre,— y sin ganas.

¡Parece mentira! Yo ya no la miraba, porque no sabía de mi persona, con la

tristeza, que me iba ahogando; y ella tampoco me miraba a mí, estoy seguro,

porque en tal caso habría sentido yo sobre la cara ese calor que siento siempre

cuando alguien me mira y yo no. ¡Ni me miraba siquiera! ¿Tendrá perdón?

 

Un momento tuve miedo de que me acusara; pero después comprendí que

no lo haría y que, al contrario, estaba nerviosa por irse a otro lado y con ganas de

acabar pronto, como si nosotros le estuviésemos dando una lata. Pero mi mamá no

se daba cuenta y seguía, hasta que me volvió a decir: —Dale un beso, niño.— Yo

bajé la vista, muerto de pena y de vergüenza; y sin embargo, de tonto, esperé a

ver si ella me lo pedía también. Nada; se rió, con una risita de esas para salir del

paso, y se volvió a mirar al espejo, y en seguida llamó a la Raquelita para que me

llevase a tomar helados, y ella se fue con mi mamá no sé a dónde. Entonces ya me

dieron ganas de llorar a gritos. Y es que me pareció que me quedaba muy solo y

sentí como que se me enfriaba toda la vida para siempre. Así es que, sin darme

cuenta de lo que hacía, me dejé llevar de la mano por la Raquelita...

 

En el comedor, me acuerdo que la Raquelita me sirvió una porción de

cosas, pero yo no quise sino limonada. Ah, me acuerdo también que unos

caballeros hablaban mucho y se balanceaban desde los talones hasta las puntas de

los pies, parados alrededor de un viejo muy feo con lentes amarillos, y que yo tenía

la vista clavada en un gobelino de la pared, donde unos hombres medio desnudos y

muy mal hechos querían cazar un jabalí muy bravo... Ese jabalí me parece ahora

que es la cosa enorme que sale de los cerros... No, no sé bien... Bueno, en esto,

pasó un bulto por el pasadizo y... me lo avisó el corazón, porque di un salto en la

silla... y lo vi pasar por la otra puerta del comedor, y era él, Jorge.

 

Yo no sé qué hice entonces. Lo único que sé es que llegué solo al salón y

que cuando yo entraba, Jorge se iba con Angélica por la galería. Creí que me iba a

caer muerto. Se me aflojaron las piernas y se me clavó este dolor que todavía

tengo en el cerebro, y me agarré a una cortina y ahí me estuve hasta que me

volvieron un poco las fuerzas, y después me asomé a la galería, y ahí estaban los

dos paseándose de la mano. Me dio una desesperación, que no podía respirar.

Después, me acuerdo que estaba fijándome en que el tal Jorge sabía hacer muy

bien ademanes con los brazos y que yo pensaba en que no los podría yo hacer lo

mismo porque a un niño no le resultan bonitos con los brazos tan chicos y el traje de marinero... cuando, de repente, ella se le pone delante y le empieza a arreglar

la corbata, y él le toma los brazos, y ella se echa atrás, pero él se agacha y le da un

beso en la cara...

 

Ahí sí que no pude más. Primero se me dio vueltas toda la casa y después

solté el llanto y salí corriendo, a perderme, y llegué otra vez al comedor y, sin

saber para qué, me metí debajo de la mesa. Lloraba a gritos, y todos vinieron, y se

armó un alboroto; porque todo el mundo quería saber lo que me pasaba, y las

señoras me preguntaban: —¿Qué tienes, hijito?— y los hombres: —¿Qué pasa? — y

mi mamá como una loca. Pero yo escondía la cabeza entre los brazos y seguía

llorando, con ganas de morirme; y cuando alguien me quería sacar de ahí, yo me

hacía soltar a puntapiés. Hasta que en una de estas, un señor se agacha y recoge

del suelo una copa, y la huele, y se la da a oler a los demás, y después dice: —Esta

es la madre del cordero. Ha dada cuenta del cacao.— Y toda la gente suelta la risa.

Y unos decían que por lo dulcecito me había gustado; y otros, que las borracheras

lloradas eran las peores, y que pobre criatura, y que qué divertido, y la mar de

imbecilidades, mientras yo no podía contener el llanto, que ya era como un ataque

y me venía como hipo que me ahogaba y me hacía doler el corazón. Hasta que por

último mi mamá perdió la paciencia y me dio de pellizcos, y me sacó y me trajo en

un coche. Después... no sé más, sino que estoy con fiebre y que he pasado toda la

noche hablando esos disparates que cuentan mis hermanos…

 

En este punto, el diario se vuelve de pronto inconexo y contradictorio hasta

el grado de hacerse ininteligible en sus líneas restantes. Ignoro cuántos días

después de escrito el último renglón puso la casualidad en mis manos este

cuaderno doloroso e ingenuo. Sólo puedo decir que fue una tarde en que la tristeza

de mi amigo Carlos Romeral me exigió acompañarlo a ver al enfermito. Fue acaso

la hora más amarga de mi vida.

 

Los atardeceres son todos melancólicos en los cuartos de los enfermos;

pero mi memoria conserva el de aquella estancia, como una llaga en carne viva,

siempre irritada y sangrante. Una insufrible congoja me oprime aún al recordar la

penumbra en que todos nos desdibujábamos como espectros, la ventanita en alto

por donde se veía un trozo de cielo azul gris y asomaba de rato en roto un volantín

silencioso, la lívida pincelada del lecho sobre el cual erguíase borroso el busto del

loquito que hablaba sin cesar, borboteando un monólogo exasperante. Cerca de mí,

la abuela, con el gesto agrio de ciertos seres que gruñen al llorar, movíase afanosa,

poniendo en orden frascos y cajas de medicinas; Carlos Romeral, hundido en un

sillón, mordíase el bigote, nervioso, desesperado, rebelde; y yo escuchaba el relato

que la madre me hacía sobre el proceso de la enfermedad de su hijo.

 

Hablaba la señora con voz opaca, pero febrilmente. Obedecía sin duda a

ese prurito absurdo, pero tan común en los contristados, de rememorar con cruel

minuciosidad cuantos fenómenos se sucedieron hasta la crisis final del enfermo a

quien lloran. Aquella mujer había llorado ya mucho. Ahora, un secreto instinto de

distracción, o acaso una vaga esperanza de amparo, arrastrábala a contar los

desgarradores episodios. Yo atendía, no sé si por educación o porque no hiriese mis

oídos el monólogo terriblemente plácido del loquito. Por momentos, percibíamos el

murmullo de los médicos que en la habitación contigua deliberaban en junta.

Entonces la madre suspendía su relato, y yo podía leer en su mirada suspensa la

blanda y triste esperanza de los débiles. Pero se apagaba el rumor, y ella

proseguía.

 

En los comienzos de la enfermedad, tuviera el niño delirios de terror que

concluían en convulsiones; después desapareciera la fiebre, pero la razón volvía

sólo por intermitencias; por último, el delirio se había hecho tranquilo y constante.

De los terrores por un jabalí cuyos ojos redondos y cuyos bigotes recortados eran

humanos, el tema declinara en disputas absurdas con unos lentes amarillos y en

diálogos con campanadas que ya pasaban volando, ya flotaban en el aire, ya caían

como goterones en una laguna imaginaria.

 

— Y hoy, —concluyó la madre, — su tema único es el de las campanas.

Jamás nombra personas, ni a mí. Tampoco sufre, como usted ve; por el contrario,

parece deleitarse con su delirio. Es horrible; ese contento inmutable es espantoso.

Y calló, ahogada por las lágrimas.

 

Hubo un silencio, pesado, fúnebre. De pronto recomenzó el monólogo del

loquito. Aquella vocecita tristemente encantada interrogaba a las imaginarias

campanas el significado de sus sones. Un momento, su mirada se encontró con la

mía, y el fulgor metálico de aquellos ojos perturbados me apuñaleó las entrañas

como una daga fría. Hice un esfuerzo y le sonreí. Me respondió él con la carcajada

triturante de los locos y, convulso de risa, se tendió en la cama, hundiendo la cara

entre las ropas,

 

Y fue entonces cuando el cuaderno, que tal vez estuvo bajo la almohada,

cayó cerca de nosotros. Maquinalmente, me apresuré a recogerlo. Alcancé a leer en

la cubierta: Historia y Geografía, 1er año. Pero como en ese instante volvían los

médicos, me distraje y lo conservé entre las manos. Sin sospechar siquiera el

secreto que el cuaderno contenía, mis dedos lo enrollaban, mientras mi atención

deteníase embobada en la suficiencia facultativa que discurría sobre «los

perniciosos efectos del alcohol en el cerebro infantil».

 

Comprendí en aquel discurso docto, el exordio de un desahucio próximo.

 

Minutos después, atravesaba yo la Alameda, camino de mi casa, y de

pronto me di cuenta de que llevaba el cuaderno. Por un movimiento automático, lo

abrí...

 

Cuando terminé de leerlo, las campanas de San Francisco iniciaban su

tañer vespertino, lento, grave, trágico, y yo, medio contagiado ya de aquel tema de

locura, sentí que las campanadas se desplomaban una a una, como enormes

lágrimas de pesadilla, sobre mi corazón.

 

FIN