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jueves, 28 de febrero de 2013

CRUCE DE CULTURAS ¿LA DIVERSIDAD NOS ENRIQUECE?



TZVETAN TODOROV


He crecido en un pequeño país situado en uno de los extremos de Europa, en Bulgaria. Los búlgaros tiene un complejo de inferioridad con respecto a los extranjeros: piensan que todo aquello que viene del extranjero es mejor que lo que encuentran en su país. Es verdad que todas las partes del mundo exterior no son equiparables y que el mejor extranjero está encarnado por los países de Europa occidental; a ese extranjero, los búlgaros le dan un nombre paradójico, pero que explica su situación geográfica: es “europeo”, nada más. Los tejidos, los zapatos, las máquinas de lavar o de coser, los muebles e incluso las latas de sardinas son mejores cuando son “europeos”. De ahí que cualquier representante de las culturas extranjeras, persona u objeto, se beneficie de un prejuicio favorable en el que se difuminan las diferencias que existen de un país a otro, y que sin embargo forman los clichés del imaginario étnico en Europa occidental: para nosotros, entonces, cualquier belga, italiano, alemán, francés aparecía aureolado de un momento de inteligencia, de finura, de distinción, y le profesábamos una admiración que sólo podían alterar los celos y la envidia que se apoderaban de nosotros, jóvenes, cuando uno de estos belgas de paso por Sofía hacia que la chica de nuestros sueños se girara, incluso cuando el belga ya se había ido, ella muchas veces continuaba mirándonos por encima del hombro.

Por eso, los búlgaros se muestran bastante receptivos frente a las culturas extranjeras: no sólo no dejan de soñar con irse al extranjero (a “Europa” preferentemente,  aunque también se conformarían con otro continente), sino que además aprenden de buen grado las lenguas foráneas y se precipitan, llenos de benevolencia, sobre las películas y los libros extranjeros. Cuando vine a vivir a Francia, a este prejuicio favorable respecto a los extranjeros se añadió otro: obligado a hacer cola durante horas en la jefatura de policía para obtener la renovación de mi tarjeta de residencia, no podía por menos de sentirme solidario con los otros extranjeros que estaban a mi lado, magrebíes, latinoamericanos o africanos, los cuales padecían idénticas penosas molestias; además, los empleados de las ventanillas o, en otras partes, los guardias, conserjes y policías, no hacían el desglose: todos los extranjeros eran tratados de la misma forma, al menos en un principio. En esta ocasión también, pues, para mí el extranjero era bueno: ya no como objeto de envidia, sino como compañero de infortunio –a pesar de que en mi caso personal éste fuese muy relativo.

Pero cuando empecé a reflexionar sobre estas cuestiones, me di de qu semejante actitud era bien criticable: no solamente en los casos caricaturescos en los que ello saltaba a la vista, sino en su principio mismo. El juicio de valor que yo emitía estaba fundado en un criterio puramente relativo: sólo se es extranjero a los ojos de un autóctono, no se trata de una cualidad intrínseca; decir de alguien que es extranjero, evidentemente es decir muy poco. Por otro lado, yo no intentaba saber si tal comportamiento era, en sí mismo, justo y digno de admiración; me bastaba con comprobar que era de origen extranjero. Además, había en ese caso un paralogismo que la xenofilia comparte con la xenofobia, o con el racismo (aunque ella parte de una intención más generosa), y que consiste en postular una solidaridad entre las diferentes propiedades de una misma persona: aunque tal individuo sea al mismo tiempo francés e inteligente, tal otro argelino e inculto a la vez, esto no permite deducir las características morales de las características físicas, y aún menos extender esta deducción al conjunto de la población.

La xenofilia conoce dos variantes, según el extranjero en cuestión pertenezca a una cultura percibida globalmente como superior o inferior a la suya propia. Los búlgaros admiradores de “Europa” ilustran la primera, que podríamos llamar el malinchismo, volviendo a utilizar el término utilizado por los mexicano para designar la adulación ciega de los valores occidentales, antiguamente españoles, hoy día angloamericanos, palabra que procede del nombre de la célebre Malinche, la interprete indígena de Cortés. El caso de la propia Malinche  es quizá menos marcado de lo que el término puramente de malinchismo nos haría pensar, pero el fenómeno está bien asentado en todas las culturas en las que un sentimiento de inferioridad se mantiene respecto a otra cultura. La segunda variante es conocida en la tradición francesa (y en otras tradiciones occidentales): es la del buen salvaje, es decir una culturas extranjeras admiradas precisamente debido a su primitivismo, su retraso, su inferioridad tecnológica. Esta última actitud permanece viva en la actualidad y podemos identificarla claramente a través de tal discurso ecologista tercermundista.

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TZVETAN TODOROV (1939-). Lingüista francés. Nació en Sofía, Bulgaria, estudió  en la Universidad de Sofía e hizo un doctorado en la Sorbona. Ha impartido cursos en universidades de Francia, Inglaterra y Estados Unidos.

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