HISTORIA DE MINTZITA Y DON HUITZIMÈNGARI, SOBRE CÒMO SURGIÒ EL ROLLO (VESTIMENTA DE LA MUJER PURHÈPECHA).
Don
Antonio Huitziméngari y Caltzóntzin había dejado en su palacio de
Tzintzúntzan, su túnica blanca y su manto de plumas con los colores
reales, para vestir el traje español. En la reciente fundada Universidad
de Tiripetío (lugar de oro) cursaba los estudios mayores, después de
aprender el castellano que a cambio de la enseñanza del tarasco, le
impartiera el mismo fray Alonso de la Veracruz. Este fraile agustino,
fundador de la primera Universidad del Continente, estaba maravillado de
la inteligencia del príncipe Huitzinméngari. ¿Quién hubiera creído
capaces a los indios de tener semejante talento? Pero la verdad es
asombrosa. El joven príncipe se deleitaba leyendo en griego La Ilíada de
Homero, y en latín, los dulces versos de Virgilio....
Frente a la
plaza principal de Pátzcuaro existe aún la casona que construyera
Huitziméngari. Como buen cristiano, traía consigo a su única esposa, la
bella Mintzita, joven princesa que con su hermosura primitiva adornaba y
perfumaba con la frescura de un jarrón del más fino barro de la
comarca, aquella mansión señorial.
Mintzita no estaba acostumbrada a
la elegancia europea qaue comenzaba a brillar en Pázcuaro; por lo mismo
cada día echaba de menos su real casa de Tzintzúntzan; más el amor que
la unía estrechamente con su señor, la hacía soportar aquella vida entre
gente extraña, que hablaba un idioma para ella desconocido y que sólo
su esposo entendía. ¡ Con qué timidez veía a su señor montar a caballo y
salir acompañado de sus caballerizos españoles, y con cuánta angustia
esperaba su regreso, temerosa de que aquellos fieros y enormes venados
fueran a matarlo! ¡Con cuánto temor también se acercaba a aquel Cristo
que en el adoratorio del palacio ocupaba el lugar de Curicaueri, para
acercarle el sahumador donde ardía el copal e implorarle por la vida de
su señor!
En la plaza mayor de la antigua Petatzécuaro comenzaron a
aparecer las más encumbradas damas recién llegadas de España. Cada
comitiva que llegaba llenaba de admiración a Mintzita, que, tras las
rejas de los balcones, temblaba al relincho de los corceles y ante la
hermosura de aquellas mujeres blancas de caballera de oro, y ante los
trajes raros y suntuosos. "¡Nana Cutzia!, exclamaba Mantzita, estas
mujeres cautivarán a mi señor y entonces moriré de dolor".
Con la
llegada de las damas españolas comenzaron los saros. En todas partes, a
las fiestas siempre, de manera cortés era invitado don Antonio; no sólo
por ser poderoso, ya que para los indios era todavía emperador, sino
también por ser un caso raro que aquel indio tuviera modales
perfectamente europeos e inteligencia cultivada. ¿Qué encanto tan
singular brotaba de los ojos de obsidiana de don Antonio, que muchas
damas se sentían emocionadas ante él?.
Cuando don Antonio compró la
primera carretela, empezaron las serias inquietudes de Mintzita. Con el
pretexto de probar la bondad del carruaje, el encargado de la real
aduana y otros caballeros españoles, comenzaron a frecuentar con más
asiduidad la amistad del príncipe; pero lo que más inquietaba a Mintzita
era la frecuencia con que don Antonio salía de paseo, no sólo con los
caballeros, sino también con las damas. Entre ellas, hacía gala de su
hermosura doña Blanca de Fuenrara, emparentada con un oidor e hija de un
capitán español, gran caballero y principal encomendero de la región.
Si doña Blanca hacía gala de su hermosura, más gala hacia de la amistad
del príncipe. La muy avara había tropezado con un tesoro inapreciable:
los ojos soñadores, ricas acerinas del último Caltzóntzin.
Mintzita,
temblaba más que las piedras con que empedraban sus hermanos las calles
de la ciudad, cuando su señor mandaba enganchar aquella elegante carroza
que salía retumbante por la ancha puerta del palacio señorial. La
servidumbre dio en contarle cómo el señor cortejaba a las damas, y la
preferencia que tenía por doña Blanca. ¡qué ganas sentía Mintzita de
conocerla! Más era casi imposible que sin saber el castellano y con la
timidez que sentía entre toda aquella gente, se pudiera presentar en
sociedad. Sin embargo, el destino le deparó una oportunidad.
La
servidumbre se agitaba en el palacio de Caltzóntzin. La suntuosa vajilla
de barro policromado, orgullo de los alfareros de la real Tzintzúntzan,
era alistada en el amplio comedor. Las cocineras indígenas preparaban
manjares al estilo de la tierra, principalmente la espumosa bebida de
cacao, a la que ya comenzaban a ser muy afectos los españoles. Mintzita
corría diligente como rayo luminoso, con su blanca túnica purépecha y su
paño que graciosamente le caía por las espaldas después de cubrirle la
cabeza. Paño que había sido tejido en el taller familiar, con la patacua
y teñido con chupicua color azul fino. Todo lo vigilaba la niña, todo
lo arreglaba con el deseo grande de que todo lo encontrara bien su
señor; pero sufriendo intensamente porque sabía que aquella fiesta, más
que para los caballeros españoles, era para doña Blanca de Fuenrara.
¡Y
qué banquete para los paladares españoles que nunca habían probado tan
suculentos manjares! Junto a los elotes cocidos de brillantes
caballeras, lanzaban sabrosos vapores los tiernos uchepus y las
hinchadas corundas querían romper sus verdes ligaduras.
Cuando se
presentaron las damas y caballeros, Mintzita nada vio sino aquélla que
le señalaron como su rival: doña Blanca de Fuenrara. De ella se le
grabaron: los ojos verdes, la cabellera de oro, la blanquísima tez y la
hermosa cascada de su vestido que, en ondas y pliegues luminosos, caía
graciosamente tras de sus diminutos pies.
"¡Nana Cuerápperi! ¿Por qué
hiciste tan bella a la extranjera? ¿Por qué diste a sus ojos el color
de las olas enfurecidas de mi lago, a sus cabellos de oro de los tiripus
que coronan mis bosques a sus vestidos el brillante caer de mi
Tzaráracua?".
Así gemía Mintzita con amarga desesperación. Así dejó
de ser la alegría del palacio de Caltzóntzin. Así don Antonio la perdió
por mucho tiempo.
Huyó Mintzita de todo lo que le hacía daño. Se fue a
ocultar su pena a las montañas familiares, en las islas amigas, lejos
de aquellos ruidos y cosas extrañas que tanto mal le hacían.
Cuando
don Antonio supo el lugar donde se ocultaba Mintzita, le dijeron que
ésta había perdido la razón. En la Isla de Pacanda la habían encontrado
hilando y más hilando, sin importarle la lluvia, frío o calor; en el
tronco de un robusto ucaz había instalado su rudimentario telar y con la
incansable patuca, tejía y tejía una rara manta, larguísima, que
parecía nunca iba a acabar. Después, cuando el lgo se agitaba al impulso
de la tariata, horas enteras permanecía contemplando las verdes aguas
y, cuando la Madre Luna aparecía radiante en las regiones de Auàndaro
(el cielo), Mintzita exponía su cuerpo desnudo a las caricias de sus
rayos maternales. Pero Mintzita no estaba loca. Había ido a entregarse a
sus dioses tutelares, a sus bosques familiares, a la soledad de sus
islas para pedirles que trocaran su cuerpo y lo hicieran semejante al de
la Hija del Sol que le robara el amor de su señor.
Don Antonio llegó
a la Pacanda en rápida canoa y entre el bosque comenzó a buscar a
Mintzita cuando Scharacua (la que aparece, la luna) prendía su antorcha
de marfil.
En la cumbre de un tempo piramidal enmarcado en la negrura
del bosque y lleno de luz cenital, don Antonio vio a Mintzita erguida,
cual si lo estuviera esperando. El príncipe quedó pasmado de su belleza.
Nunca la había visto tan hermosa. Había ceñido a su cintura una
vestidura, rara, cuyos pliegues se multiplicaban alrededor de su cuerpo,
formando a sus espaldas enorme abanico, donde caía para anidarse la
cascada de sus trenzas. Por la cabeza y los hombros, el rebozo pintado
con el azul de los cielos y rayos de la luna.
Don Antonio no pudo
más. Sintiéndose esclavo de aquella beldad que lo contemplaba con amor
desde la casa de los dioses, subió las gradas con el arranque violento
de la tariata que encrespa las olas, y casi de rodillas le dice: "
¡Guari (señora), ¿por qué abandonaste la morada donde tu siervo se muere
de tristeza? ¿Por qué me llenaste el alma de sobresalto con tu pérdida?
Vuelve a nuestra casa como su dueña, como la poseedora de mi amor !".
-
Don Antonio, señor mío, he visto a tu alma abandonar la mía y sola he
vivido, como en las regiones de Auándaro está sola la Madre Luna. A ella
he venido a pedirle que me dé la blancura del cuerpo de aquella mujer; a
nuestro Padre el Sol le he pedido que ponga en mi cabello el oro de sus
rayos, como los tiene aquella mujer, y a la bella Hapunda (la laguna),
el verde de sus olas enojadas para que mis ojos sean también como los de
aquella mujer. Mira mis ropas, yo misma las he tejido para hacerlas
iguales a las que se pone ella, y con la chupicua he teñido mi rebozo
donde la Madre Luna puso sus blancos rayos. Mírame, don Antonio, ve si
me parezco a ella y si puedes ya quererme.
El príncipe la contempló
largo rato, admirado de que Mintzita, por querer semejarse a Doña
Blanca, había refinado su belleza, dándole tal vestidura. Pensó en que
nunca encontraría quien le diera prueba semejante de amor y,
enternecido, la invitó a volver al palacio.
Grande fue el sombro de
los españoles cuando Mintzita fue presentada en sociedad como la esposa
legítima de Caltzóntzin, porque nadie se esperab verla ataviada con un
traje tan singular. Pronto por todo el reino tarasco se engalanaron las
mujeres de los principales caciques con la vestimenta creada por
Mintzita y las mismas damas castellanas comenzaron a ostentarla en sus
mascaradas. Las indias, que llamaban a Mintzita "Guari" (señora),
término respetuoso que correspondía al de reina. Pronto hicieron de este
traje su mejor gala.
Así surgío el traje característico de las mujeres de Michoacán.
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