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sábado, 9 de marzo de 2013

COMUNICACÓN EDUCATIVA II

LA PARADOJA DE LA EVALUACIÓN EDUCATIVA: "EVALUAR PARA APROBAR VS. EVALUAR PARA APRENDER”

21.05.2011 07:42
 
Paola Andrea Lafi es Profesora en Ciencias de la Educación,
Especializada en Docencia de Nivel Superior y egresada del
Doctorado en Educación en la Universidad Nacional de Cuyo,
Mendoza, República Argentina.
Se desempeña desde hace años en el Instituto San Antonio
de General Alvear, en dicha Provincia.
Ha formado parte de la Comisión Ministerial
que en el año 2008 elaboró las nuevas propuestas curriculares
de formación del Profesorado para la Enseñanza Primaria
de la Provincia de Mendoza.
 
Desde la década del ´90 la Argentina, al igual que casi todos los países de América Latina, enfrenta profundos procesos de transformación en su sistema educativo y la consecuente instalación de un sistema de evaluación de los aprendizajes, se realiza también, en este contexto, una primera experiencia de evaluación a nivel regional, conducida por la UNESCO/OREALC.
 
Quizás nunca se había vivido internacionalmente, como ahora, un ambiente de reformas escolares simultáneas, ello significa no sólo que en la actualidad la mayoría de los países están preocupados por sus sistemas educativos, sino también, que la reforma, o el cambio de la educación (con sus diferentes conceptualizaciones y estrategias) se ha convertido en preocupación y en justificación de intervenciones continuas sobre el sistema educativo.
 
En nuestro país, Argentina, tras varios años de transformación educativa y teniendo los desafíos del tercer milenio como horizonte, la preocupación por la mejora cualitativa de la educación y más precisamente la calidad de los aprendizajes sigue estando presente en la práctica.
 
En este marco, no cabe duda que el término «evaluación» es moneda de uso común en cualquier discurso educativo. Con una u otra acepción, asociada a una diversidad de prácticas e impulsada por distintas estrategias políticas. Sin ánimo de agotar un asunto que bien podría ser objeto de atención más exhaustiva, merece la pena detenerse aquí en la consideración de dos conjuntos argumentales que, en su interrelación, explican sobradamente el interés que despierta hoy en día la evaluación y de las cuales se extraen varias consecuencias de primer orden para la política y la administración educativas.
 
Los dos tienen que ver con lo que podríamos denominar la presión del cambio que experimentan nuestros sistemas educativos actuales.
 
El análisis de las transformaciones que se producen en el dominio educativo, la respuesta que países y ciudadanos deben dar a las nuevas demandas y la conducción más eficaz de los procesos de cambio, se convierten en elementos cruciales de las políticas educativas actuales.
 
Por una parte, existe la convicción de que el sistema educativo actual no funciona de modo tan eficaz, eficiente y equitativo como a menudo se proclama o se pretende. Por otra parte, el discurso del cambio está dejando de ser autolegitimador, ya que la pregunta acerca de las consecuencias de los importantes procesos de reforma y transformación emprendidos, exige una respuesta precisa.
 
Ya no basta con proclamar la necesidad del cambio, que a pesar de las estrategias puestas en marcha, aún no hemos podido resolver. Por lo que hoy, resulta imposible obviar el debate sobre la evaluación de los aprendizajes y los medios para mejorar.
 
En la actualidad el debate sobre la evaluación ocupa un lugar cada vez más central, junto a otros elementos tales como la actuación profesional del docente, el proceso de diseño y desarrollo del currículo, o la organización y funcionamiento de los centros educativos, lo cual nos impulsa a desnudar la esencia misma del “campo de la evaluación, que da cuenta de posiciones controvertidas y polémicas no sólo desde una perspectiva política, sino también desde la pedagógica y didáctica”1.
 
En este ensayo intentaré abordar una de las paradojas en este último terreno, el de la Didáctica, inscribiendo la reflexión sobre la evaluación en relación con las prácticas docentes y las implicancias en el aprendizaje de los alumnos, desde la concepción de una nueva agenda de la Didáctica. Para lo cual, es condición inexcusable recalcar la complejidad de la evaluación educativa que a menudo se simplifica, a través de un proceso de medición de resultados mediante pruebas, que obligan a los estudiantes a estudiar de manera que salgan con éxito, y presta escasa atención a los procesos de enseñanza y aprendizaje que la significan y justifican en vista a proporcionar calidad a la labor educativa.
 
La evaluación en tanto proceso educativo integra el campo de la Didáctica, definida como “teoría acerca de las prácticas de la enseñanza”2. En dicho campo, el contenido y el método han sido dimensiones centrales, en tanto las ideas y las prácticas de la enseñanza se han configurado en torno a ellas. Otras cuestiones como el currículo, las estrategias o la evaluación, si bien formaron parte de la agenda clásica de la Didáctica y se consolidaron como categorías del debate didáctico, no tuvieron ese rango de centralidad. 3
 
Sin embargo, el problema de la evaluación, ha ido adoptando progresivamente mayor importancia, como resultado de cierta "patología", las prácticas educativas se fueron estructurando en función de la evaluación, transformándose ésta en el estímulo más importante para el aprendizaje. De esta manera, el docente comenzó a enseñar aquello que iba a evaluar y los estudiantes aprendían, porque el tema o problema formaba una parte sustantiva de las evaluaciones, con lo cual se diluye la esencia misma de la evaluación educativa.
 
Este hecho genera un efecto multiplicador nefasto para la calidad de todo el sistema de la educación, ya que desde esta perspectiva la evaluación se convierte en la “cenicienta del cuento” que determina qué vale la pena ser enseñado, aprendido y cuál es la manera correcta para estimar el desempeño de los alumnos, lo que deja al descubierto la iatrogénesis general del triángulo del poder. Valga aquí la aplicación metafórica del concepto médico de iatrogénesis (cuando los hospitales, ideados y financiados para curar, se convierten en lugares donde se adquieren enfermedades muy específicas de contagios, enfermedades que no se adquirirían fuera de ellos).
 
Aplicado a nuestro campo, el educativo, esto vendría a significar que la evaluación educativa, entendida como oportunidad para aprender de y con ella, a causa de la posición patológica del triángulo del poder, en donde el poderoso evaluador está en el vértice del triángulo, el alumno y la verdad en su base, se convierte en una ocasión para el abuso de poder, la prepotencia, la irracionalidad, la insolidaridad, la trampa, el egoísmo más miope y la hipocresía que toda dependencia genera.
 
Los estudiantes que comparten tal ideología pueden adaptarse a las exigencias del sistema educativo, pero para otros, el tránsito por la escuela estará plagado de “irrelevancias” o de reglas de juego que no comprenden. Probablemente no obtengan éxito en las pruebas o exámenes –instrumentos únicos de evaluación-, y reaccionen ante su “fracaso” de diversas maneras, simplemente aceptando su condición de “reprobados”, revirtiendo el significado de “ser un reprobado” y asignándole connotación positiva, o intentando una y otra vez incluirse en un nosotros que los excluye renunciando a su propia identidad.
 
Como se deduce de lo anterior, no es posible tratar a la evaluación técnicamente en la educación, sino que requiere una reflexión de fondo; y sólo después se estará en condiciones de promover una plataforma de debate y transformación respecto a la patología que afecta a la práctica de la evaluación educativa. Para lo que es conveniente clarificar de qué estamos hablando cuando hablamos de algo, de lo contrario el lenguaje servirá para confundirnos 4 y ello impedirá abrir caminos alternativos que nos conduzcan a aclarar y mejorar el campo de controversias en cuestión.
 
Estamos, pues, frente a “un viejo tema en un debate nuevo” como ha escrito al respecto Edith Litwin. Se trata de un campo de estudio y de intervención que es necesario contextualizar en el marco de las políticas educativas y analizar en todas sus aristas, niveles y dimensiones de análisis intervinientes. De no hacerlo, se corre el riesgo de quedar atrapados en una antinomia tramposa: detestar la evaluación y adoptar una actitud de mera denuncia, o confiar en ella a ciegas, aplicándola como una receta.
 
En este sentido, si se desea conceptualizar más específicamente a la evaluación no se puede soslayar las implicaciones éticas e ideológicas que esta práctica trae implícita.
 
Por una parte, es preciso señalar que comparte un campo semántico que tiene que ver con cuestiones que remiten a actividades de comparar, constatar, clasificar, medir, cifrar, examinar, etc.; pero que por otra parte no puede confundirse con ellas; se diferencia porque aquéllas son actividades que desempeñan un papel instrumental y de ellas no se aprende; la evaluación las trasciende.
 
Justo donde ellas no alcanzan, tiene lugar la evaluación formativa, porque para que dicha práctica se dé, es necesario, la presencia de sujetos. La evaluación educativa formativa adquiere sentido y legitimidad, en la medida que está al servicio de los procesos educativos de enseñar y aprender, puesto que se integra plenamente en la práctica educativa y se debería orientar fundamentalmente a la mejora de la educación a favor de los actores involucrados en dicha práctica, fundamentalmente el alumno y el docente.
 
En el debate didáctico contemporáneo la relación entre enseñanza y aprendizaje también se ha problematizado y se reconocen hoy como procesos diferenciados aunque interrelacionados, ya que tienen una relación ontológica, aunque no causal, porque los fines no se pueden anticipar, sino que se construyen cooperativamente, en los contextos de práctica y entre todos los implicados. Al igual que Contreras5 entenderé a la enseñanza como un proceso de búsqueda y construcción cooperativa, por lo que no es algo que se le hace a alguien, sino que se hace con alguien, consecuentemente la evaluación se debe deslastrar del tradicional carácter instrumental y de su ampulosa centralidad respecto al aprender y enseñar, ya que en lugar de perfeccionar dichos procesos los empobrece.
 
En síntesis, pienso a la evaluación como parte esencial del proceso de enseñar y aprender; es la coyuntura para guiar toda la acción educativa. Desde aquí se la concibe como una responsabilidad pedagógica, ética y social, y no como una mera tarea técnica de control, selección y promoción. Su carácter continuo, procesual, contextual y estratégico en el proceso educativo, es especialmente necesario para ayudar al alumno a comprender el proceso de aprendizaje en el que está involucrado junto al docente, que le brinda el auxilio y apoyo, no sólo para que aprenda, sino para que aprenda a aprender mejor. A la vez, que al docente le ofrece información respecto a la calidad de su propuesta de enseñanza.
 
Tal como lo he anticipado anteriormente nuestro sistema educativo, lo sabemos todos, arrastra en las innovaciones educativas vigentes un viejo problema, que es la contradicción entre la prédica y la acción, en la actualidad el discurso constructivista está centrado en procesos cognitivos de alto nivel, mientras que la evaluación se orienta a medir la memorización de contenidos.
 
Mientras se registran algunos progresos en las estrategias didácticas que operacionalizan los conceptos anteriores, las prácticas de evaluación han sido más difíciles de cambiar, se sigue rigiendo por el paradigma positivista, donde la educación se entiende como la modificación de los patrones de conducta de los individuos, dicha conducta es observable y los resultados son tan medibles como moldeables por reforzamientos.
 
Ésta es una concepción antropológica y psicológica netamente conductista que priva la concepción de persona, busca crear, según esta concepción una sociedad homogénea e igualitaria, buscando la superación de la marginalidad social. Dentro de este contexto el individuo es tomado como un ser abstracto, ahistórico, apolítico, donde todas las producciones racionales que se captan, forman parte de un sistema de reglas que le son ajenas y mediante la práctica las va asimilando y adquiriendo como propias.
 
Este sujeto está completamente adaptado y, lo que es más grave, desfigurado totalmente de su condición humana. Plantea que su conciencia es algo especializado, vacío, que "va siendo llenado por pedazos de mundos digeridos por otro", con cuyos residuos pretende crear contenidos de conciencia.
 
En mi práctica docente, como seguramente en la de muchos de ustedes por no decir todos, se advierte una notable recurrencia en la terminología que utilizan los alumnos al referirse a la instancia del examen o de las asignaturas que cursan, revelando de una manera alarmante, que lo importante es aprobar y no aprender; se preguntan entre sí: ¿qué vas a dar? o ¿de qué te libraste?, ¿qué materia vas a sacarte de encima, primero?. Nunca se refieren a cuestiones relativas al saber, al deseo de saber, al disfrute del aprendizaje, todo ello se desvanece bajo la presión del resultado, porque muy pocas veces se preguntan ¿has disfrutado aprendiendo?, ¿has aprendido cosas relevantes?, ¿tienes ganas de seguir aprendiendo?6
 
Una de las problemáticas que deberíamos replantearnos como docentes en el transcurso de nuestra práctica ante tal paradoja, sería, si la finalidad de la enseñanza es que nuestros alumnos aprendan, ¿qué estamos haciendo con la evaluación?, ¿qué se enseña para que aprueben?, ¿podremos motivarlos, sólo apelando a la enseñanza de nuestra materia?, ¿qué rol juega la evaluación en nuestras prácticas educativas?, para salvar la inmensa diferencia que existe entre estudiar para saber y estudiar para mostrar que se sabe en una evaluación.
 
La evaluación es para este paradigma solo un acto de medición, esto es una comparación de logros y resultados, con los objetivos determinados a priori por el profesor, que guía el acto educativo, es decir, comparar entre los esperado y logrado; el referente es una unidad de medida, que no toma en cuenta todas las potencialidades que el sujeto pueda ir desarrollando en su propio proceso de aprendizaje, y por medio de la misma evaluación. Tal comparación no es ingenua, sino perversa, en el fondo tiende a favorecer a las instituciones y a las personas más beneficiadas. De esa forma, la evaluación se convierte en un recurso útil para perpetuar y acentuar las diferencias e injusticias.
 
El protagonista de la realización de la evaluación es siempre el profesor, es sujeto de evaluación siendo externo al alumno, que es el único objeto a juzgar, sin darle importancia a sus perspectivas, condiciones contextualmente económicas y socio- culturales. El docente es un investigador que se limita a verificar sus hipótesis. Y la evaluación aparece externa y selectivamente, como poder y control del sujeto, que como ya dije es considerado como un mero objeto.
 
Mas allá de todos los progresos, la evaluación sigue estando al favor de la reproducción, desaprovechando la oportunidad para aprender, la reprobación es una forma de castigo inevitable, aunque desde otra concepción, ésta también podría llegar a ser una manera de aprender y mejorar, porque no se trata de plantear una evaluación a "la ligera" sino que su planificación exige todo un trabajo previo, buscando que en su misma realización, se produzca un intercambio y un crecimiento integral, debería estar íntimamente relacionada al aprendizaje y a la enseñanza para que no se produzca un divorcio, esto es, para que no se vean concentrados los esfuerzos solamente en función de la prueba.
 
No contempla, en cambio, los problemas implícitos, solo se hace hincapié en la obligación de aprender información para reproducirla y así obtener "buenos" resultados o "buenas" notas.
 
El examen como método de evaluación concebido de esta forma, presenta al educador como el interpelante, muchas veces pareciéndose a un juez, donde el que tiene el poder y el saber indiscutible y "coherente", alejándose así de la visión del acto educativo como proceso de enseñanza y aprendizaje, y del momento de la evaluación como situación reflexiva de aportes mutuos.
 
“La preocupación por los resultados priva a la evaluación de la mayor parte de su poder transformador. No aprenden de ella ni el sistema, ni los profesores, ni los estudiantes. Stufflembeam y Shinkfield (1987) dicen, que el propósito más importante de la evaluación no es demostrar, sino perfeccionar, pero si solo se está atento a los resultados cabe preguntarse, ¿de dónde puede surgir la comprensión para el perfeccionamiento?”7
 
Estoy convencida que resolver la paradoja de la evaluación, solamente será posible mediante un cambio de paradigma, lo que implica asumir la renuncia del tradicional presupuesto, “yo te evalúo a ti y nadie a mí” por “nosotros al nosotros”; este cambio de perspectiva genera en las personas que son evaluadas, la liberación de una sensación de amenaza, rechazo y en quienes evalúan la necesidad de dejar disfrazar esta práctica en un acto de observación y conversación para desprenderse de la impronta controladora.
 
Es elemental desocultar las pautas de conocimiento y las condiciones sociales que influyen en nuestra práctica evaluadora.
 
La concepción de “la evaluación desde el interés de la racionalidad práctica y crítica, se caracteriza por la búsqueda del entendimiento, la participación y emancipación de los sujetos. En la educación no puede darse la evaluación sin el sujeto evaluado, ya que debe entenderse como actividad crítica de aprendizaje que forme intelectual y humanamente a los protagonistas involucrados en dicha práctica”.8
 
Por lo que la línea teórica personalista, se convierte en uno de los supuestos fundamentales para resignificar la evaluación, con el cometido de clarificar a quién, para qué y cómo evaluar a fin de ser más lúcidos en nuestros juicios y más pertinentes en nuestras acciones9. Puesto que habitualmente nos basamos en un malentendido, evaluamos solamente resultados, mientras que lo que se propone educar son personas, es decir, sujetos libres.
 
Aunque parezca un desvío, no es así, como docentes tenemos bajo nuestra responsabilidad la formación integral de un grupo de personas, por lo que no es caprichoso sostener la necesidad de que tengamos una buena formación integral.
 
Así, enseñar, debe ser tomado como un proceso a través del cual podamos crecer, desarrollarnos y cooperar para que otros lo hagan. Cuando en lugar de esto, lo que hace la docencia, concebida desde el pensamiento positivista, es encerrarnos en ella misma, provocando un estancamiento o retroceso humano, entonces lo que ha ocurrido es que no hemos podido manejar la parte esencial que ocupa, su función, su relevante trascendencia.
 
Adhiero a la concepción del rol docente, como investigador, por ser parte de un proceso reflexivo que no detecta, sino que cuestiona e intenta librarse de los impedimentos que no hacen posible el logro de los fines, no en soledad, sino con otro, que es una persona a la que tengo que convocar mediante un diálogo fecundo, para encontrarnos y comprometernos en un proyecto común, educarnos.
 
Ya que debemos aspirar a llamar a la inteligencia y la libre voluntad del hombre para que sea él, todo cuanto pueda ser, pero sin imposiciones arbitrarias.
 
Además creo que la actividad autoestructurante del alumno es un factor fundamental, pero el sólo no es determinante del aprendizaje. El profesor no ocupa, un lugar secundario en el proceso de construcción del conocimiento, ya que los procesos de enseñanza y aprendizaje son, en esencia, procesos interactivos con tres direcciones:
 
I) El alumno que está llevando a cabo un aprendizaje;
II) El objeto u objetos de conocimiento que constituye/n el contenido del aprendizaje;
III) el profesor que actúa, es decir, que enseña con el fin de favorecer el aprendizaje de los alumnos, en el marco de la comunicación educativa.
 
Es una actividad articulada y conjunta del alumno y del profesor en torno a la realización de las tareas educativas, la actividad autoestructurante del alumno se genera, toma cuerpo y discurre, no como una actividad individual, sino como parte integrante de una actividad interpersonal que la incluye.
 
"La evaluación no es ni puede ser un apéndice de la enseñanza ni del aprendizaje; es parte de la enseñanza y del aprendizaje. En la medida en que un sujeto aprende, simultáneamente evalúa, discrimina, valora, crítica opina, razona, fundamenta, decide, enjuicia, opta entre lo que considera que tiene un valor en sí y aquello que carece de él. Esta actitud evaluadora, que se aprende, es parte del proceso educativo que, como tal, es continuamente formativo."10
 
Por último, creo que el desafío como docentes ante la paradoja planteada y muchas otras, es trabajar por la promoción de lo humano, conscientes de que seguramente el proceso no será tal como lo anticipábamos o deseábamos, porque si no, nos estaría embargando de lo que Meirieu llama la obsesión de domar o seducir al alumno, cueste lo que cueste, incluso violentando su libertad.


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Graciela García Carranza

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