Hoy gozamos de una libertad civil sin
precedentes. Podemos elegir la profesión que queramos, vivir en el país que
escojamos y en términos generales, creer en lo que queramos, ya sea que se
trate de religión o de política. Podemos tener hijos o no, hacer familia o no,
vivir solos o no.
Con recursos económicos suficientes
para llevar un nivel de vida digno, somos libres de elegir la vida que
queremos.
Pero hay otro tipo de libertad, la PSICOLÓGICA,
que mucho se nos escapa.
Hoy nos sentimos oprimidos por nuestras
ansiedades, por los deseos insatisfechos, por las dependencias al alcohol,
drogas, comida, relaciones, medicamentos y un tenebroso etcétera.
Cuesta mucho trabajo encontrar la
capacidad para autorregularnos y para tomar decisiones en un mundo lleno de
alternativas y novedades.
El ejercicio de la libertad es una conquista,
un aprendizaje.
Nos gusta pensar que somos libres,
que todo depende de nosotros, que elegimos de manera autónoma. Pero aunque es
lindo creerse libre, es mejor ser realista y entender todas las fuerzas que
operan dentro y fuera de nosotros cuando tomamos una decisión y elegimos un
camino renunciando a otro.
Por ejemplo, la psicología evolutiva
nos dice que nuestra mente es mucho menos uniforme de lo que pensamos y que en
realidad la mente es un conjunto de rutinas
adaptativas para resolver problemas específicos.
No hay tal cosa como el personaje
mente, por tanto, es mucho más difícil de conocer.
La mente tampoco es transparente. Ya
Freud nos dijo que parte de lo que pasa en ella está oculto para
nosotros.
Hay algunos experimentos desoladores
que han probado que tenemos una tendencia a obedecer órdenes,
independientemente de si son inmorales o no (Milgrams 1963). También que la
presión social nos vuelve cobardes y que nuestras acciones y creencias (e
incluso nuestra percepción) se ven modificadas con tal de encajar con el grupo.
Y lo hacemos por miedo al rechazo, a la discriminación y a equivocarnos.
Hoy sabemos también que tenemos una
resistencia cognoscitiva a aceptar aquello que contradiga nuestras verdades.
No somos naturalmente amantes de la
ciencia. Buscamos evidencias que apoyen nuestras creencias y descartamos
aquellas que las contradicen.
Dice el gran Robert Wright que
nuestro cerebro es una máquina
para ganar discusiones, que busca la victoria, no la verdad.
Estas son algunas de las fuerzas
internas y externas que nos quitan la libertad para elegir.
- Lo primero es ser concientes de ellas.
- Lo segundo, desactivarlas.
La presión social es algo que solo
podemos manejar en lo individual. Generalmente no es importante lo que se
perdería si nos oponemos a la mayoría, así que la sensación de atrapamiento y
de miedo al rechazo, es una exageración casi delirante.
Nuestra tendencia a desear más y
a sentirnos insatisfechos con nuestros logros, puede ser matizada si
somos capaces de hacer altos en el camino, para agradecer todas las cosas
buenas que hemos logrado. Solo si somos capaces de bajar el ritmo frenético del
vivir seremos capaces de apreciar el azul del cielo, la delicia de comerse un
mango o de oler unas flores. Cultivar la gratitud es otro antídoto frente
a lo efímero del placer. Si somos agradecidos con quien nos ama, quizá nos sintamos
menos ansiosos en la búsqueda de novedad.
Y, abandonar nuestra absurda
necesidad de tener la razón, podría ayudarnos a transitar más amablemente por
este mundo. Muchos conflictos y confrontaciones son totalmente innecesarias y
solo desgastan las relaciones. Quizá sea mejor amar a los otros y no a nuestras
certezas, falibles y temporales.
No se nace con la capacidad de elegir
libremente. Se cultiva.
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