FASE X |
Comunicación Educativa 3ero B Español y Literatura CEUJA
viernes, 25 de noviembre de 2016
jueves, 24 de noviembre de 2016
lunes, 28 de abril de 2014
LA MUÑECA REINA Por Carlos Fuentes (Marcela Solís)
La Muñeca
Reina
Carlos Fuentes
I
Vine
porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La
encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de
la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no
hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en
las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el
filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas
cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que
cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la
decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos
conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y
relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían
la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles,
una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las
mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así
como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una
hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la
familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre
las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz
de Amilamia: Amilamia no
olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Y
detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin
duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación
prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas
leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a
dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos
correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el
día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos?
Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no
escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se
detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría
acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado
por hacerme cosquillas en la oreja con los villanos de un amargón que la niña
soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó
mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo
con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta
que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de
expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los
niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la
presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de
su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste,
parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de
imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de
sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad
se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo
recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un
punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado
llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes
y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera
loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas
apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos
entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto.
Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me
acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos
de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra
parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su
delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas.
Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca
verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa
leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas.
Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar
sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese
vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y
los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de
mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados;
sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el
mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas
de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los
barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las
cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá
de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de
pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada.
Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera
de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque
mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso
y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado.
Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo
para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el
mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces
no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra
me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en
secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad
salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas
en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi
compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de
allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí
que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su
nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una
flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos
habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo
en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para
seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos
rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos
juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y
sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi
cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró,
acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego
Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir
palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o
guardarla en las páginas del libro. Las
tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado
de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de
vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato.
Nunca la volví a ver.
II
Y
ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y
por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la
alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto
boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera
dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y
muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un
pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y
descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que
me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde,
nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina...
¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía
durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos?
Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se
empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el
bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de
avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-,
abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse
en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como
por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante,
anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios,
imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad
febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el
iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y
al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y
sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los
catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a
los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un
ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de
acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo
o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron
mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y
gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas
enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos
oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el
martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del
barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de
las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz,
de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus
calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a
sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos.
Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que,
si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá
olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La
casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los
batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que
debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua,
el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme
de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer
quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad
prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no
es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los
nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto
el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en
casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque
ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la
tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo
importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo
a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración
ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso,
acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones
resquebrajados del zaguán.
-Buenas
tardes. ¿Podría decirme...?
Al
escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de
nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga!
¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No
obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del
portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia
pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en
esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo
me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo,
aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil
que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más
que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre
helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser
la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa
tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese
pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel
que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En el
Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor
R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es
Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha
preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme
calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo
del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol
brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de
regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si
Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo
rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos
durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en
cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña
de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una
hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se
vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba
al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el
timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado.
Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en
un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el
pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o
pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía
el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi
cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi
papel.
-¿Valdivia?
-La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí.
El dueño de la casa.
Una
cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah
sí. El dueño de la casa.
-¿Me
permite?...
Creo
que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le
cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un
gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay
una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los
azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la
señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por
aquí?
La
señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una
camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos
rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y
decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita.
Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los
batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen
en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo
sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los
escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a
tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi
lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El
señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La
señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La
manda saludar y...
Me
detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La
revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y
me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis
ojos buscan rápidamente.
-...Debe
hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace
desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí;
ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo
hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un
instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta
vez me contesta.
-...¿por
lo menos quince años, no es cierto...?
No
afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de
pintura...
-...¿usted,
su marido y...?
Me
mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe.
Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo
inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces,
regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La
señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista
de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La
escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un
cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso
y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los
dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario
de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se
incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora
y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre
la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la
mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni
siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra
ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos
este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo
hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una
corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro
inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente
que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No
podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir
la superficie total.
La
señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del
comedor.
-¿Para
qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y
esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los
primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en
defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No
sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y
no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted
seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el
regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes
de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son
inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y
sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los
números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor
de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al
llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas
algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia
y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la
certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la
verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle
no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y
habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para
convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las
memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré
las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la
respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los
inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a
mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en
los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero
se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me
acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su
huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia
donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no
tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los
labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y
veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de
bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que
llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo
largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro
mi libro de notas.
-Continuemos,
señora.
Al
darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla
Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de
espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos
párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de
tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal
afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y
las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda,
azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de
caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil
(como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta
de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del
zaguán.
Ridículamente,
murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio,
Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica
un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida.
La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa
carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo
se alarga y me detiene.
-Valdivia
murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en
las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado
por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros
de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo,
fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí:
nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo
por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de
levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja
por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido
seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi
invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que
apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena
de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la
intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no
tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han
faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a
acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir
excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco.
Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos,
el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de
cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de
los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted
la conoció?
Ese
pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis
ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos
años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido,
resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos
ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre
solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella
seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y
consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí,
jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué
edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría
siete años. Sí, no más de siete.
La
voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo
era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro
los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas
que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por
la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una
colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y
me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la
música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los
olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando,
vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen
tendido en la azotea...
Toman
mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo
era, señor?
-Tenía
los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la
sombra de los árboles...
Me
conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la
cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos,
por favor...
-El
aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas
plateadas por un llanto alegre...
No
abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro
manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo
era, cómo era?
-Se
sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto
para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los
goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma
asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un
cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un
cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella
muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo
que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea
primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por
esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi
encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una
piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo
de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas
incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de
cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la
vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las
flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los
globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de
madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas
despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule
perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas,
los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el
triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas,
abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano,
el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de
papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes,
pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los
elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro
plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco,
ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con
tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados,
pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan
saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el
puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar.
Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre,
estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber,
limpio, dócil.
Los
viejos se han hincado, sollozando.
Yo
alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento
el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos
de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y
me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto
los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la
muñeca.
Y la
náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste
del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano
de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz
apagada:
-No
vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco
la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo,
hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al
patio, a la calle.
V
Si no
un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha
dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca
helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no
contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura
adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la
vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi
verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo
a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos
del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su
terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al
recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de
todo, aceptarían este regalo.
Me
pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y
ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me
acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones
aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de
bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones
de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco
el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y
espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto
las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al
contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué
quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre
la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla
y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en
una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de
coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa
del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el
cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los
hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la
permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero
también anhelante, ahora miedoso.
-No,
Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y
desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez
más cerca:
-¿Dónde
estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del
demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y el
agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y
las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de
historietas
Fin
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Amilamia,
Amilamia no olvida a su amijito y me buscas aquí como te lo divujo,
Mandil a cuadros,
Marcela Solís Espinoza,
Muñeca Reina,
Valdivia
EL NIÑO QUE ENLOQUECIÓ DE AMOR por Eduardo Barrios (Marcela Solís)
¡Pobre
feo!
Papá y
mamá
Segunda edición
ilustrada por Jorge Délano
Impresa por
Heraclio Fernández
Santiago de Chile
MCMXV
EL NIÑO QUE ENLOQUECIÓ
DE AMOR
(Cuento)
Eduardo Barrios
¿Habéis oído cantar un pájaro en la
noche?
Suele ocurrir que un rayo de luna, un
rayo levemente dorado,
derramándose, derramándole por entre
el misterio del follaje, alcanza la rama
donde se acurruca el avecita dormida,
y la despierta. No es el alba, como imagina
el ave. Pero... ella canta.
Luego, si el avecilla es lo que se
llama un equilibrado y fuerte pajarito,
descubre su engaño, hunde otra vez el
pico en la tibieza de las plumas y se vuelve
a dormir.
No obstante, avecitas hay, inquietas y
frágiles, para quienes el rayo de
luna tiene un poder de sortilegio. Y
tras de cantar, saltan aturdidas y vuelan... Sólo
que, como no es el día el que llegó,
se pierden pronto en la obscuridad, o se
ahogan en un lago iluminado por el
pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra
las espinas del mismo rosal florido
que, horas después, pudo escucharles sus
mejores trinos y encender sus más
delirantes alegrías.
¿Cuál es el rayo venenoso que
despierta algunas almas en la noche, les
roba el amanecer y las ahoga en una
existencia de tinieblas?
Voy a revelaros el secreto de un niño
que enloqueció de amor.
Fuera de mí, nadie —ni su madre, hoy
convertida en su esclava— poseyó
nunca el secreto de la locura de ese niño.
No os contaré todavía cómo cayó en mis
manos este cuaderno doloroso e
ingenuo. Os diré tan sólo que ahora lo publico
porque ello no puede ya herir a nadie.
Respeté muchos años el secreto de aquel
niño, de aquel pájaro que cantó en la
noche y no tuvo mañana. Me lo entregó la
casualidad, y lo he guardado
respetuoso, con el respeto que merece un niño
sentimental y entristecido, una
víctima del rayo venenoso que ilumina los corazones
antes de tiempo y los lanza en ese
vórtice llameante y obscuro, dulce y terrible del
Amor.
Hoy ha comido aquí otra vez don Carlos
Romeral. Es el hombre más
inteligente que conozco. Como que
cuando él habla, todos le escuchan y le
encuentran razón. Yo, sobre todo, le
encuentro razón siempre. Dice cosas que uno
siente. No se habrá fijado uno mucho
en esas cosas, pero las ha sentido y son la
pura verdad. Esta noche me ha dicho
que a la oración, junto con las golondrinas,
pasan volando las campanadas de la
iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después
me ha dicho: «Eso quiere decir que los
niños, como las golondrinas, deben
prepararse a esa hora para dormir»...
lo cual ya no me parece nada. ¡Si él
supiese—digo yo—cuánto me cuesta
dormir a mí!
También habló en la mesa de un diario
que él lleva de su vida. Después de
comer, me ha hecho muchos cariños y yo
le he preguntado qué era eso del diario.
«Un cuaderno—me ha explicado—en donde
algunas personas escriben todos los
días lo que les pasa, porque a veces
no se pueden conversar con nadie ciertas
cosas.» Yo le dije que era cierto y
que precisamente esas cosas eran las más
importantes, las que más se deseaban
hablar y que no se podían sin embargo,
como él decía, conversar con nadie. Él
me ha mirado entonces mucho rato,
pensativo, y me ha hecho muchas
preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró
una vergüenza... Y casi se me saltan
las lágrimas, como si hubiera hecho algo
malo, y me fui.
Cuando pasó un rato, lo estuve mirando
desde el corredor. Estaba en la
misma postura, solo en la salita, muy
pensativo y fumando...
Me quiere mucho, más que mi mamá, se
me ocurre a mí. Viene pocas
veces, pero yo pienso todos los días
en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde
ahora voy a llevar como él un diario
en este cuaderno, bien escondido bajo la
alfombra, para decir todo lo de
Angélica...
Ha venido Angélica esta tarde y he
vuelto a perder tontamente más de
media hora de estar con ella. ¡Que
siempre me pase lo mismo!... Tanto como deseo
verla, y oírla, y tocarla, y sentirla
bien cerquita de mí, y luego pierdo así el
tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por
qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que
ha llegado de visita, me confundo
todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento
como si me dieran un golpazo en el
pecho, y se me sube primero toda la sangre a
la cara, y después se me aflojan las
piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a
tiritar y, en lugar de correr a verla,
me voy al fondo de la casa, corriendo, sin
poderme contener. ¿A qué me voy?, eso
digo yo. Me voy a esperar... no sé a qué. Y
es que me da miedo y no me atrevo a
ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente,
me lo van a conocer... o que me va a
dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta
que poco a poco me voy acercando,
acercando, y con un miedo... Me cuesta
muchísimo llegar al salón, así, como
por casualidad. Y es, también, que como ella
me quiere tanto, en cuanto me ve me
llama y me besa y me abraza. Si sólo me
besara, no sería nada, no me haría
tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso
sí que no lo puedo sufrir. No sé, no
está en mí: todo es que la sienta apretada
contra mí, y ya me entra una
desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas
de llorar a gritos. Yo la apretaría,
¡claro!, con todas mis fuerzas, y le diría todo lo
que sufro por ella, y que la adoro, y
mil cosas. Sin embargo, en esos momentos me
desespero y sólo atino a salir
corriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui;
tampoco pude soportar. Después no
sabía cómo volver. Menos mal, que ella me
llamó. Me hizo sentarme en el sofá, a
su lado, y ahí me estuve toda la visita,
mirándola, oyéndola conversar con mi
mamá y sintiendo su olorcito especial... A
veces, cuando estoy así, junto a ella,
bien calladito, me dan deseos de estar
enfermo para que hable de mí y de
nadie más, y me haga cariños... No es que no
haya estado contento esta tarde; pero
es que también me he puesto triste...
Siempre me pongo triste. Yo digo que
me da esa pena de ver cómo la quiero yo,
mientras ella me quiere como a un
niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a querer?
¡Qué desgracia, Dios mío, qué
desgracia! ¿Qué podría yo hacer?...
Tengo mucha pena y quisiera tener más.
Por la tarde vino Angélica y le
pidió a mi mamá que me dejara
acompañarla a las tiendas, y en la calle se nos
juntó un joven que ni me miró y no
hizo sino hablar con ella. A ninguna tienda
entramos; anduvimos por muchas calles
y a mí me echaban por delante cuando no
había gente. Yo quería mirar para
atrás, pero no me atrevía. Después se despidió él
y nos hemos vuelto muy ligero. Ella
estaba muy contenta. Mientras más ligero
andábamos, más triste me ponía yo,
hasta que, ya en la esquina da casa, se me
cayeron las lágrimas, y cuando ella me
ha visto llorar se ha llevado un susto y me
ha preguntado por qué lloraba. Yo le
he contestado que porque ese antipático se
nos juntó en la calle, y entonces ella
ha soltado la risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo
tan rico!»—y me ha preguntado si yo
quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he
quedado mudo. ¿Qué iba a decir? Y ella
se ha puesto seria un rato y luego me ha
hecho cariños. Pero siempre tengo
pena... y quisiera tener más...
… y el tiempo va pasando y yo me voy
poniendo peor. Me acuesto
temprano y me hago el dormido
inmediatamente para que me apaguen pronto la
luz y me dejen solo y poder llorar,
porque es tan bueno llorar cuando uno está así…
¡Con qué gusto se llora! Yo tengo que
morder las sábanas para que mis hermanos
no me oigan. Pero no se puede llorar
mucho rato, ¿por qué será? Se va uno
calmando sin querer y se le pone a uno
el pecho muy fresco y, aunque quiera
seguir llorando, no puede. Yo digo que
no debía ser así, porque uno se queda con la
pena. Yo, entonces, pienso en ella, en
muchas cosas de ella y mías. Anoche me
acordé de cuando vino por primera vez
a casa. Se había puesto un vestido
solferino, y se le reflejaba el color
en la cara, y en los ojos se le veían también dos
puntitos solferinos. ¡Estaba muy
linda, pero muy, muy linda! ¡Cada día es más
linda!... Esos ojos... como
nuevecitos, flamantes, que pestañean de un modo tan
raro, tan bonito: muy rápido,
alegrándolo a uno; y el pelo se le riza y en las puntas
se le va poniendo rubiecito... Yo la
miraba, la miraba, ese día, y si ella me llegaba a
mirar a mí, yo tenía que quitarle la
vista porque me entraba una cosa muy extraña.
Pero entonces sentía yo en la cara su
mirada, como una cosa tibia que me dejaba
sin fuerzas para moverme, ¡Por Dios, qué
terrible! Mi mamá parece que lo notó,
porque le dijo: —Este chiquillo se ha
enamorado de ti, Angélica. No te despega la
vista.— Mi mamá lo dijo riéndose, sin
intención, pero yo, desde entonces, ya no
pensé sino en ella, en Angélica digo,
y en lo que dijo mi mamá y… hasta hoy.
Ah, y otro día me preguntó ella si la
quería y yo le contesté que más que a
nadie en el mundo. ¡Qué bárbaro! Pero
no me pude contener, se me escapó.
Entonces me miró mi mamá y yo me tuve
que corregir y decirle que después de mi
mamá y de mi abuela y de mis hermanos.
Pero no es cierto, ¡la quiero más que a
todos! ¡Más que a todos, más que a
todos! ¡Ay, qué gusto me da tener este
cuaderno para decirlo!
Me llaman para acostarme y no he
alcanzado a hacer mis tareas del
colegio. Me disculparé con que me
dolía la cabeza, y me lo creerán, porque todo el
día me ha dolido la cabeza y en el
colegio lo han sabido... Y por último, aunque me
castiguen. Yo tengo que escribir este
diario porque no puedo conversar con nadie
estas cosas, porque ¿a quién se las
voy a decir, si a decírselas a ella no me atrevo y
si mis hermanos son todos tan
brutos?...
Mis hermanos no me quieren. Nunca me
convidan a jugar porque dicen que
no sé. Y tienen razón; yo no entiendo
bien ningún juego, y es que no me gustan; y
además no me divierten los otros
chiquillos porque he visto que todos son muy
distintos a mí. Ellos se olvidan de
sus personas y de todas las cosas y pueden jugar
a sus anchas, mientras que yo no me
puedo olvidar de mí ni de nada, así es que
nunca llego a fijarme bien en los
juegos y siempre pierdo y hago perder a los de mi
partido. Por eso dice mi abuela que
soy una pobre criatura, que estoy flaco y
paliducho, que tengo las piernas como
palillos y que me tiene lástima. Más le tengo
yo a ella, que tiene las manos llenas
de venas y la cara color tierra seca y los labios
blancos y los dientes amarillos, y que
ni siquiera sabe tocar el piano como mi
mamá, y no hace sino pelear con los
sirvientes. En cambio, yo haría muchas cosas
si fuera grande. Y si soy tristón,
como ella dice, ¿qué le importa a nadie? Además,
yo siempre he sido así; lo que sí que
antes no tenía pena sino cuando hacía
tristeza, en esos días raros, y ahora
más que antes, pero es por Angélica, y es una
tristeza que a mí me gusta. ¿Cuándo
volverá Angélica? ¡Mi Angélica de mi alma!...
Yo creía que iba a poder escribir en
este cuaderno todos los cariños que le digo con
mi pensamiento; pero ahora veo que
aunque nadie vea lo que escribo, siempre me
da una vergüenza muy grande escribir
esas palabras que le digo sin hablar o a su
retrato. Anoche me robé su retrato del
salón, antes de acostarme, y me lo llevé a la
cama y lo estuve besando mucho y le
dije todas esas cosas que me da vergüenza
poner aquí. Yo quería guardármelo para
tenerlo siempre en mi cuaderno; pero de
repente me entró mucho miedo de que me
pillaran y no me pude quedar tranquilo,
hasta que me levanté en camisa y lo
puse otra vez en el álbum. ¡Claro!, me
hubieran descubierto, porque en cuanto
hubiesen preguntado, ye me habría puesto
nervioso y me lo habrían conocido en
la cara.
Mañana domingo puede que la vea en
misa, y si no, le voy a decir a mi
mamá que nos mande a la casa de mis
primos. Allá va Angélica los domingos por la
tarde, muchas veces, y yo me puedo
pasar la tarde con ella en el balcón, y con mi
tía Carmencita, que me quiere mucho
porque dice que yo soy muy afectuoso. Ella sí
que es buena y muy bonita, y tiene las
manos gorditas y suaves, y sabe contar
cuentos con una voz bien suavecita y
bien tranquila...
No fue a San Francisco sino a la
Catedral, para pasearse en la plaza
después de la misa, dijo; pero en la
tarde sí la vi. No estuvo más que de pasadita
en la casa de mis primos y cuando ya
iba anocheciendo. Yo estaba con mi tía
Carmencita en el balcón, y me había
quedado mirando cómo titilaban los focos de
la calle para encenderse y cómo se
ponía entonces descolorido el cielo, cuando ¡ella
que se nos aparece en la acera! ¿Cómo
no la vi llegar?, digo yo. No quiso subir
porque se le había pasado la hora y
también porque a la Raquelita, que andaba con
ella, le molestaban los zapatos
nuevos; pero entonces mi tía y yo bajamos y nos
estuvimos paseando todos desde la
puerta hasta la esquina. Venía tan contenta,
que nos contagió, y después se puso a
hablar en secreto con mi tía, y entonces las
dos se reían y miraban lejos, hacía el
lado por donde Angélica había llegado, pero
con disimulo, porque yo no me pude dar
cuenta de lo que buscaban con la vista.
¿Qué sería? Es lo malo que tiene, y
eso que nadie sería más reservado con sus
secretos que yo. Pero pasa siempre
así, que nadie adivina nunca quiénes son las
personas que quisieran servirle a uno
para todo y están cerca de uno y no se lo
dicen sólo porque no se atreven. Yo
digo que se debía adivinar; lo que es que había
de ser con seguridad, como me pasa a
mí con don Carlos. Estoy seguro de que él
quisiera que yo le contara todos mis
secretos, y a él sí se los confiaría yo si llegara
el caso. Angélica no adivina; pero, de
todas maneras, estoy contento: le dijo a mi
tía que yo era un encanto y habló
varias cosas buenas de mí y después me besó...y
yo también, y como me tuvo de la mano
todo el tiempo, me ha quedado el olor de
sus guantes. Estoy bien, bien feliz.
¿Por qué me quedaré tan contento cuando la
veo sólo un momentito y cuando paso
mucho rato con ella, no?...
...Me voy a acostar. Ojalá no golpeen
la pared en la casa de al lado. Les ha
dado ahora por golpear, y me asustan.
¿Qué harán? Es un fastidio. Tanto como
espero la hora de acostarme para estar
completamente solo, a obscuras, y poder
sentir bien esta especie de sed y de
felicidad, este ahogo tan dulce, este amor tan
grande, y suspirar, y llorar de gusto
hundiendo la cara en la almohada... y sin
embargo, tantos sustos que he de pasar
hasta ahí en mi cama. Y es que oigo una
porción de ruidos que me hacen saltar
el corazón. Cuando no es un mueble que
cruje, se cae un plato en la cocina, o
cierran una puerta, o golpean la maldita pared
de al lado. Yo no debía asustarme,
porque no hago nada malo, sino estar despierto,
y el pensamiento no me lo adivinarían;
pero me entra un miedo atroz y no lo puedo
remediar…
Ahora mi mamá me observa. He pasado
anoche un susto terrible. Mis
hermanos jugaban después de comer,
corriendo en el patio, y yo los miraba desde
el corredor, recostado en un pilar y
pensando en Angélica, cuando oí que mi mamá
le decía a mi abuela:—¿Estará
enfermo?— Y entonces se me puso en el acto que
estaban hablando de mí, y me quedé de
una pieza. No me atreví a mirarlas, pero
sentía que ellas me miraban a mí. Y
así era, de mí hablaban, porque mi mamá
volvió a decir:—Hace muchas noches que
no juega.— Y mi abuela le dijo que me
dejara, que si no sabía de sobra que
yo era así, apagado y tristón y no vivo como
mis hermanos; pero mi mamá me llamó.
Yo estaba como una estatua; ni voz tenía
del susto... La pura verdad, yo creo que
me estoy enfermando, porque ya es mucho
lo nervioso que me he puesto...
—Tienes muchas ojeras, hijito. ¿Por qué no corres
tú también un poco?—me preguntó mi
mamá, y yo le contestó que tenía sueño, y
ella me tocaba la frente, creyendo que
estaría con fiebre; pero yo le aseguré que no
tenía nada, y me puse a reír, a la
fuerza, eso sí, y porque sólo de pensar que,
creyéndome enfermo, me llevaran mi
cama al dormitorio de mi mamá, temblé. No
tuve más remedio que reírme, porque
perder mi soledad de la noche... ¡eso sí que
no! Mi abuela me encontró la frente
fresca. Mi abuela opina siempre antes de
examinar; así es que antes de haberme
tocado ya tenía resuelto hallarme fresco.
Algo bueno había de tener la pobre. Si
mi mamá tuviera ese carácter, yo sería muy
independiente y más feliz. Pero me
cuida demasiado. Porque me quiere será... y a
mí me gusta que me quiera... pero es
fastidioso que se fijen tanto en uno…
Lo más malo es que nadie me puede
defender, puesto que nadie sabe lo
que me martiriza este afán de mi mamá.
Desde que me encontró ojeroso, no tengo
más remedio que jugar todas las noches
con mis hermanos. Ya tengo adolorido el
cuerpo. ¿No es un martirio, esto? He
de saltar, y he de correr, y cantar, y
acalorarme más que ninguno. Y si al
menos me divirtiera… Pero no, porque mi
única preocupación mientras tanto es
ir fijándome en la cara feliz con que mi mamá
me observa. Y eso que mido mi tiempo:
cuando creo que ya es suficiente, me
acerco a ella, le hago notar cómo
transpiro, y que he corrido mucho, y que la
comida me ha bajado, y a veces hasta
le discuto haber traveseado más que todos.
Entonces ella me besa, contentísima,
la pobre, y yo respiro; ya me puedo ir a
acostar sin ese maldito miedo de
sentirla llegar a mi cama para ver si duermo bien.
Y esa as otra, porque por más que he
aprendido a fingir perfectamente que duermo
como un lirón, siempre me sobresalta
eso de que mi mamá vaya a verme dormir.
Le había dado por ir. A mí me da
rabia. ¡Pobre mamacita! Ella lo hace de buena que
es; pero ¿cómo no me ha de dar
rabia?... ¡Todo por ella, por mi Angélica! En estos
días, dice mi mamá, vamos a ir a su
casa de visita. Ya era tiempo…
Fuimos. Al fin le hicimos la visita a
Angélica. Pero he vuelto fastidiado.
Había varias personas más y el joven
del otro día, que la miraba tantísimo. Ella
estaba conmigo siempre; pero a donde
íbamos nosotros allá iba él. Se llama Jorge;
y es buenmozo; pero muy cargante, el
tipo. Ese modo de decir «señorita
Angélica». ¡Imbécil! A ella no le
gusta, creo yo. Y cómo le va a gustar, también, con
esa cabeza chica y esos ojos redondos
y ese bigote como escobilla de dientes... No,
no es feo... Pero no le gusta, porque
yo se lo pregunté y ella me dijo que no. ¿Y
para qué me iba a engañar?, vamos a
ver. Si no puede ser; y además, ni su familia
lo permitiría. Si creo que hasta tipo
es. Y por último, ¿no me dijo ella misma que no
le gustaba? ¿Para qué me preocupo,
entonces?...
Yo no sé lo que será; pero cada vez
que leo cuentos me quedo imaginando
muchas cosas y las veo muy claritas,
muy claritas, tal como si fuesen de veras, lo
que no me pasa cuando no leo. Hoy, por
ejemplo, estuve pensando en que ese
bruto, ese ridículo, ese tal Jorge,
estaba enamorado de Angélica; y yo quería
figurarme que ella lo echaba de su
casa y entonces él se suicidaba. Pues no me lo
podía imaginar bien claro, Después me
puse a leer y, a la mitad, sin saber cómo,
me encontré pensando otra vez en lo de
ese tonto pretencioso, y entonces sí que lo
vi todo muy bien. Primero, ella se le
reía en las barbas, con esa risa tan, tan bonita
que tiene, que suena como el agua
cuando sale de la botella fina de cristal del
comedor; en seguida se ponía furiosa y
lo insultaba mientras a mí se me
agarrotaba el pecho de gusto; y él se
iba entonces y, de repente, veíamos un grupo
de gente en la calle, con policía y
todo, y yo iba corriendo a mirar... y era que él se
había suicidado. Después me animaba yo
por fin a decirle todo lo que pienso, y ella
lloraba entonces lo mismo que yo, de
gusto, de esta dicha tan grande que sube de
aquí, de bien adentro, y revienta por
los ojos y hace llorar primero y después deja
más feliz todavía. Y luego me decía a
todo que sí, que nadie la quería como yo y
que ella me esperaría hasta cuando yo
fuera un joven grande. Y yo no veo por qué
no puede suceder así. Ella sería
siempre mucho mayor que yo, ¡claro! Pero ¿no hay
tantas viejas casadas con jóvenes? En
esos matrimonios, digo yo, ¡cuántos se
habrán querido como Angélica conmigo!
Yo se lo voy a decir a ella pronto. Si es que
delante de ella no se me ocurre cómo
empezar. Cuando estoy lejos, me parece que
tenemos mucha confianza; pero en cuanto
estoy junto con ella me siento ya como
de etiqueta...
Mis hermanos son de veras muy brutos.
Hoy me salió Pedro con que yo era
un tonto porque me la llevaba
pestañeando, y Enrique dijo:—Esa es una costumbre
de Angélica, y éste la imita porque
parece que estuviera enamorado de ella—. Me
puse como una furia y le pegué, y
entonces él me acusó a mi abuela y ella me trató
de mosquita muerta y de chiquillo
agrandado, y me pellizcó en los brazos. Mi
abuela no me quiere; se rió de mí
cuando le contaron que yo estaba pestañeando
seguidito como Angélica. Todavía me
duele la cabeza de la molestia. Ahora me
explico que digan que de cólera se
puede caer muerta una persona. Lo peor es que
ya no podré pestañear. Y es tan
bonito; los ojos parecen tan vivos, tan alegres,
como los de ella, como ella misma, que
parece que echara luz de todo el cuerpo.
No se me puede quitar la rabia con mi
abuela. Me ha molestado más que mis
hermanos. Pero me vengué: me dio un
alfeñique, después de repartirles a los
otros, y yo no se lo recibí. Se lo dio
entonces a Enrique, y así comió él el doble y
salió ganando, él, que era el culpable
de todo. Como es el regalón de mi abuela... Y
no debía ser él sino yo, como dice mi
mamá, que para eso soy el menor…
Todo lo que dice don Carlos Romeral es
bueno. Para mí, siempre resulta
algo bueno. Es asombroso. Cualquiera
diría que adivina lo que me hace feliz. Hoy,
al poco rato de llegar, contó que ese
tal Jorge se ha ido al campo, a trabajar en un
fundo. Allá se debía quedar, el muy
intruso, para siempre. Cada día estoy más
seguro de que don Carlos me quiere
como si fuera su hijo. Y qué más quisiera yo
que ser hijo suyo. Como no alcancé a
conocer a mi papá... Se murió cuando yo
todavía no había nacido. No sé si
Pedro había nacido ya; pero creo que no, porque
una vez le oí decir a mi abuela que
con la pena de la muerte de mi papá, llegó
Pedro antes de tiempo. Sí, eso es; me
acuerdo porque me he quedado pensando
que qué tendrá que ver una cosa con
otra... La cuestión es que don Carlos es como
mi padre, y me regala trajes, y antes
me sacaba a pasear. Hace tiempo que no me
saca. Dicen que a su señora le
molestaba muchísimo eso. Una noche hablaban de
eso mi mamá y mi abuela. Mi mamá
lloraba mucho y mi abuela echaba chispas,
Algo grave debe haber pasado esa
noche. Mi abuela me pegó por haberme ido a
meter adonde ellas. ¿Cómo iba yo a
adivinar que no debía ir? Pero mi mamá se
molestó mucho porque mi abuela me
había pegado, y me tomó en brazos y me
besó y me decía:—¡Pobre angelito. Qué
culpa tendrás tú de nada!— ¡Claro, qué
culpa tenía yo! Y es que mi abuela me
tiene odio. A mí, ¿qué? Soy el preferido de
mi mamá y sólo a mí me quiere don
Carlos...
Ya lleva quince días Angélica sin
venir. Es bien extraño. Yo no tengo humor
ni para mi diario. No duermo, ni
estudio, ni puedo hacer nada en paz. Antes me
desvelaba solamente cuando ella venia
y me abrazaba, o cuando tenía una mala
noticia de ella; pero ahora es lo de
todas las noches, lo de todas las noches de
Dios... Si ni siquiera puedo escribir.
Y es que como no duermo, tengo la cabeza
abombada y no se me ocurre sino estar
triste. Y me duele el corazón... ¡Angélica,
mi Angeliquita, ven, ven, ven!!!... Y
así tener que estar juega y juega todas las
noches con esos brutos de mis
hermanos... ¡Es terrible! Pero mi mamá…
Si ya no dormía. En el día, cayéndome
de sueño, y por las noches, nada,
sin pegar los ojos hasta quién sabe
qué horas. Pero ¿estaba tonto?,-digo yo. ¿Cómo
no se me ocurrió antes? Una cosa tan
sencilla. Un poquito de nervios, y listo. A las
cinco, cuando salí del liceo, pasé por
su casa. Ella estaba en el balcón. ¡Ay!, en
cuanto la divisé desde la esquina,
sentí unos golpee en la cabeza, por dentro, y
una falta de respiración, y luego me
puse bien frío, bien frío... Y pisaba en el suelo
y me parecía que iba andando por el
aire, y se me pusieron las piernas
agarrotadas. Ya enfrente de su casa,
me quité el sombrero, muy serio. Y me iba
pasando de largo. ¡Seré bruto! Si no
es que algo muy extraño me sujeta como un
resorte, me paso de largo... ¿Cómo
fue?... No me acuerdo, casi... Angélica me
habló del balcón, creo. Sí, así fue.
Yo estaba tiritando, de ese frío tan helado que
me entró, y no oí sino un ruido, un
enredo en los oídos que me estremeció y por
poco me hace gritar de pura impresión.
Entonces, me parece que me acerqué y ella
me preguntó que qué hacía por ahí, que
si había hecho la cimarra... Y yo, sin
contestar una palabra. Hasta que sin
saber cómo me subí corriendo a su casa, ¡Qué
habrán dicho todos ahí! Pero no me
pude contener. Lo que no me dejé fue abrazar.
¡Eso, no! ¡Eso sí que no lo habría
podido resistir! Como estaba yo en ese momento,
¡nunca! Me ofreció dulce de membrillo.
No quise. Le pedí una rosa que se había
puesto en el pecho. Claro que no se la
pedí de buenas a primeras. Si estuve muy
ocurrente. Le dije primero que a mi
mamá le gustaban muchísimo esas rosas que
parecen de sangre, y ella me
contestó:—Llévasela. — Y me la dio, y yo se la traje a
mi mamá; y mañana, antes que la echen
a la basura, yo me la guardo y... ¡feliz!
Ah, y después le dije lo principal,
porque para eso había ido: que a mi mamá le
extrañaba mucho que no hubiese ido a
verla en tanto tiempo, y ella me prometió
venir mañana. Me preguntó también si
yo la echaba de menos y si la quería
siempre. Yo le contesté que sí y nada
más. Y es que estaban ahí las otras, que si
no... Pero no importa, otro día será;
porque yo le tengo que decir todo lo que tengo
pensado, que me muero si ella no me
espera, todo, todo... En fin, gocé. Me vine
cuando ya estaba obscureciendo. ¿Cómo
no se me ocurrió esto antes? Sufrir tantos,
tantos días…
Cumplió su palabra. Vino. Eso sí: todo
se lo contó a mi mamá, y mi mamá
se rió mucho porque lo tomó como una
cortesía de mi parte y me dijo «bien
educado». Pero, ¡caramba!, pasé mis
buenos apuros. Le tuve que decir a mi mamá
que me había olvidado de contárselo. Y
la cosa no pasó de ahí. Luego, que me ha
ido muy bien, lo que se llama muy
bien, con Angélica. Le he dicho una porción de
cosas, paseando por el patio de las
plantas; no muy claras, pero creo que después
de esto ya puedo atreverme a decirle
lo otro, lo grande. Eso me lo tiene que jurar...
Bueno, hoy no necesito escribir nada.
Hoy sí que voy a correr y a saltar con
gusto después de comida.
De nada puede uno alegrarse, ¡válgame
Dios! Ya dejó de venir. No hace
muchos días, pero me ha entrado de
nuevo el desasosiego por verla. Y van tres
tardes que intento volver por su casa,
y es inútil, de la esquina no paso. No sé, se
me figura que esta vez sí que mi mamá
sospecharía. Y al fin y al cabo, digo yo, ¿no
sería mejor que se lo dijera yo a mi
mamá todo? Lo he pensado; pero no, hay que
pensarlo mucho, y ahora más que nunca.
¡Uy, lo que hablaría mi abuela! Que si
soy una pobre criatura loca que les
voy a costar la vida y que si los
niños no deben pensar sino en el colegio. Como si
en ese caso no estudiaría yo con más
gusto. Estudio ahora... Y es que hay que
terminar pronto los estudios para ser
hombre... Mañana iré. Es tan sencillo... Sí, de
aquí me parece muy fácil; pero luego
el miedo me deja como un estafermo. No
hago más que llegar a la esquina de su
casa y ya estoy tiembla y tiembla. Y
temblar no sería nada; el corazón se
me salta y todos los que andan por la calle me
miran y a mí se me figura que me
descubren las intenciones, o si no, que me
toman por un ratero. Lo cierto es que
ahora no me atrevo nunca a doblar la
esquina. A lo sumo, miro por entre las
puertas del almacén ese, pero como desde
ahí no se ven todas las ventanas de la
casa de Angélica, muchas veces me quedo
en ayunas, sin saber si está o no. Y
luego que el tiempo se pasa volando...
Esperemos un día más, y si no…
¡Lo que son las cosas! Ahora está
viniendo muy seguido. Sale al centro casi
todas las mañanas y después viene acá,
y cuando yo llego del colegio, a almorzar,
me la encuentro muy sí señora en el
cuarto de costura charla y charla mientras mi
mamá zurce la ropa de nosotros. No le
he podido hablar nada de eso todavía, pero
no importa, ¿qué apuro hay? ¿No me va
bien así, acaso? Estoy feliz, pero bien, bien
feliz. Y por las tardes, me subo al
departamento de los sirvientes, porque me gusta
ese corredor que da a los tejados, al
anochecer, y de ahí veo las copas de los
árboles que asoman de los patios y
oigo las campanas de San Francisco y de otras
iglesias más distantes y las copas de
los árboles y las campanadas me parece que
flotan en el aire. Por un lado, el
cielo se mueve, y van bajando las listas de colores,
que unas son como de fuego, y como
oro, y rosadas, y verdes; y por el lado de la
cordillera, los cerros se ponen color
ladrillo primero, y después morados, y el cielo
como con una pena muy suavecita. Yo
pienso entonces en Angélica y a veces me
entra una alegría inmensa, y otras
veces me da esa misma pena suavecita del
cielo… Por las mañanas me gusta el
patio de las plantas. Los pajaritos, llegan hasta
la misma ventana del comedor. Conmigo
son muy valientes, los caballeros: yo no
me muevo y ellos no se vuelan. ¿Sabrán
que los quiero? Dice la Juana que qué van
a saber y que si no veo que lo que
quieren es comerse las migas donde ella sacude
el mantel. El chorrito de la pila también
parece un pájaro a esa hora, no sé si
porque el agua sale como a saltitos o
si por lo que suena. Todo es fresco a esa
hora, como si el patio, lo mismo que
las personas, se lavase y se peinase por las
mañanas...
Los grandes dicen que todo lo hacen
por el bien de uno, y mientras tanto
no saben sino quitarle a uno los
gustos que tiene. Dice mi mamá que lo hacen para
que uno sea feliz cuando grande; pero
otras veces dice que los grandes nunca
pueden ser felices y que la felicidad
no dura sino mientras uno es chico, ¿Cómo se
entiende, entonces?...
Tan feliz que estaba yo, y hoy mi
mamá, se ha molestado conmigo porque
he traído malas notas del liceo, y me
ha dicho que me estoy volviendo torpe y que
así no voy a pasar nunca del primer
año. Entonces ha dicho mi abuela que como
me la paso leyendo libritos de cuentos
y pensando en las musarañas, no estudio; y
mi mamá me ha roto los libritos, y
ahora dice que nunca más me los comprará,
aunque los pida por todos los santos
del cielo, como no sea en las vacaciones. ¡Qué
se va a hacer! Me gustaban porque me
hacían pensar muy claro, como cuando
estoy soñando y yo digo algo y me
contestan, y me parece que soy grande y que
me he casado con Angélica; y además,
aprendía muchas palabras en los cuentos, y
a poner los puntos y las comas, lo que
no se puede aprender en el colegio porque el
profesor lo explica con reglas que se
olvidan. Es una lástima que me hayan quitado
los cuentos, porque todo eso me servía
para escribir mi diario. Si a mi abuela, ya se
sabe, se le ocurre siempre lo más
fastidioso. Como me odia… Porque se necesita
tener odio para hacer lo que hace
conmigo. Ya me he fijado en que cada vez que mi
mamá se acuerda de cuando yo nací, mi
abuela pone cara de furia y me mira con
un rencor que parece que yo le hubiera
hecho un daño muy grande naciendo. Y si
me encargaron, ¿qué culpa tengo yo?
Así se lo dijo una vez don Carlos, que era una
cosa que no tenía remedio. Pero ella
es muy bruta.
Como ya no tengo libritos de cuentos,
hoy domingo me fui a mi rincón. Por
disimulo y para contentar a mi mamá
haciéndole creer que iba a estudiar, me llevé
los cuadernos del colegio; pero no
hice sino pensar en las hadas, y Angélica era la
princesa y yo el niñito que en vez de
irse a correr mundo por el camino de flores, se
fue por el de espinas; así es que al
fin yo me casaba con la hija del rey, es decir,
con Angélica. Después me cansé de
pensar; pero me quedé siempre en mi
rinconcito, hasta que obscureció. Mi
rincón está en mi cuarto, entre la cómoda
antigua, la de incrustaciones de
nácar, y la pared que da a la salita, y es el sitio que
más quiero de toda la casa, Ahí
escondo mi diario, bajo la alfombra, y ahí me gusta
estar aunque no haga sino contar las
rayas del papel de la pared; y pestañear como
Angélica, y reírme como ella, y
contestarme yo mismo todo lo que quiero que ella
me conteste cuando le cuente mis
planes. Yo no sé por qué le tengo cariño a todo
lo que hay en mi rincón, y me lo sé de
memoria: en el costado de la cómoda, en la
corona que tiene en medio el pavo
real, falta un pedacito de nácar; quedan treinta
y dos. Lo que no me gusta es el ojo
del pavo real. Parece de gente y da miedo. Por
eso yo se lo arreglo siempre con el
lápiz...
¡Cómo me pesa, cómo me pesa haberlo
hecho! He sido un idiota, un
animal. Y todo lo he perdido, y para
siempre, tal vez, No sé qué voy a hacer ahora.
¡Dios mío, Virgen Santa, que se
arregle esto! Pero si ya no es posible, si ya ni como
a un niño me quiere... ¡Qué
desesperación! No, si no puede ser. Angélica mía,
perdóname, ten compasión de mí, que
soy muy desgraciado. Nunca más seré
grosero. Es que soy celoso y me volví
loco. ¿Qué me daría? Debe de haber sido
cosa del diablo... Me había
acostumbrado a ir todas las tardes. Nunca me animaba
a pasar de la esquina; pero por las
puertas del almacén la divisaba, y aunque fuera
temblando de impresión y de
nerviosidad, pasaba el rato y me venía conforme.
Pero ayer, yo que me asomo, y veo que
está con el bandido ese del Jorge en el
balcón. Si hubiesen estado los demás
de la casa, siquiera... pero no, los dos solos,
juntitos, y él le hablaba con la cara
muy cerca de la suya y ella se reía. Y, ¡claro!,
¿cómo iba a poder contenerme? Todo fue
verlos y obscurecérseme toda la calle y
zumbarme los oídos, y correr y subirme
a su casa... —Yo lo mato, lo mato,—iba
diciendo por el camino, me acuerdo,
pero en cuanto me vi ya en la mampara y
preguntaron quién es y yo no sabía
quién decir, se me cortó el ánimo y me quedé
como un tonto y con un dolor aquí
atrás, en la nuca, terrible. Y la sirvienta me abrió
y me hizo entrar hasta el balcón, y
ella, muy alegre, me besó y me preguntó varias
cosas, pero yo no le podía contestar.
Entonces me dice él, con un tono de gran
personaje, el muy imbécil: —¿Cómo
estás, chiquitín?— Y tampoco le contesto, sino
que lo miro con un odio atroz.
Entonces se miran los dos muy admirados, y él me
pone la mano en la cabeza y yo se la
quito de un manotón. Y él me dice no sé qué
cosas más, como haciéndome bromas. Yo
no le contesté nada todavía, pero ya
cuando me preguntó que por qué estaba
tan furioso, le dije: —Cállese, intruso,
animal, bestia. ¿No se había ido al
campo?— Y ella,... no lo haría por maldad,...
pero me reprendió y me dijo que eso
estaba muy mal hecho y que era muy feo, y
que de cuándo acá me había vuelto un
niño grosero y mal criado. No lo haría por
maldad, pero... entonces, peor, pensé
yo, porque rabia sí que se le conocía en la
cara; y le contesté que más feo era lo
que estaba haciendo ella con ese tipo ahí.
Entonces se puso más enojada porque le
decía tipo al otro,... tanto, que primero
me asusté y después solté el llanto y
me salí a la galería. Ella salió riéndose,
entonces, detrás de mí, y ya me habló
con suavidad otra vez y, afuera, me dio un
beso y me quiso tomar en brazos, pero
yo no soy ningún imbécil y me limpié la
cara donde me había besado y no la
dejé que me tocara. —¡Qué chiquillo más
divertido! ¡Celoso! ¡Qué
divertido!—decía la muy... ¿Y no quería también que
volviera y le dijese a él que me
disculpara?... Que porque era muy bueno y la
quería mucho a ella... Pues menos que
nunca, en ese caso. Así se lo dije. Y ahí fue
la grande: se puso muy seria, de
verdad; me estuvo mirando un rato, callada;
luego me volvió a hablar: —Anda,
vamos, no te pongas antipático.— Me dio una
alma en ese instante,) me gritó: —¡Al
diablo, chiquillo tonto! Mañana te voy a
acusar a tu mamá estas gracias,
verás.— Y se fue y ya no regresó. Qué más, no sé,
sino que llegué a casa enfermo y
llorando a gritos. Mi mamá me preguntó que qué
me dolía y yo le dije que el estómago.
Y me acostaron y me hicieron la mar de
remedios y me dieron un purgante. Así
es que, encima de todo, tuve que soplarme
aceite de castor. Pero ya había dicho
yo que era el estómago y todos decían: —
Cólico, es cólico.— Además, así podía
llorar con motivo. A veces no quería llorar
más, de pena de ver a mi mamá tan
afligida, pero no podía sujetar el llanto, era
imposible... Lo raro es que no me
desvelé. Al contrario, me quedé dormido muy
temprano y sin saber cómo. Hasta que
hoy desperté, ya muy tarde, cuando mis
hermanos se habían ido al colegio sin
mí. Yo no voy a ir en todo el día, porque
estoy como atontado, y además quiero
estar aquí cuando llegue Angélica para
pedirle perdón y que no me acuse a mi
mamá...
No ha venido, me he pasado todo el día
temblando de verla llegar y, al
mismo tiempo, deseando que viniera
para ver si hablaba con ella. Pero no ha
venido. ¿Qué será? Ahora me pesa no
haber ido al liceo, porque así habría pasado a
su casa después y le hubiera pedido
perdón; en tanto que ahora me sigue el
susto...
¡Mamacita, yo te lo quisiera decir
todo a ti!... Pero ¿cómo supiera yo que
no se iba a enojar? Porque no es que
me den ganas de decírselo por miedo de que
Angélica me acuse; ya no me acusa, es
un hecho, porque entonces no habría
dejado pasar casi dos semanas, me
parece a mí, sin dar acuerdo de su persona;
pero es que así no me desesperarían
todos como me desesperan. Esa sería la
cuestión. Ahora duermo menos que
nunca, y es natural, porque estoy más triste
que nunca también; pero eso no quita
que por las mañanas no pueda despertar,
bien borracho de sueño y con la cabeza
como una piedra, que se me cae encima de
la almohada, y no tengo fuerzas para
sostenerla, ni para abrir los ojos, ni para
levantar los brazos, ni para oír
siquiera lo que me grita mi abuela, porque estoy
dormido con todo el cuerpo y no con el
pensamiento solo, como dormía antes.
Bueno, pues mi abuela no para hasta
que me siento en la cama y estoy
vistiéndome y me acuerdo de nuevo de
mi desgracia y de nuevo me entra este
dolor a latidos en el cerebro. ¡Qué
desesperación me dan a mí estas cosas! Como
sino hubiera más que hacer sino darle
rabia a uno encima de su pena. Ya es
mucho, es mucho. Esta mañana me ha
mojado la cara cuando ha visto que no
podía despertar, diciendo que es el
santo remedio para la flojera y que si me
levantara más temprano todavía,
tendría más salud, como mis hermanos, y que así
no haría sufrir a mi pobre mamá, que
es una infeliz tonta de remate. Y después ha
empezado con lo de siempre, a decir
que yo no daba sino molestias y que más valía
que hubiera vivido la hermanita que
dicen que se murió de pecho y no yo, porque
da todas las calamidades de la familia
yo solo tengo la culpa, Y yo, sin chistar,
como me ha aconsejado don Carlos; pero
ella, dale y dale. ¡Será mala! Y además, a
mí me parece esto una brutalidad...
Pero también pienso a veces que cuando ella lo
repite tanto y tan convencida, no será
sin motivo, y... ¿qué voy hacer?... me da
más pena, porque ¿cómo voy a
conformarme con eso?... Aunque ahora llego a
creer que así debiera haber sido. Y mi
mamá, también empeñada en martirizarme.
Eso es lo raro. Parece que se la
llevara pensando cosas malas de mí. Cómo puede
ser esto, no me lo explico; pero es la
impresión que me deja con su vigilancia y su
cara preocupada y su empeño en que
juegue sin ganas. Desde que se le ocurrió el
otro día a don Carlos decir que los
niños deben acostarse cansados, no me perdona
una sola noche. Y me observa a toda
hora, porque también dijo don Carlos que no
es bueno eso de que un niño esté horas
de horas solo. ¿Me estarán tomando
fastidio mi mamá y don Carlos también?
Por eso digo que sus motivos tendrá mi
abuela para odiarme así... Otra: que
ayer me han llamado los dos, mi mamá y don
Carlos, digo, y me han hecho
seguirlos, y atravesábamos la casa y yo decía: ¿A qué
vendrá esto? ¿Me habrá acusado
Angélica? Y no, sino que cuando hemos llegado al
salón y se han sentado ellos, mi mamá
ha comenzado con unas preguntas muy
raras primero: que por qué estaba cada
día más ojeroso y más distraído, y que con
luego, cuando ya me han visto
nervioso, me han metido susto con que si supieran
algo me quemarían las manos y me
mandarían preso. ¿No digo yo? Si ya es mucho
sufrir. Porque esto parece de esas
cosas que uno sueña y asustan aunque no se
entiendan...
¿Y por qué no viene Angélica?, digo
yo. ¿Será que se ha enfermado? Si se
muriera... Sí, sí; podrá ser pecado
mortal pensarlo; pero más valdría, quién sabe,
porque así me moriría yo también y
asunto concluido. Lo que falta es que haya
resuelto no acusarme, pero no venir
más tampoco. ¿Y qué haría yo entonces? Yo
que ahora me espanto sólo de pensar en
ir a su casa, ¿Y para qué voy a ir?,
también. ¿Para encontrarme otra vez
con el cuadro del otro día y caerme muerto?
No sé, no sé qué voy a hacer. Don
Carlos, dicen que piensa irse de viaje y llevarme.
¡Que no lo haga, por Dios! ¿Qué sería
de mí entonces, sin esperanza siquiera de
verla y de que me perdone? Porque
todavía me parece a mí que todo se podría
componer. Pero es que no viene, Dios
mío, no viene, y yo me voy a morir. Hoy, de
tanto acordarme de ella, me puse a
llorar a la mitad del almuerzo; y como fue
delante de todos, se armó una bolina,
porque mi mamá se afligió muchísimo, y mi
abuela dijo que con azotes y baños
fríos de asiento se quitaban esas mañas, y mis
hermanos soltaron la risa, y
terminaron peleando las dos. ¿Por qué no podría
contenerme? ¡Ave María! Y es que ya no
me doy cuenta de lo que hago. No sé en
qué va a parar esto. Me siento
enfermo...
¡Esto faltaba! El rector del liceo ha mandado
llamar a mi mamá y le ha
dicho que el consejo de profesores ha
resuelto preguntarle por qué soy tan quieto.
Dicen que es mucha mi formalidad y que
eso no está bien. ¿Serán brutos? En lugar
de estar contentos de que tenga buena
conducta. Pues no señor, y le han dicho a
mi mamá que además el señor Latorre,
que es inspector, me ha espiado toda la
semana y no me ha visto jugar ni una
sola vez. Miren cuándo viene a darse cuenta
de que yo no juego... Con el chisme,
¡natural!, mi mamá se ha preocupado más y
ha vuelto del colegio llorando, y en
cuanto yo he llegado me ha repetido las
preguntas, llora que llora, y después
me ha sentado en sus faldas y me ha hecho
muchos cariños y me ha dado muchos
consejos que ni venían al caso. Yo estuve
tentado de contárselo por fin todo,
porque cuando uno tiene pena y ve que otro
también tiene, dan ganas da contar.
Pero no me atreví. ¡Claro, cuándo me atrevo
yo a nada! Soy más poquita cosa... Y
esto no es lo peor. Cuando yo digo que ya no
es vida la mía... Después se apareció
don Carlos con el doctor, que me oyó el pecho
y la espalda, y me golpeó la barriga
poniendo los dedos como un martillito, y me
miró adentro de los ojos, y me tocó
todo el cuerpo a ver si tenía glándulas, y la mar
de historias, mientras mi mamá le iba
diciendo que a media noche me quejo
dormido, unas veces, y otras doy
saltos en la cama, y otras hablo... ¿Qué hablaré,
Dios mío? No lo dijo mi mamá y el
doctor tampoco se lo preguntó; pero yo me llevé
siempre un susto. Ah, y el doctor me
hizo también las preguntas esas que ponen
nervioso, y yo, por supuesto, no supe
contestar. Mi mamá me decía: —Contesta,
niño.— Pero si yo no entendía, ¿qué
iba a contestar? Me avergonzaba, lo único,
porque me parecía que me querían
pillar en algo, y a uno le entran nervios con
esas cosas siempre, aunque no tenga
culpa ninguna. Al último, el doctor dijo: — No
es gran cosa, señora. No se aflija.
Está un poco anémico, el chico. Parece que se va
a desarrollar demasiarlo temprano.— Y
entonces me preguntó a mí: —Y tú ¿qué
dices de eso? ¿Te gustaría ser hombre
pronto?— ¡Ay!, me saltó el corazón y le
contesté inmediatamente que sí. Y ya
me había alegrado, cuando dijo que me
convendría levantarme a las seis...
¡Qué sabrá él!.. Y que me bañasen y me diesen
unas fricciones con agua de Colonia y
las píldoras que me recetó. Ah, y que si me
pudieran sacar al campo, mejor, aunque
perdiera el colegio. Y cuando él se ha ido,
ha dicho don Carlos: —Bueno. Estoy
resuelto. Me lo llevo.— Quiere hacer siempre
el viaje y llevarme. Así es que la
cosa va peor y peor. Porque todo esto es un
martirio que no tenía yo por qué
sufrirlo. Tras que no veo a mi Angélica y me la
paso con el alma oprimida, tras que ni
siquiera como sino por que no chille mi
abuela y no se aflija mi mamá, que me
da la sopa por su propia mano y me corta el
asado, tener que pasar atento a la
voluntad de todo el mundo, es insoportable. Si a
veces, de tanto sufrir, me pongo como
insensible y me parece que me voy a quedar
dormido en donde estoy. Si supieras
todo esto, Angélica, ¿no me querrías?... ¿Y a
antes. Sí, él es muy bueno, y muy
inteligente, y me quiere mucho, y debe saber
también lo que son angustias, puesto
que lleva un diario de su vida; y quién sabe
si hablaba con Angélica y le pedía que
no me dejase morirme, y que no le hiciera
caso a ese criminal, y que me esperase
un poco nada más porque ya ha dicho el
doctor que seré hombre pronto... Yo se
lo digo, porque si no, tendré que hacer
valor y hablar con Angélica yo mismo,
aunque me dé un ataque en cuanto la vea…
… y por eso no quiero alegrarme,
porque cada vez que espero contento
alguna cosa, me resulta mal. Así es
que más bien tengo miedo. En fin, la voy a ver,
siquiera. ¡Ay, qué angustia! Desde que
mi mamá dijo al regresar de misa que el
sábado es el santo de Angélica y yo le
pedí que me llevara y ella me contestó que
bueno, que me llevaría por distraerme
un poco, no sé lo que me pasa. Vamos a
ver...
No sé por qué ahora, mientras más
sufro, más quisiera sufrir, y que me
pasaran cosas muy horribles, de esas
que ponen a todos muy tristes; y que me
muriera, por último;... pero que lo
supiese todo ella, eso sí!... Porque no hay
remedio, ya se acabó todo: le han
avisado que estoy muy enfermo y no ha sido
capas de venir un ratito. Eso ya es
tener mal corazón, digo yo. Le debía tener odio,
y sin embargo la quiero más que nunca.
Y debe ser verdad que estoy tan grave.
¡Mejor! ¡Ay, qué bueno sería que me
muriese y le dijeran que me había muerto por
ella!... Lo que me asusta es esta cosa
tan rara que me da de repente ¿Esto será
delirar? Dicen que me he pasado toda
la noche delirando, y debe de ser esto.
Aunque, no me acuerdo de lo de anoche
sino hasta cuando me trajeron, y yo digo
que si fuera delirar esto que me pasa
ahora, me acordaría. ¿Y qué es entonces esto
tan horrible? Tengo un miedo... Si no
fuera porque me han dado unos deseos muy
grandes de consolarme con mi cuaderno,
despertaría a mi abuela, que se ha
dormido en la mecedora, cuidándome
mientras duerme mi mamá, que dicen que no
se ha acostado en toda la noche por
velarme, ¿Qué será esto? No me atrevo ya a
mirar a la ventana, porque de repente
me quedo sin poder quitar la vista de la
cordillera, y en esto, de los cerros
empieza a salir fuego, y todo el cielo se pone
colorado, y después va saliendo de
entre las llamas una cosa muy enorme, y se me
viene encima, como para aplastarme, y
yo me pongo a gritar de espanto y quiero
salir corriendo; pero entonces no me
puedo mover, y sigo a gritos, y después...
debo de dormirme bien dormido, porque
ya no sé nada. Yo digo que no será delirar,
porque de esto me acuerdo, y de las
cosas que dicen mis hermanos que hablé
anoche, no. Me acuerdo sólo hasta
cuando me trajeron. Eso no se me borra.
Mi mamá me llevó a casa de Angélica y,
como era su santo, había tertulia,
y muchísima gente había comido en la
casa y estaban todos en el salón cuando
nosotros llegamos, Pero en el comedor
quedó siempre la mesa puesta con tortas y
helados y muchas botellas, y la
Raquelita me llevó allá. Al poco rato mi mamá fue a
buscarme para que saludase a Angélica,
y entonces fue cuando ya comencé a
sufrir, pero más de lo que yo había
sufrido nunca. Ella me recibió muy seca, y mi
mamá me dijo que la besara; pero yo no
me atreví, sino que me puse a tiritar de
pura impresión. Y ella no me dijo más
que: —¡Hola! Tú también has venido a
saludarme. Muy bien hecho.— Pero del
beso, nada. Y mi mamá me preguntaba:—
¿Ni un cariño siquiera, hijito? Y
tanto como la quieres...— Y luego le contó a ella
mis nervios y mis cosas, y que si
estoy muy anémico, y que si había tenido un
cólico atroz, y qué sé yo; pero que
cómo la querría a ella, a Angélica, cuando hasta
en sueños, muchas veces, le decía
frases de cariño. Yo me impresioné muchísimo
cuando mi mamá dijo estas cosas, pero
me alegré también, porque yo quería que
Angélica las supiese, a ver si se
compadecía y me volvía a querer, y además porque
no habría tenido valor para
contárselas yo mismo. Pues, ella, apenas si habló no sé
explicó todo bien claro, y ella
comprendió que no había sido cólico sino la pena de
esa tarde, que bien se lo conocí yo en
la cara. Pero ¿me dijo algo para consolarme,
siquiera? Ni una palabra; sino: —Vaya.
Pobre chico,— y mirándose al espejo que
hay arriba del sofá, como si ni oyese
o si estuviera pensando en otra cosa. Y mi
mamá seguía explicándole; pero ella no
salía de:—¿Sí? ¿Sí? Pobre,— y sin ganas.
¡Parece mentira! Yo ya no la miraba,
porque no sabía de mi persona, con la
tristeza, que me iba ahogando; y ella
tampoco me miraba a mí, estoy seguro,
porque en tal caso habría sentido yo
sobre la cara ese calor que siento siempre
cuando alguien me mira y yo no. ¡Ni me
miraba siquiera! ¿Tendrá perdón?
Un momento tuve miedo de que me
acusara; pero después comprendí que
no lo haría y que, al contrario,
estaba nerviosa por irse a otro lado y con ganas de
acabar pronto, como si nosotros le
estuviésemos dando una lata. Pero mi mamá no
se daba cuenta y seguía, hasta que me
volvió a decir: —Dale un beso, niño.— Yo
bajé la vista, muerto de pena y de
vergüenza; y sin embargo, de tonto, esperé a
ver si ella me lo pedía también. Nada;
se rió, con una risita de esas para salir del
paso, y se volvió a mirar al espejo, y
en seguida llamó a la Raquelita para que me
llevase a tomar helados, y ella se fue
con mi mamá no sé a dónde. Entonces ya me
dieron ganas de llorar a gritos. Y es
que me pareció que me quedaba muy solo y
sentí como que se me enfriaba toda la
vida para siempre. Así es que, sin darme
cuenta de lo que hacía, me dejé llevar
de la mano por la Raquelita...
En el comedor, me acuerdo que la
Raquelita me sirvió una porción de
cosas, pero yo no quise sino limonada.
Ah, me acuerdo también que unos
caballeros hablaban mucho y se
balanceaban desde los talones hasta las puntas de
los pies, parados alrededor de un
viejo muy feo con lentes amarillos, y que yo tenía
la vista clavada en un gobelino de la
pared, donde unos hombres medio desnudos y
muy mal hechos querían cazar un jabalí
muy bravo... Ese jabalí me parece ahora
que es la cosa enorme que sale de los
cerros... No, no sé bien... Bueno, en esto,
pasó un bulto por el pasadizo y... me
lo avisó el corazón, porque di un salto en la
silla... y lo vi pasar por la otra
puerta del comedor, y era él, Jorge.
Yo no sé qué hice entonces. Lo único
que sé es que llegué solo al salón y
que cuando yo entraba, Jorge se iba
con Angélica por la galería. Creí que me iba a
caer muerto. Se me aflojaron las
piernas y se me clavó este dolor que todavía
tengo en el cerebro, y me agarré a una
cortina y ahí me estuve hasta que me
volvieron un poco las fuerzas, y
después me asomé a la galería, y ahí estaban los
dos paseándose de la mano. Me dio una
desesperación, que no podía respirar.
Después, me acuerdo que estaba
fijándome en que el tal Jorge sabía hacer muy
bien ademanes con los brazos y que yo
pensaba en que no los podría yo hacer lo
mismo porque a un niño no le resultan
bonitos con los brazos tan chicos y el traje de marinero... cuando, de repente,
ella se le pone delante y le empieza a arreglar
la corbata, y él le toma los brazos, y
ella se echa atrás, pero él se agacha y le da un
beso en la cara...
Ahí sí que no pude más. Primero se me
dio vueltas toda la casa y después
solté el llanto y salí corriendo, a
perderme, y llegué otra vez al comedor y, sin
saber para qué, me metí debajo de la
mesa. Lloraba a gritos, y todos vinieron, y se
armó un alboroto; porque todo el mundo
quería saber lo que me pasaba, y las
señoras me preguntaban: —¿Qué tienes,
hijito?— y los hombres: —¿Qué pasa? — y
mi mamá como una loca. Pero yo
escondía la cabeza entre los brazos y seguía
llorando, con ganas de morirme; y
cuando alguien me quería sacar de ahí, yo me
hacía soltar a puntapiés. Hasta que en
una de estas, un señor se agacha y recoge
del suelo una copa, y la huele, y se
la da a oler a los demás, y después dice: —Esta
es la madre del cordero. Ha dada
cuenta del cacao.— Y toda la gente suelta la risa.
Y unos decían que por lo dulcecito me
había gustado; y otros, que las borracheras
lloradas eran las peores, y que pobre
criatura, y que qué divertido, y la mar de
imbecilidades, mientras yo no podía
contener el llanto, que ya era como un ataque
y me venía como hipo que me ahogaba y
me hacía doler el corazón. Hasta que por
último mi mamá perdió la paciencia y
me dio de pellizcos, y me sacó y me trajo en
un coche. Después... no sé más, sino
que estoy con fiebre y que he pasado toda la
noche hablando esos disparates que
cuentan mis hermanos…
En este punto, el diario se vuelve de
pronto inconexo y contradictorio hasta
el grado de hacerse ininteligible en
sus líneas restantes. Ignoro cuántos días
después de escrito el último renglón
puso la casualidad en mis manos este
cuaderno doloroso e ingenuo. Sólo
puedo decir que fue una tarde en que la tristeza
de mi amigo Carlos Romeral me exigió
acompañarlo a ver al enfermito. Fue acaso
la hora más amarga de mi vida.
Los atardeceres son todos melancólicos
en los cuartos de los enfermos;
pero mi memoria conserva el de aquella
estancia, como una llaga en carne viva,
siempre irritada y sangrante. Una
insufrible congoja me oprime aún al recordar la
penumbra en que todos nos
desdibujábamos como espectros, la ventanita en alto
por donde se veía un trozo de cielo
azul gris y asomaba de rato en roto un volantín
silencioso, la lívida pincelada del
lecho sobre el cual erguíase borroso el busto del
loquito que hablaba sin cesar,
borboteando un monólogo exasperante. Cerca de mí,
la abuela, con el gesto agrio de
ciertos seres que gruñen al llorar, movíase afanosa,
poniendo en orden frascos y cajas de
medicinas; Carlos Romeral, hundido en un
sillón, mordíase el bigote, nervioso,
desesperado, rebelde; y yo escuchaba el relato
que la madre me hacía sobre el proceso
de la enfermedad de su hijo.
Hablaba la señora con voz opaca, pero
febrilmente. Obedecía sin duda a
ese prurito absurdo, pero tan común en
los contristados, de rememorar con cruel
minuciosidad cuantos fenómenos se
sucedieron hasta la crisis final del enfermo a
quien lloran. Aquella mujer había
llorado ya mucho. Ahora, un secreto instinto de
distracción, o acaso una vaga
esperanza de amparo, arrastrábala a contar los
desgarradores episodios. Yo atendía,
no sé si por educación o porque no hiriese mis
oídos el monólogo terriblemente
plácido del loquito. Por momentos, percibíamos el
murmullo de los médicos que en la
habitación contigua deliberaban en junta.
Entonces la madre suspendía su relato,
y yo podía leer en su mirada suspensa la
blanda y triste esperanza de los
débiles. Pero se apagaba el rumor, y ella
proseguía.
En los comienzos de la enfermedad,
tuviera el niño delirios de terror que
concluían en convulsiones; después
desapareciera la fiebre, pero la razón volvía
sólo por intermitencias; por último,
el delirio se había hecho tranquilo y constante.
De los terrores por un jabalí cuyos
ojos redondos y cuyos bigotes recortados eran
humanos, el tema declinara en disputas
absurdas con unos lentes amarillos y en
diálogos con campanadas que ya pasaban
volando, ya flotaban en el aire, ya caían
como goterones en una laguna
imaginaria.
— Y hoy, —concluyó la madre, — su tema
único es el de las campanas.
Jamás nombra personas, ni a mí.
Tampoco sufre, como usted ve; por el contrario,
parece deleitarse con su delirio. Es
horrible; ese contento inmutable es espantoso.
Y calló, ahogada por las lágrimas.
Hubo un silencio, pesado, fúnebre. De
pronto recomenzó el monólogo del
loquito. Aquella vocecita tristemente
encantada interrogaba a las imaginarias
campanas el significado de sus sones.
Un momento, su mirada se encontró con la
mía, y el fulgor metálico de aquellos
ojos perturbados me apuñaleó las entrañas
como una daga fría. Hice un esfuerzo y
le sonreí. Me respondió él con la carcajada
triturante de los locos y, convulso de
risa, se tendió en la cama, hundiendo la cara
entre las ropas,
Y fue entonces cuando el cuaderno, que
tal vez estuvo bajo la almohada,
cayó cerca de nosotros. Maquinalmente,
me apresuré a recogerlo. Alcancé a leer en
la cubierta: Historia y Geografía, 1er
año. Pero como en ese instante volvían los
médicos, me distraje y lo conservé
entre las manos. Sin sospechar siquiera el
secreto que el cuaderno contenía, mis
dedos lo enrollaban, mientras mi atención
deteníase embobada en la suficiencia
facultativa que discurría sobre «los
perniciosos efectos del alcohol en el
cerebro infantil».
Comprendí en aquel discurso docto, el
exordio de un desahucio próximo.
Minutos después, atravesaba yo la
Alameda, camino de mi casa, y de
pronto me di cuenta de que llevaba el
cuaderno. Por un movimiento automático, lo
abrí...
Cuando terminé de leerlo, las campanas
de San Francisco iniciaban su
tañer vespertino, lento, grave,
trágico, y yo, medio contagiado ya de aquel tema de
locura, sentí que las campanadas se
desplomaban una a una, como enormes
lágrimas de pesadilla, sobre mi
corazón.
FIN
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