TZVETAN TODOROV
He crecido en un pequeño país situado en uno de los
extremos de Europa, en Bulgaria. Los búlgaros tiene un complejo de inferioridad
con respecto a los extranjeros: piensan que todo aquello que viene del
extranjero es mejor que lo que encuentran en su país. Es verdad que todas las
partes del mundo exterior no son equiparables y que el mejor extranjero está
encarnado por los países de Europa occidental; a ese extranjero, los búlgaros
le dan un nombre paradójico, pero que explica su situación geográfica: es
“europeo”, nada más. Los tejidos, los zapatos, las máquinas de lavar o de
coser, los muebles e incluso las latas de sardinas son mejores cuando son
“europeos”. De ahí que cualquier representante de las culturas extranjeras,
persona u objeto, se beneficie de un prejuicio favorable en el que se difuminan
las diferencias que existen de un país a otro, y que sin embargo forman los
clichés del imaginario étnico en Europa occidental: para nosotros, entonces,
cualquier belga, italiano, alemán, francés aparecía aureolado de un momento de
inteligencia, de finura, de distinción, y le profesábamos una admiración que
sólo podían alterar los celos y la envidia que se apoderaban de nosotros,
jóvenes, cuando uno de estos belgas de paso por Sofía hacia que la chica de
nuestros sueños se girara, incluso cuando el belga ya se había ido, ella muchas
veces continuaba mirándonos por encima del hombro.
Por eso, los búlgaros se muestran bastante receptivos
frente a las culturas extranjeras: no sólo no dejan de soñar con irse al
extranjero (a “Europa” preferentemente,
aunque también se conformarían con otro continente), sino que además
aprenden de buen grado las lenguas foráneas y se precipitan, llenos de
benevolencia, sobre las películas y los libros extranjeros. Cuando vine a vivir
a Francia, a este prejuicio favorable respecto a los extranjeros se añadió
otro: obligado a hacer cola durante horas en la jefatura de policía para
obtener la renovación de mi tarjeta de residencia, no podía por menos de
sentirme solidario con los otros extranjeros que estaban a mi lado, magrebíes,
latinoamericanos o africanos, los cuales padecían idénticas penosas molestias;
además, los empleados de las ventanillas o, en otras partes, los guardias,
conserjes y policías, no hacían el desglose: todos los extranjeros eran
tratados de la misma forma, al menos en un principio. En esta ocasión también,
pues, para mí el extranjero era bueno: ya no como objeto de envidia, sino como
compañero de infortunio –a pesar de que en mi caso personal éste fuese muy
relativo.
Pero cuando empecé a reflexionar sobre estas cuestiones,
me di de qu semejante actitud era bien criticable: no solamente en los casos
caricaturescos en los que ello saltaba a la vista, sino en su principio mismo.
El juicio de valor que yo emitía estaba fundado en un criterio puramente
relativo: sólo se es extranjero a los ojos de un autóctono, no se trata de una
cualidad intrínseca; decir de alguien que es extranjero, evidentemente es decir
muy poco. Por otro lado, yo no intentaba saber si tal comportamiento era, en sí
mismo, justo y digno de admiración; me bastaba con comprobar que era de origen
extranjero. Además, había en ese caso un paralogismo que la xenofilia comparte
con la xenofobia, o con el racismo (aunque ella parte de una intención más
generosa), y que consiste en postular una solidaridad entre las diferentes
propiedades de una misma persona: aunque tal individuo sea al mismo tiempo
francés e inteligente, tal otro argelino e inculto a la vez, esto no permite
deducir las características morales de las características físicas, y aún menos
extender esta deducción al conjunto de la población.
La xenofilia conoce dos variantes, según el extranjero en
cuestión pertenezca a una cultura percibida globalmente como superior o
inferior a la suya propia. Los búlgaros admiradores de “Europa” ilustran la
primera, que podríamos llamar el malinchismo, volviendo a utilizar el término
utilizado por los mexicano para designar la adulación ciega de los valores
occidentales, antiguamente españoles, hoy día angloamericanos, palabra que
procede del nombre de la célebre Malinche, la interprete indígena de Cortés. El
caso de la propia Malinche es quizá
menos marcado de lo que el término puramente de malinchismo nos haría pensar,
pero el fenómeno está bien asentado en todas las culturas en las que un
sentimiento de inferioridad se mantiene respecto a otra cultura. La segunda
variante es conocida en la tradición francesa (y en otras tradiciones
occidentales): es la del buen salvaje, es decir una culturas extranjeras
admiradas precisamente debido a su primitivismo, su retraso, su inferioridad
tecnológica. Esta última actitud permanece viva en la actualidad y podemos
identificarla claramente a través de tal discurso ecologista tercermundista.
.
TZVETAN TODOROV (1939-). Lingüista francés. Nació en
Sofía, Bulgaria, estudió en la
Universidad de Sofía e hizo un doctorado en la Sorbona. Ha impartido cursos en
universidades de Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
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