La sociedad vivió este tránsito de consunción entre la indiferencia y el miedo. El vecino corrompido parecía vivir a muchas cuadras de distancia. El individualismo imperante nos recomendaba "no meternos" mientras no se metieran con nosotros, sin darnos cuenta de que ya lo estaban haciendo. La certeza de una corrupción difundida en las esferas de poder, la evidencia de la impunidad y de la aplicación arbitraria de la justicia, la simpatía procurada por películas y series televisivas a personas dedicadas a actividades ilícitas, todo ello nos fue empantanando culturalmente. Cuando despertamos, el narcotráfico estaba allí.
Ante la perversidad de esta realidad, la batalla no puede ser sólo del presidente Calderón y su equipo. Habrá siempre espacio para cuestionar las estrategias y el nivel de preparación en el enfrentamiento del problema, advertir la amenaza de la instrumentalización política, reclamar el drama de los asesinatos, reprobar los abusos que se presenten, pero resulta claro que se trata de un tema que no podía postergarse más.
Sin embargo, a la campaña con las fuerzas del orden debe corresponder otra más difícil y a la larga más necesaria y eficaz: la de la educación en los valores y en los derechos humanos y la de la promoción de una sociedad civil organizada, valiente y propositiva.
La responsabilidad cívica ha sido un campo ampliamente descuidado en la formación de los niños y los jóvenes, un verdadero pecado de omisión. Y como toda responsabilidad, implica un nivel de disciplina y de sacrificio que pone en crisis la dominante tendencia al mínimo esfuerzo y máximo placer.
Con ello se fomenta, en realidad, una importante debilidad social, como consecuencia de la anorexia de individuos egoístas atrapados en el ideal de su propia imagen. Sólo el paso de la "ética indolora" a un verdadero altruismo dará lugar a una civilización de hombres y mujeres comprometidos comunitariamente y, por lo tanto, de una mejor sociedad, no basada únicamente en el éxito económico.
No basta, por lo tanto, desenmascarar lo perjudicial del consumo de drogas y enseñar a rechazarlas, ni tampoco amenazar a quienes comercian con ellas con penas más severas; es necesario librar una batalla cultural, en la que se recuperen elementos tan primarios y a la vez tan cuestionados hoy como la posibilidad de señalar algo como "malo" y el oponerse valientemente a ello como virtud de la fortaleza. La campaña educativa es más urgente que la militar, y sin ella ésta resultará inútil.
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