Una psicología genético-dialéctica
El pensamiento de Henri Wallon
Silvia De los Santos Esquivel 3B
Henri Wallon, La vie mentale,
Messidor/Éditions Sociales, París, 1982. Traducción castellana: La vida mental, Editorial Crítica,
Barcelona, 1985.
Henri Wallon, L’Evolution psychologique de l’enfant,
Librairie Armand Colin, París, 1968. Traducción castellana: La evolución psicológica del niño,
Editorial Crítica, Barcelona, 1976.
Rene Zazzo, Psychologie et Marxisme,
Editions Denöel, 1975. Traducción castellana: Psicología y marxismo: la vida y la obra de Henri Wallon, Pablo del
Río Editor, Madrid, 1976.
El objetivo
de esta selección de textos es suministrar los materiales básicos para apreciar
la concepción walloniana de la psicología globalmente. Esto es lo que puede
tener mayor trascendencia de cara al desarrollo de la cosmovisión proletaria de
la evolución psicológica. Si Wallon centra sus intereses en el estudio de la
infancia, lo hace desde una perspectiva genética y evolutiva que enlaza así con
la perspectiva de la transformación revolucionaria de la psicología. El
conocimiento del adulto a través del niño puede bien proporcionarnos muchas
claves imprescindibles, pues en el fondo de lo que se trata es de qué tipo de
adulto es el resultado del desarrollo desde la infancia. De esta manera, la
lectura de los materiales que aquí publicamos puede servir de base para una
mayor profundización en esta dirección, tanto en los escritos de Wallon o sus
discípulos como Zazzo, como en otros autores.
En cuanto a
la presentación de los textos, hemos procurado mejorar la estructuración dada a
los textos fragmentarios que componen La
vida mental, poniéndoles una numeración y creando algún apartado nuevo
cuando resultaba imprescindible, procurando los menores cambios posibles en
este sentido. Los textos de Zazzo se han numerado respetando su orden en Psicología y marxismo y se han dividido
en apartados que mayormente estaban esbozados en la edición original, en la que
para establecer las separaciones simplemente se dejaban varios renglones en
blanco.
Roi Ferreiro
02/04/2009
Introducción
a la lectura de La vida mental -
Émile Jalley
Émile
Jalley, ex-alumno de la Escuela Normal Superior, agregado de filosofía,
licenciado por el Instituto de Psicología de París, profesor asistente de la
Universidad René-Descartes, París V. Con anterioridad ha publicado Wallon lecteur de Freud et Piaget, en
las Éditions Sociales.
La vida mental es uno de los
títulos importantes de la literatura psicológica. Esta obra ha sido y es una de
las grandes síntesis de la psicología moderna. Pero, por razones de orden
circunstancial, hasta hoy no ha llegado a conocimiento del gran público, al
que, de hecho, su autor había destinado. En 1982 apareció una reedición
francesa, de la que ahora ofrecemos la traducción castellana.
Henri Wallon (1879-1962) es,
junto a Freud y Piaget, uno de los grandes fundadores de la psicología
científica, de la concepción moderna del psiquismo humano. Es, también, el gran
psicólogo marxista en lengua francesa.
Procedente de un medio de
burguesía intelectual, Henri Wallon ingresa en la Escuela Normal Superior
(1899), donde prepara la agregaduría de filosofía (1902). Doctor en medicina
(1908), luego ayudante del profesor Nageotte en Bicêtre y en el hospital de la
Salpêtrière, abre un consultorio para niños deficientes mentales y con
problemas de motricidad (1901-1931). Reclutado como médico militar durante la
primera guerra mundial de 1914-1918, adquiere una experiencia neurológica que
le permite interpretar retrospectivamente sus primeras observaciones sobre
niños anormales. Tras presentar su tesis sobre L'enfant turbulent (1925), es nombrado director, en la Escuela
Práctica de Altos Estudios (1927), del Laboratorio de Psicobiología del niño,
fundado por él mismo en 1922, luego profesor en el Instituto Nacional de
Estudios del Trabajo y de Orientación Profesional (1929), encargado de curso en
la Sorbona (1932), finalmente profesor en el Colegio de Francia en la cátedra
de Psicología y Educación de la Infancia (1937-1949). Por lo demás, Wallon
siempre manifestó mucho interés, una vez concluida la primera guerra mundial y
a lo largo del resto de su carrera, por las aplicaciones de la psicología a la
pedagogía teórica y práctica. Esta constante preocupación culmina con su
importante participación, en el curso del período 1944-1947, en la comisión de
reforma de la enseñanza, cuya labor quedará reflejada en el documento conocido
bajo el nombre de «Plan Langevin-Wallon». Este texto constituye, desde hace
casi cuarenta años, una referencia capital en el debate ideológico y político
en Francia en lo que concierne a la cuestión escolar.
La obra psicológica de
Wallon es considerada de acceso difícil, acaso porque en ella se refleja, en un
estilo deseoso de expresar toda la complejidad de lo real, la experiencia del
médico formado en el método neurológico a la vez que la intrepidez intelectual
derivada de una formación filosófica. Dado que se atiene a datos más recientes
de la neuropatología y que sus hipótesis revisten carácter innovador, todavía
hoy se sitúa en la extrema vanguardia de las investigaciones actuales. De
hecho, Wallon siempre sostuvo que «imaginar es el primer deber, el segundo
verificar».
La obra de Wallon, tanto por
su posición en la historia de la psicología como por su valor intrínseco, tiene
un alcance incomparable. Desde el primer punto de vista, Wallon ocupa un lugar
intermedio, juega un papel de eslabón entre Freud, inventor del psicoanálisis,
y Piaget, el creador de la epistemología genética. En cuanto al segundo
aspecto, la importancia capital de Wallon consiste en la elaboración de una
psicología interdisciplinaria y total, en la que un método, a la vez genético y
comparativo, proporciona el doble resorte.
Indudablemente, Wallon es el
gran psicólogo de la infancia que se dedica a estudiar todos sus aspectos,
biológico y social, afectivo y cognoscitivo. Pero la psicología genética
también es, a su modo de ver, más que la psicología del niño, constituye el
método mismo de una psicología general concebida como conocimiento del adulto a
través del niño. Puesto que el conocimiento de una estructura, de una formación
madurada sólo puede ser obtenida mediante el análisis de su génesis, del
movimiento que la ha producido. El mecanismo de una función psíquica, al igual
que el modo de producción de una formación económica, sólo puede ser
comprendido a través del estudio del desarrollo, de la historia de la que es el
resultado. Comprender es siempre recuperar, reflejar, reproducir en el
pensamiento el movimiento que ha producido la propia cosa.
Al propio tiempo, según
Wallon, el estudio de un tipo particular de génesis implica la toma en
consideración de las analogías y de las diferencias que presenta su movimiento
con otras formas de proceso más o menos entroncadas con él. De modo que el
estudio del niño, y del adulto a través del niño, presupone el estudio del
animal, del retrasado mental, de las formas arcaicas del pensamiento salvaje.
De suerte que el método genético es ipso
facto comparativo: consiste en comprender la génesis de las estructuras, no
asimilando, sino más bien diferenciando, diversos tipos de procesos, cuyas
velocidades y cuyos puntos de llegada son de lo más variado.
Estas ideas no están en
absoluto pasadas de moda, siguen estando en la vanguardia misma de los
progresos recientes de los métodos de la psicología. Ciertos psicólogos vuelven
a insistir en la idea que un conjunto en movimiento, puesto que es un conjunto
de variables en interacción, no puede ser comprendido por simple disociación en
variables elementales, en factores independientes, sino más bien mediante la
comparación con otros conjuntos del mismo tipo o de tipo similar. Tal es el
principio de técnicas tan sofisticadas como el análisis multivariado, que no es
el momento de definir aquí.
El método que consiste en
restituir el movimiento del objeto total se contrapone, en cuanto a la
metodología de las ciencias, a aquel que se funda en la definición operacional
de un conjunto restringido de variables independientes. Este segundo método
forma parte de una tradición de pensamiento que pasa por Descartes y Claude
Bernard, mientras que el primero se inscribe en la corriente del pensamiento dialéctico.
Wallon se inserta claramente en este último, al considerar que la psicología
genética, por el hecho de implicar conjuntos en movimiento, precisa de esta
metodología del todo o nada: el único conocimiento posible es el del objeto
total, del conjunto exhaustivo de las variables en interacción-conflicto.
Parece bastante claro que es
en este corte epistemológico donde reside el trasfondo de la desavenencia jamás
superada entre Wallon y Piaget en el terreno de la psicología del niño. Ambos
conceden, ciertamente, una importancia primordial al movimiento muscular en la
génesis de la vida mental. Y en este sentido tanto el uno como el otro son
pensadores materialistas. Pero sobre tal base, Wallon desarrolla una concepción
de conjunto del psiquismo enfocada bajo el doble aspecto afectivo e
intelectual. En tanto que Piaget, al fijar su atención exclusivamente en la
segunda de las variables, construye una psicología de la inteligencia. De
hecho, el descubrimiento genial de Wallon consiste en un análisis completo, y
nuevo en su tiempo, de las componentes funcionales de la motricidad. En primer
lugar, el movimiento muscular entraña una función efectora (exterofectiva)
aplicada al dominio del objeto físico y origen de la inteligencia. Pero también
comprende en el ser humano una función expresiva (propiofectiva), dirigida
hacia el sujeto humano, y base de la afectividad. Además, sucede que la
aparición de la segunda función precede genéticamente a la primera, a la que
proporciona su verdadera base de asentamiento.
Piaget, en cambio, se ampara
en el tópico, casi universal en la época y aún vigente, que consiste en
considerar únicamente la función efectora del movimiento, la cual lógicamente
no puede conducir más que a una psicología de la inteligencia. Pero de este análisis
parcial resulta, de hecho, una perspectiva ilusoria sobre la naturaleza de la
variable tomada en consideración, incluso un cierto número de distorsiones que
conciernen a su estatuto teórico y funcional. Rotos los vínculos con la otra
función más primitiva, no cabe sino una interpretación tergiversada.
Ese prejuicio reductivo
entraña una descripción del desarrollo intelectual que, aunque marcando
fuertemente el acento sobre el carácter activo del proceso de conocimiento,
tiende a minimizar el rol del factor afectivo-social en su formación. También
es inevitable que esa descripción se incline a valorizar la noción de
equilibrio, en detrimento de la de conflicto.
Al respecto, acaso sea una
trivialidad invocar, como suele hacerse en descargo de Piaget, el derecho que
ampara al investigador de sólo tener en cuenta las variables que le interesan.
Imaginemos un jugador de bridge que en las partidas que juega durante toda una
tarde decide no interesarse más que en sus tréboles, por ejemplo. En el supuesto
que gane algunas partidas, es evidente que los inconvenientes de su táctica no
tardarán en aparecer.
Freud es el otro gran
interlocutor de Wallon. Durante más de cuarenta años, éste mantendrá a lo largo
de toda su obra un diálogo ininterrumpido con el inventor del psicoanálisis.
El lector encontrará en la
presente obra un gran número de pasajes que se refieren al psicoanálisis, o más
aun que abordan temas que implican elementos de polémica con el psicoanálisis.
Hallará en particular el texto, probablemente el más importante de la obra de
Wallon, referente al fundamento mismo de su actitud, harto ambivalente, en
relación al psicoanálisis. Conviene citarlo aquí en toda su extensión: «El
hombre psíquico se realiza entre dos inconscientes, el inconsciente biológico y
el inconsciente social. Los integra diversamente entre sí».
Posiblemente, sea lícito
preguntarse si ese texto de una claridad algo esotérica excluye o implica el
reconocimiento del inconsciente psíquico del que Freud ha encontrado la clave.
Cuando menos puede parecer una especie de reproche velado a Freud por haber
elaborado un inconsciente puramente psíquico, carente de todo nexo, en
particular del orgánico.
De hecho, Freud y Wallon,
partiendo de una formación may similar de neurólogo y médico, han seguido, como
consecuencia de su inclinación por clientelas diferentes, evoluciones dispares.
Freud se vio obligado a abandonar el terreno de la neurología para crear la
terapéutica de las neurosis, en tanto que Wallon sigue anclado en las
categorías neurológicas que al parecer le impone su consulta de niños
retrasados y turbulentos.
Freud y Wallon tienen en
común el haber desarrollado un método psicopatológico moderno, integrando el
método genético a través de un juego de comparaciones cruzadas entre lo normal
y lo patológico, el adulto y el niño[1]. Su divergencia consiste
especialmente en el hecho que han realizado esta integración sobre dos bases
diferentes, meramente psicológica en el caso de Freud, neurológica en lo que
respecta a Wallon. De hecho, la actitud de reserva mezclada de interés que
Wallon manifiesta en relación al psicoanálisis todavía puede interesar. Sigue
encontrando cierto eco en determinados sectores de la patología mental, dentro
de la dualidad del enfoque psicoanalítico y del enfoque neurológico.[2]
Wallon ha confesado a menudo
las relaciones entre su psicología y el materialismo dialéctico, las cuales, no
obstante, plantean un problema tan sutil como difícil de obviar.
Parece que las nociones
clásicas de la dialéctica materialista expresadas por Engels en términos de ley
de interpenetración de los contrarios y de ley de la negación encuentran sus
equivalentes en las grandes obras de Wallon bajo la forma respectivamente de un
principio de integración y de un principio de alternancia funcional.[3]
La vida mental es la obra de
Wallon donde la cuestión de las relaciones entre psicología y dialéctica es
mencionada de una forma más consistente, y a tenor de una pauta de pensamiento
tan clara como profunda. Al respecto cabe destacar particularmente dos largos
pasajes.
En el primero, Wallon
insiste acerca del rol de los «conflictos dialécticos» en la génesis de las
etapas del psiquismo. Tal como lo enfoca, el conflicto constituye el modo de
transición de una etapa a la siguiente, a la vez que el modo de estructuración
propio de cada etapa. De forma que el conflicto es a un tiempo, y
contradictoriamente, factor de ruptura y factor de equilibrio. Ese doble
carácter, sucesivo y simultáneo[4], genético y estructural,
del conflicto se cristaliza en el pensamiento walloniano en lo que puede
llamarse el esquema filiación-oposición: las funciones integradas por cada
estadio, por ejemplo la representación y la emoción, mantienen una doble
relación de filiación y de oposición. Utilicemos una comparación de orden
familiar: en una familia, la relación de filiación entre hijos y padres no
excluye siempre, sino que a menudo implica el conflicto.
En opinión de Wallon el
equilibrio sólo puede resultar del conflicto, mientras que Piaget concibe el
equilibrio como si se produjera en cierto modo por sí solo, por una especie de
tendencia interna. En otro orden de ideas, el conflicto freudiano no parece ser
del mismo tipo dialéctico que el conflicto walloniano. Sin duda, en el psicoanálisis,
el conflicto contribuye a la estructuración del sujeto, conduce a la producción
de nuevas instancias. De esta manera el superyó se forma a modo de instancia
que integra la superación del conflicto edípico. Pero también existe en Freud
una acepción más restrictiva de la noción de conflicto, en tanto que fuente, en
la composición de las fuerzas en presencia, de «formaciones de compromiso»:
actos fallidos, pero sobre todo síntomas neuróticos. El conflicto se expresa
entonces dentro de una especie de equilibrio, activo aunque inmóvil, de las
fuerzas en presencia, excluyendo por su propia estructura cualquier posibilidad
de superación ulterior.[5]
Lo que no impide que el
segundo texto importante de La vida mental referente a la dialéctica lleve a Wallon
a un acercamiento cuanto menos audaz entre el psicoanálisis y el marxismo. A
propósito de un largo razonamiento sobre la vida afectiva, refiere el concepto
freudiano de ambivalencia al principio de la «conexión de los contrarios», cuya
formulación atribuye a Marx y de paso también busca otras ilustraciones, por
ejemplo, en el terreno de la neurofisiología. En este contexto llega a integrar
ambas nociones, hasta el punto de utilizar la asombrosa expresión de «la ley de
los contrarios o de la ambivalencia» (p. 216). En el conjunto de la obra,
Wallon recurre ampliamente, en el plano de la descripción concreta de los
hechos psíquicos a esta ley de los contrarios.
Engels, como se sabe, ha
extraído de la Lógica de Hegel un tercer principio de la dialéctica conocido
como ley del paso de la cantidad a la calidad. Wallon, que no parece haberlo
utilizado explícitamente en el resto de su obra, ofrece aquí una ilustración
muy concreta de él, al que, por otro lado, integra de forma interesante en la
ley de los contrarios: puede suceder, dice, que la excitación generalizada del
tono provoque el tránsito de la risa a las lágrimas.
Wallon jamás ha trasplantado
al campo de la psicología los principios de la dialéctica materialista. Por el
contrario, los ha sometido, en el contacto con los hechos concretos que
estudiaba, a un proceso de elaboración muy original.
En el terreno de la
psicología genética, los numerosos trabajos referentes a la sociabilidad
primaria del niño (Bruner, 1956; Fantz, 1961; Hughes, 1975; Maratsos, 1976;
Flavell, 1981), confirman el carácter premonitorio, plenamente actual, de los
puntos de vista de Wallon en este terreno. Cabe mencionar también al respecto
la importante corriente que han engendrado los trabajos sobre la noción de attachement (Bowlby, 1958, 1969; Harlow,
1958; Zazzo, 1974; Montagner, 1980).
Las investigaciones de
Wallon en el dominio de la neuropatología le llevaron a establecer una
tipología de seis síndromes psicomotores, dispuesta en función de las lesiones
susceptibles de afectar las diferentes etapas de la jerarquía de los centros
nerviosos (cerebelo, locus niger, pallidum, striatum, tálamo, haz piramidal).
Aunque los recientes progresos de la psiquiatría infantil no hayan contribuido
a darles validez en todos sus aspectos, esos trabajos siguen conservando el
mérito de haber dado el impulso inicial a la escuela francesa de
psicomotricidad (Guilmain, 1935; Ajuriaguerra, 1960; Lapierre-Aucouturier,
1968). Conservan incluso una real importancia con relación a las preocupaciones
actuales concernientes al problema de la torpeza en el niño, y a la noción hoy
muy en boga de anomalías neurológicas menores (M.B.D. c.a.d. minor brain
disorders, o signos de soft: Brazelton, Sokolow, Kregan, Bruner, Witkin).
Las ideas de Wallon también
han influido en un cierto número de psicoanalistas célebres, pertenecientes, de
hecho, a diferentes tendencias teóricas: Spitz, Winnicott, e incluso Lacan, en
el que se vislumbra a través de bastantes referencias de una parte de su obra un
auténtico «freudo-wallonismo» (R. Zazzo).
En suma, la constante
preocupación de Wallon por las aplicaciones pedagógicas de la psicología del
niño siguen manteniendo viva la atención sobre su obra. En el plano de las
doctrinas pedagógicas, Wallon mostraba una cierta reserva hacia el
rousseaunianismo de Montessori, o incluso de Freinet. Aprobaba, en cambio, las
concepciones de Decroly acerca de los métodos activos, aunque utilizados de
forma muy particular con el objeto de establecer una ósmosis constante entre la
escuela y la vida social.
La
vida mental
es el título del tomo octavo, publicado en 1938, de la Encyclopédie française
(1934-1939). Este volumen, consagrado a la psicología, es un trabajo colectivo dirigido
por Henri Wallon, con la colaboración de unos treinta autores, entre ellos el
psicoanalista Jacques Lacan.
La contribución de Wallon en
La vida mental representa una parte
considerable, casi una cuarta parte de esta obra redactada en común. Concierne,
esencialmente, a la psicología del niño, pero tratada desde una óptica
interdisciplinaria, recurriendo a distintos dominios de la psicología. No forma
una serie continua, pero constituye el aglutinante básico de la obra,
distribuida por los principales puntos de articulación de su armadura.
Ahora bien, extraídos del
edificio colectivo y reagrupados, los textos de Wallon aparecen,
sugestivamente, como un todo bien trabado, siguiendo un plan riguroso y
perfectamente legible, en una palabra, como una especie de libro dentro del
libro.
Sucede que este libro, en
cierto modo oculto en el interior de otro mayor, reúne dos cualidades
relevantes que invitan a concederle un espacio mucho más amplio en el conjunto
de la obra de Wallon.
La primera estriba a la vez
en el modo pedagógico de escritura y en el suave vuelo de la composición que
requería la redacción del texto destinado a una enciclopedia. Un vasto aparato
de títulos y subtítulos articula breves párrafos con el objeto de facilitar la
lectura.
La segunda consiste en que La vida mental representa una síntesis
exhaustiva, el inventario completo de las concepciones de Wallon en el conjunto
de los campos de la psicología: psicología genética sin duda, pero también
neurofisiología, psicología animal, psicopatología del niño y del adulto,
estudio experimental de las grandes funciones y psicología del adulto normal, e
incluso psicología escolar, psicología social, psicología del anciano, sin
olvidar la amplitud de las indagaciones de orden metodológico y epistemológico.
De modo que podemos afirmar
que La vida mental representa la obra
más completa y al propio tiempo la más accesible de Wallon.
Por su fecha de publicación,
La vida mental señala una etapa
intermedia en la elaboración de la obra de Wallon. Esta fecha
sitúa la obra a medio camino de las obras anteriores: L'enfant turbulent (1925), Psychologie
pathologique (1926), Principes de
psychologie appliquée (1930), Les
origines du caractère chez l'enfant (1934), y de las que seguirán a
continuación: L'évolution psychologique
de l'enfant (1941), De l'acte à la pensée (1942), Les origines de la pensée
chez l'enfant (1945). Desde
este punto de vista, La vida mental
juega un doble papel: reúne y condensa los resultados de la primera fase de la
obra de Wallon, al tiempo que sienta las bases de las obras del período final.
(...)
La psicología de Wallon
consiste esencialmente en una teoría de los estadios del desarrollo de la
personalidad infantil. La personalidad es una construcción progresiva, en la
que se realiza la integración, según relaciones variables, de dos funciones
principales: la afectividad, por un lado, vinculada a las sensibilidades
internas, y orientada hacia el mundo social, la construcción de la persona; la
inteligencia, por otro lado, vinculada a las sensibilidades externas, y
orientada hacia el mundo físico, la construcción del objeto.
El desarrollo de la
personalidad progresa según una sucesión de estadios, cada uno de los cuales
constituye un conjunto original de conductas, caracterizado por un tipo
particular de jerarquía entre esas dos funciones. De tal forma que se instituye
una alternancia entre dos tipos de estadios: unos caracterizados por la
predominancia de la afectividad sobre la inteligencia, otros por la
predominancia inversa de la inteligencia sobre la afectividad. El tránsito de
un estadio a otro presenta un aspecto discontinuo, lo que, sin embargo, no
excluye la continuidad global del desarrollo. Esta continuidad se expresa
particularmente en los fenómenos de superposición: los estadios de predominio
afectivo comportan, de forma subordinada, una evolución de las conductas
intelectuales y viceversa.
1. Los estadios impulsivo y
emocional (0 a 3 meses - 3 meses a un año) se caracterizan por la primacía de
las sensibilidades internas y del factor afectivo. Un primer período, llamado
impulsivo, hasta los 3 meses, se distingue por el desorden gestual. En un
segundo período, la respuesta del entorno humano al niño organiza
progresivamente este desorden en emociones diferenciadas. La emoción constituye
el origen común de la conciencia, del carácter y del lenguaje.
2. El estadio sensoriomotor y
proyectivo (1 a 3 años) se instituye con el predominio de las sensibilidades
externas y de la función intelectual. En él el niño desarrolla dos tipos de
inteligencia, de hecho, interrelacionados: la inteligencia práctica («de las
situaciones»), unida a la manipulación de los objetos; la inteligencia
representativa («discursiva»), unida a la imitación y al lenguaje. A lo largo
de un período llamado proyectivo (2 años y medio a 3 años), el pensamiento
naciente sólo puede tomar conciencia exteriorizándose, proyectándose en el
gesto imitativo.
3. El estadio del personalismo (3 a
6 años) restablece la primacía de la función afectiva sobre la inteligencia. Se
inicia con la crisis de personalidad (crisis de los 3 años), durante la cual el
niño se opone a todo, en una «especie de esgrima» con el adulto: es «la edad
del no, del yo, de lo mío». Tras este negativismo aparece, hacia los 4 años,
«la edad de la gracia»: perseverando en el gesto por el gesto, el niño se las
ingenia para seducir, en una especie de «narcisismo motor». Finalmente, hacia
los 5 años, se aficiona a imitar al adulto prestigioso en sus actitudes
sociales, de un modo ambivalente entre la admiración y la rivalidad.
4. El estadio categorial (6 a 11
años) se vuelve a caracterizar por la preponderancia de las actividades
intelectuales sobre las conductas afectivas. Es el inicio de la edad escolar:
el niño va adquiriendo la capacidad de prestar atención, de esforzarse, de
tener memoria voluntaria. El pensamiento se desarrolla a partir de un período
de confusión inicial (sincretismo) hasta la formación de las «categorías
mentales». Éstas le permiten la representación abstracta de las cosas y la
explicación objetiva de lo real.
5. El estadio de la adolescencia (11
años) marca un rebrotar de los intereses personales en relación a los intereses
centrados sobre el objeto. «En el plano afectivo, el Yo recobra una importancia
considerable; y en el plano intelectual el niño rebasa el mundo de las cosas
para alcanzar el mundo de las leyes.»
El objeto de la psicología
de Wallon es la psicogénesis del niño, la formación de la persona. En lo que
respecta al método adoptado por Wallon, uno de sus comentaristas, Tran-Thong,
lo ha definido como «un método concreto y multidimensional»[6]. Consiste principalmente
en dos puntos: a) estudiar el desarrollo del niño en todos sus aspectos: el
afectivo y el intelectual, el biológico y el social; b) comparar este
desarrollo con otros tipos de desarrollo, referido a otros tipos de formación,
o, como dice también Wallon, a otras «series», a otras «fuentes de
comparación»: neuropatología (1925) y psicopatología (1926) del niño y del
adulto, psicología animal, psicología funcional del adulto normal,
psicosociología de los primitivos (etnografía, antropología).
Una Introducción general muy
larga se consagra a definir el objeto y los métodos de la psicología. Este
texto no es el único que Wallon ha dedicado a las cuestiones de orden
metodológico y epistemológico (1934, 1941, 1942, 1945). Pero es, a considerable
distancia de los demás, el más extenso de todos, también el que abarca el
círculo más vasto de problemas. Esta introducción aborda cuatro puntos
distintos.
El primer punto se refiere a
la definición de la psicología como «estudio concreto de una realidad
concreta», conocimiento del «hombre en contacto con lo real», «contacto con las
cosas» lo que presupone el «contacto con los hombres». El método de la
psicología consiste en «el análisis de los conjuntos», según las diferentes
acepciones de este término: poblaciones estadísticas, aunque también
estructuras funcionales, e incluso series evolutivas. En definitiva su posición
en relación a las ciencias limítrofes sitúa a la psicología a la vez como
«ciencia de la naturaleza y como ciencia del hombre».
Sigue a continuación una
crítica de la introspección y del sustancialismo que conduce a revisar toda la
psicología de la conciencia, incluyendo también la forma más sutil del
paralelismo psicofisiológico, a favor de una «psicología de la eficiencia».
Estas ideas, aunque situadas en un determinado contexto histórico, de hecho,
conservan una gran actualidad.
Tercer punto: el segmento
más importante de esta psicología de la eficiencia consiste en el estudio del
carácter, de hecho componente afectivo de la personalidad. El carácter forma
«una jerarquía de estructuras», cuyos principales factores son el temperamento,
la acción del medio, pero también «la acción del tiempo».
Finalmente intervienen otras
consideraciones en el método de la psicología, método de tipo «genético y
comparativo», que se consagra a estudiar no solamente las etapas del
desarrollo, sino también los períodos más amplios de la existencia (véase la
actual corriente de la «life-span developmental psychology»), así como los
«medios» donde se forma y actúa el sujeto, entrecruzando estas líneas del
análisis longitudinal con tres tipos de referencias verticales: psicología del
hombre normal, psicopatología, psicología animal.
(...)
Una conclusión general sobre
«los verdaderos y los falsos problemas», suscita cuestiones de orden
epistemológico y metodológico que enlazan con las que se tratan en la
introducción general.
El estudio de la vida mental
es el objeto de la psicología. Como la biología, la fisiología, la sociología y
otras palabras de idéntica terminación, la psicología debería designar una
ciencia referida a un aspecto definido de la realidad, a un dominio de hechos
homogéneos. Pero los dos términos vida y mental que se enlazan en el enunciado
(le su contenido parecen indicar algo híbrido, al menos para aquellos que
distinguen entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu.
A decir verdad, todo el
edificio de la ciencia puede ser llamado mental. Es precisamente la tesis del idealismo:
el conocimiento sólo nos permite encontrar estados de conciencia,
construcciones intelectuales, testimonios sensoriales y, por consiguiente, es
en ellos donde cabe buscar el principio y el fin de toda realidad. En esta
realidad el idealista, empero, consiente en distinguir, por un lado, lo que
parece opuesto a la conciencia, porque es exterior a ella, por otro lado su
propia actividad; por una parte las ciencias concretas, cuyo objeto parece que
lo proporciona la experiencia; por otra las ciencias formales, cuyo objeto es
la actividad que da forma a la experiencia.
Todavía, hace muy poco, H.
Delacroix (Nouveau Traité de psychologie,
V) cotejaba y distinguía la lógica y la psicología en los siguientes términos:
La
psicología del pensamiento está en el tiempo, la lógica fuera del tiempo ... El
objeto del estudioso de la lógica, es la necesidad lógica considerada en sí
misma, al margen de la duración y al margen de cualquier pensamiento actual y
actuante. El objeto del psicólogo, en cambio, es la operación activa que se
desarrolla en el tiempo, y que alcanzará su meta o la errará, según observe o
no, en el orden de sus operaciones, el orden lógico intemporal ... A la
psicología no le compete la justificación ni el origen de ciertas leyes muy
generales del pensamiento, esenciales a todo pensamiento, imprescindibles para
que el pensamiento pueda funcionar. Lo que se llama las categorías queda fuera
de su campo, porque lejos de poder explicarlas, se limita a presuponerlas, y se
detiene en la teoría del conocimiento. La psicología estudia únicamente el
juego de las formas en la conciencia individual, su adaptación a la experiencia
de cada uno de nosotros.
De manera que la psicología
sería en cierto modo consecutiva a la lógica, cuyo orden eterno y necesario se
limitaría a expresar por medio ele actividades individuales que se desarrollan
en el tiempo y están sujetas a las vicisitudes del error. Psicología del
pensamiento, se dirá pero ¿es que hay otras? Seguramente, aunque bastará con
sustituir lógica por instinto, o por cualquier otro vocablo apropiado, para
aplicar a todos los aspectos de la vida psíquica el mismo tipo de explicación.
Eso es lo que hizo Bergson. Poniendo en lugar de las intuiciones de la razón la
intuición del élan vital, sin duda llegó a conclusiones contrarias: denunció la
ciencia como una falsificación de la realidad e identificó la realidad con las
aspiraciones del instinto. Pero este cambio de frente no hace sino mostrar
mejor lo que hay de idéntico en las concepciones de los psicólogos que parten
de lo mental o de lo psíquico. Su psicología no encuentra un terreno que le sea
propio entre los de las ciencias concretas. Planea por arriba porque es la
expresión inmediata de los principios del conocimiento o del ser.
En el extremo opuesto, la
psicología considerada como ciencia de la naturaleza reduce las manifestaciones
psíquicas a una mera manifestación de la vida y, a menudo, en la vida sólo ve
el funcionamiento de los organismos según su estructura. De modo que la
actividad psíquica deberá explicarse por el juego de sus órganos más o menos
diferenciados. La actividad psíquica será rigurosamente reducible a sus
órganos, como ellos mismos lo serían a las leyes de su propia morfogénesis y
éstas a las mutaciones físicoquímicas de las que proceden; de suerte que, en
definitiva, todo confluirá en la manifestación de los efectos propios de la
materia, siendo cada grado de la realidad el efecto necesario del grado
precedente. Este tipo de explicaciones mecanicistas no es excepcional en
psicología. Para creerlas justificadas basta con considerar ciertas relaciones
aisladamente, por ejemplo, ciertas modificaciones del psiquismo bajo la
influencia de ciertas secreciones internas, sin tener en cuenta a la vez el
terreno y el momento biológico que pueden constituir las determinantes básicas.
Además, ¿cómo explicar, por otro lado, la diversidad de efectos que pueden
resultar de estructuras anatómicas parecidas, por ejemplo, la diversidad de
lenguas según la diversidad de los medios lingüísticos, si los efectos
estuvieran rigurosamente preformados en las estructuras?
Entre las actitudes
idealista y organicista obviamente no puede haber mayor antagonismo. Los
principios invocados son, en la primera, un orden o una finalidad que preexiste
a los efectos; en la segunda, elementos simples, cuyas sucesivas combinaciones
se ordenan mecánicamente. La psicología, en un caso, tiene por objeto lo que
realizan potencias en cierto modo anteriores a la experiencia; en el otro, un
simple fragmento de la realidad experimental, tanto más subordinado cuanto que
la cadena de sus condiciones anteriores es más larga, confiriendo a los hechos,
en mucha mayor medida, figura de epifenómenos. Es, pues, bastante sorprendente
que, a tenor de las conveniencias del objeto, cada uno de esos puntos de vista
pueda, como a menudo sucede, ser alternativamente adoptado en la misma obra o
por el mismo autor. Tienen, no obstante, en común un cierto carácter
sustancialista y deductivo, puesto que ambos remiten los datos de la
experiencia a las propiedades de una realidad inicial y fundamental.
O sea, que para no tener que
pronunciarse sobre la naturaleza esencial del ser, cuestión metafísica por
excelencia, numerosos psicólogos y sabios afirman que sólo existe un problema
que concierna a la ciencia: el de las relaciones que es posible discernir y
medir en el campo de los hechos observables, esto es, en lo que es sensible, o
ha sido convertido en sensible, a través de técnicas apropiadas a nuestra
percepción. De manera que nuestros estados de conciencia de nuevo se convierten
en la envoltura que nuestro saber jamás llegará a rebasar. Acerca de la
naturaleza de las cosas, de la significación de la vida, de las relaciones de
la conciencia y del universo: agnosticismo. La ciencia es un simple sistema de
métodos y de procedimientos para prever o provocar la aparición de determinados
efectos. Las leyes científicas son simples construcciones intelectuales mejor
logradas que otras. Se admiten por pura comodidad, no por su veracidad, puesto
que no hay criterio para evaluarla. En pugna con lo desconocido que lo cerca,
las hipótesis del hombre, nunca serán más que meras hipótesis.
De modo que es puesta en
duda la validez de la ciencia, e incluso sus progresos se vuelven a menudo
contra ellos; y aunque sus propios descubrimientos le impongan la necesidad de
ajustar los hechos a las teorías, de profundizar sus perspectivas y de
centrarlas de diferentes formas, todo ello es aportado como prueba de su impotencia
para aprehender lo real. Puesto que la incertidumbre esencial que se atribuye a
su proceder es una posición moralmente insostenible y el problema de la cosa en
sí vuelve a aparecer como es lógico, bajo una u otra forma. Lo que se pretende
incognoscible sirve para reafirmar la necesidad de fuerzas místicas, cuya
influencia, una vez aceptada, no se detiene en los confines del saber
científico, sino que delinea sus perfiles a su manera. La psicología es la
primera que sufre sus deformaciones, puesto que su campo de acción es la zona
en la que el hombre se une a las cosas. Por su excesiva prudencia, esa actitud
de renuncia, que es particularmente la del criticismo y la del positivismo, da
como resultado una concepción de la objetividad meramente pasiva y, por ello,
subjetivista.
Las impresiones que el
hombre recibe del mundo exterior no deben ser sólo estudiadas desde dentro. Al
más bajo nivel hay la excitación, y la reacción motriz que la acompaña
inevitablemente. Y la experiencia muestra que la reacción se modifica en la
medida que no concuerde exactamente con la situación de la que procede la
excitación. Una discordancia persistente sólo podría acarrear la desaparición
del ser que la presentara. Reacción de un nivel superior, tampoco la percepción
es un dato en bruto, es un ajuste, en cierto modo experimental, que se limita a
ultimar su reconocida concordancia con la realidad. Un disentimiento
sistemático, por parcial que sea, en los casos de alucinación, por ejemplo,
acarrea tales desórdenes en la conducta que el sujeto debe ser muy a menudo
confiado al cuidado de los demás. En definitiva, es la misma incesante
adecuación a lo real que se opera en las construcciones intelectuales de las
que la ciencia surge.
Esta progresión está
inscrita en el sistema nervioso. En cada una (le sus escalas, en cada una de
sus etapas, implica la realidad del mundo exterior, medida, como entre los dos
extremos de un compás, por la acción conjugada de las impresiones aferentes y
de las realizaciones eferentes. Medida que puede, con arreglo al nivel de
actividades en juego, limitarse estrictamente a la coyuntura presente o, por el
contrario, evocar sistemas de alcance más profundo y de consecuencias más
lejanas. Medida que capta de lo real todo cuanto puede captar en las
condiciones de la experiencia actual.
Y el conocimiento científico
en sus diferentes grados de desarrollo prosigue ese mismo trabajo. La realidad
que alcanza es la que responde a los medios de investigación desplegados. ¿Cómo
exigir todavía más? Con técnicas apropiadas explorará horizontes más distantes
o estructuras más íntimas. Sus progresos no han aminorado su ritmo, antes al
contrario. ¿Por qué contraponerle la cosa en sí, cuando no sólo no cesa de
ganar terreno en el conocimiento de las cosas, sino que además se ha mostrado
capaz de reformar los supuestos cuadros a priori de la experiencia y del
conocimiento humanos para adaptarlos a su objeto y que, ya la historia y la
psicología nos aportan el presentimiento de su relatividad a través de la
evolución mental de las sociedades y de los individuos?
En este cuerpo a cuerpo, las
fuerzas de la naturaleza sólo se revelan a la ciencia si ésta es capaz de
oponerles fuerzas equivalentes o superiores para tomarles el pulso o dominar
sus efectos. Es esencialmente acción. Si debe captar en la naturaleza misma las
fuerzas que ésta despliega es para que ellas sean la prolongación de las que
residen en el hombre. Siendo más diestra, más compleja, menos espontánea y
menos inmediata, la acción del hombre sigue siendo, como en sus reacciones
primitivas, una respuesta de las fuerzas íntimas a las fuerzas externas que
acarrea su modificación recíproca. A pesar de los intermediarios entre él y las
cosas, acumulados por sus técnicas, no puede substraerse a su condición que es
la de pertenecer al universo. No está en sus manos hacerse mero espectador
pasivo de él. Las imágenes que se ofrece del universo, la única garantía de
eficacia que tienen es la de haber surgido de su contacto con las cosas. Esta
acción recíproca explica, sin duda, que en un grado de alta tenuidad el físico
constate en las fuerzas observadas la alteración producida por las fuerzas
necesarias a la observación. De modo que el análisis del objeto conduce al
hombre a encontrar en él las huellas de su actividad, y a la necesidad de
conocer su naturaleza, de medir su pulso. Pero el circuito es largo.
Si esta actividad del hombre
no puede ser aislada de las cosas tampoco puede serlo de la actividad de los
demás hombres. Desde que se eleva por encima de las reacciones que están
inmediatamente vinculadas a la estructura biológica del individuo, implica
técnicas, imágenes, símbolos, un lenguaje, operaciones intelectuales, cuya
condición necesaria es la sociedad. El hombre no puede concebirse al margen de
la sociedad sin sufrir mutilaciones. Campos enteros de su corteza cerebral
funcionan únicamente sobre objetos de origen social. La sociedad se ha
convertido para él en un medio tan necesario como el de los agentes físicos,
aunque es un medio de circunstancias mucho más transformables, que depende de
su actividad colectiva o individual y, que, en reciprocidad, le transforma. Así
pues, el hombre de una civilización no puede ser a priori identificado con el
hombre de otra civilización. Es en sus relaciones con la historia cuando se
hace más perceptible la relatividad de su condición, que se traduce en
metamorfosis más rápidas, y también más superficiales. Pero debe ser puesta de
manifiesto en todas las escalas de la vida psíquica. La psicología está anclada
en las confluencias de las acciones recíprocas que se ejercen entre lo orgánico
y lo social, entre lo físico y lo mental, teniendo al individuo como
intermediario. Esta concepción activista de la realidad es la que ha recibido
el nombre de dialéctica.
Se suele afirmar que una
ciencia recién constituida se apropia de los métodos de las que la han
precedido o, por el contrario, que introduce los suyos, la influencia de los
cuales modifica la orientación de las ciencias anteriores. Si la observación
puede confirmar en parte cada una de estas dos opiniones, su réplica podría
suscitarla una tercera constatación: el momento en el que van a ser resueltas
las dificultades particulares que diferían la entrada de un nuevo objeto en el
dominio científico es también el momento en el que esas dificultades se
plantean en relación a objetos estudiados muy anteriormente. Podría parecer que
la prospección de la realidad procede por planos sucesivos, a cada uno de los
cuales corresponde una perspectiva de conjunto, y que el instante en el que
nuevos dominios pueden insertarse en ella es cuando ésta tiende a recomponerlos
todos.
Si a Auguste Comte le
parecía imposible que la psicología pudiera convertirse en una ciencia, es
porque el objeto es modificado por la observación, siendo así que objeto y
observación constituyen una unidad. Es meridiana la analogía con ese principio
de indeterminación, que el estudio del átomo obligara a Heisenberg a reconocer.
Pero para la psicología, ahí residía una interdicción previa y global; en
física, por el contrario, se trata de la consecuencia de inmensos progresos. Un
caso está en las antípodas del otro, como los dos infinitos de Pascal. No
obstante, ambos son indicio de una misma necesidad: contar con el hombre como
una fuerza que interviene en todos los efectos o realidades de las que se
apropia, aunque sólo sea por la vía del conocimiento. Es un intento vano,
querer, como pretende el behaviorismo de Watson, ignorar la introspección y la
conciencia. La ciencia considerada globalmente no es sino la toma de conciencia
por el hombre del universo. Pero su control experimental es la condición de
cada instante. Si la introspección no puede servir de fundamento a la
psicología, como algunos todavía pretenden, es porque es mero testimonio, mera
manifestación psíquica entre otras muchas más directas y más espontáneas; por
eso debe ser encuadrada dentro de un aparato experimental y crítico tanto más
riguroso.
La existencia de gran
cantidad de factores cuya acción recíproca es incesante en la vida mental hace
que sea peligroso el empleo de abstracciones que, en la esfera de las ciencias más
antiguas, han permitido constituir series simples e invariables de propiedades
y de relaciones de causas a efectos. La más mínima realidad psíquica se refiere
habitualmente a todo un conjunto de condiciones, cuya significación actual
depende, en cada una de ellas, de todas las demás. La consideración de los
conjuntos, el arte de reconocerlos, en los últimos tiempos ha adquirido una
importancia cada vez mayor en la psicología.
El conjunto puede ser una
estructura, puede ser, también, una colectividad. En el estudio de una
estructura se trata de especificar la subordinación recíproca de las partes. El
determinismo está en el todo, no en cada uno de los componentes. Ello es fácil
de observar en todas las escalas de la vida psíquica: en una reacción
psico-vegetativa, en una percepción, en un temperamento, en un carácter, en la
conducta de un individuo. Ahora bien, el individuo, a su vez, puede ser
restituido al grupo, a la colectividad de la que forma parte, para conocerle
mejor recurriendo a la vía estadística.
Como en otras muchas
ciencias, la utilización de la estadística en psicología se ha desarrollado
mucho, la cual sirve para clasificar al individuo entre los de su categoría,
determinando el tipo más frecuente o tipo medio, los casos extremos o
aberrantes. También permite verificar las relaciones internas de una estructura
refiriendo cuál es su grado de constancia. Restablece, en suma, la posibilidad
de estudiar aisladamente una función o un cierto tipo de condiciones, mediante
comparaciones muy amplias a través de grupos convenientemente escogidos.
Debe también ser
representada bajo la forma de conjuntos coherentes. El papel del tiempo es tan
fundamental que nunca debería ser considerado como un cuadro inerte en el que
sólo se irían yuxtaponiendo las manifestaciones de la vida psíquica. Empezando
por una simple excitación, ésta sólo es independiente de su propia duración a
partir de una determinada intensidad. Su eficacia depende de ello, al
contrario, de las intensidades liminares, esto es, apenas suficientes. En los
fenómenos de adquisición: costumbre, memoria, aprendizaje, cuyo ámbito es tan
amplio en el desarrollo y constitución de la actividad psíquica, el tiempo se
convierte en la función esencial: es imposible estudiarlos si no se relacionan
sus progresos o sus regresiones con los intervalos y la duración de las
repeticiones. Para captar su fisonomía y expresar el conjunto, la psicología
busca en qué tipo de curva -parábola, hipérbola o cualquier otra- puede
inscribirse la sucesión de sus valores numéricos.
Finalmente, cuando ya no se
considera el tiempo parcial sino la duración total de la evolución, aparecen
problemas cuya solución de entrada parece escapar al psicólogo y entrar en el
campo de la metafísica, puesto que éste aísla lo que, de hecho, es un simple
período, una etapa dentro de un conjunto, dentro de una evolución de la que no
alcanza a representarse la totalidad. La extensión que suelen tener las etapas
de la vida mental, su dilatación en el tiempo y el ritmo lento que resulta de
ello, hacen que el psicólogo se ocupe de simples fragmentos, en los que se
rompe la continuidad dinámica que es su razón de ser. Entre la duración de la
existencia humana y de un sistema cuyos estados de equilibrio realizan casi
instantáneamente su ciclo, hay, sin duda, una diferencia de graduación
considerable. Mas, entre estos dos casos límites se van escalonando todos los
intermedios y, progresivamente las condiciones son las mismas. Interrumpir la
operación equivale a quitar toda significación a los fragmentos, a obligar a
suponer en los fragmentos un principio íntimo que los haga evolucionar desde el
interior a través de una especie de autocreación.
Pero el problema puede ser
resuelto considerando que, en todos los seres vivos, el momento de su madurez
biológica es algo así como su definición, la ley de su existencia. Desde este
punto de vista, las demás etapas son condiciones o consecuencias que sólo cabe
constatar. ¿Hay otro que permita ir más al fondo de las cosas? Evidentemente
surgen interferencias que complican el aspecto de las diversas etapas. Éstas
pertenecen simultáneamente a distintos sistemas o conjuntos. Se ha insistido
mucho acerca de las huellas que la historia de la especie iría dejando en el
individuo: similitud de la ontogénesis y de la filogénesis. Parece, sin
embargo, que la recapitulación es poco fidedigna; que las fases del pasado se
alteran y se revocan rápidamente cuando ya no responden al plan del ser
evolucionado; y las semejanzas invocadas son muy aproximativas.
Influencias actuales también
modelan el presente. Se trata, en primer lugar, de las diferentes actividades
que pone en juego y cuyas manifestaciones tienen tendencia a desarrollarse por
sí mismas, como si dejaran escapar al regulador que es la sucesión de etapas a
recorrer. Luego el medio. Él es el que suscita en todo momento las reacciones
donde se revelan, se ejercen, se especifican las posibilidades funcionales. El
desarrollo de la vida mental, de hecho, parece destinado a acrecentar el poder
del medio: extiende y diversifica frente al mundo exterior la superficie
impresionable; la ha hecho sensible a las influencias sociales, intelectuales y
morales, que muy a menudo se han convertido en el intermediario de las
necesidades físicas y que sirven para modificarlas o para dominarlas.
Al análisis de esos
conjuntos, ¿de qué le serviría la hipótesis de un acontecer creador (Bergson) o
la de los valores trascendentales que darían a la vida del hombre su auténtica
significación y separarían la psicología del bloque de las demás ciencias
(Dilthey)? Esa superación metafísica de la ciencia sólo podía justificarse con
una ciencia que sustituyera el conjunto de la realidad por sus propios
análisis. Por un lado, segregando el tiempo considerado un medio inerte, sólo
le cabía alinear en ella una sucesión de momentos estadísticos, cuyas
relaciones meramente mecánicas no podían explicar la unidad evolutiva, y el
tiempo eliminado reaparecía bajo la forma de finalidad inmanente. Amputando,
por otro lado, el objeto de su estudio de los medios de los que forma parte,
esta ciencia se negaba a ver en sus reacciones recíprocas el principio mismo de
la realidad, la realidad en estado germinal, el origen de los cambios
conjugados que han modificado estructuras funcionales y medios. Son las
exigencias resultantes de sus relaciones las que expresan a cada nivel de vida
biológica y social los, valores que se imponen al individuo. Los valores
espirituales no escapan a esta ley de relatividad, tal como nos enseña la
historia de las civilizaciones. De modo que el comportamiento del individuo
respecto a ellos no obliga a la psicología a abandonar el dominio de la ciencia
que se extiende a las condiciones de existencia de todo lo que es.
El hombre que ha de estudiar
la psicología es el hombre concreto, no la entidad formal que con excesiva
frecuencia se escinde en facultades o en actividades sin objeto definido.
¿Dónde encuentra ese hombre genérico, del que ha hecho su punto de partida? El
mismo individuo es, en cada una de sus edades, muy diferente de lo que había
sido y de lo que será. No está en posesión de todas sus funciones desde el
momento mismo de su nacimiento. Su infancia, esto es, el período en el que
incesantemente se completa hasta llegar a su madurez de adulto, es muy larga,
mucho más larga que en todas las demás especies animales. En cada etapa su
comportamiento es modificado por la irrupción de actividades nuevas. Si se las
define por sus funciones, éstas son a su vez modificadas, cuando surge, con la
aparición de nuevas funciones, una nueva recomposición de la vida mental y
cuando deben insertarse en otro tipo de comportamiento. De manera que no poseen
una realidad en sí y su estudio sólo puede ser un estudio diferencial.
Una actividad pura es, de
hecho, inconcebible. No hay actividad que no tenga un objeto. Una función viene
determinada por sus efectos. Para detectarla y medirla hay que ponerla a prueba
con tareas a las que pueda responder: es en lo que consiste el método de los
tests. Pero las tareas que le imponen las circunstancias y la actividad del
sujeto, su medio, su profesión, todas las exigencias de si, vida, a su vez la
modifican. El objeto de la actividad reacciona sobre la actividad misma, y
sólo, también en este caso, un estudio diferencial permitirá definirla.
Tras los períodos de
reflexión y de pleno ejercicio, se sucede el período de declinación, todavía
más diverso que los demás: a veces rápido y global como consecuencia de la
involución orgánica; pero susceptible de ser retardado por las disciplinas
anteriores, los hábitos adquiridos, las compensaciones interfuncionales y según
el objeto o los temas de la actividad. Todas las funciones no envejecen
simultáneamente. La desaparición de unas puede dejar el campo libre a otras
hasta entonces más o menos refrenadas. Algunas actividades, en definitiva, son
capaces, a veces, de desarrollarse por sí mismas. Las obras de vejez de algunos
artistas no son, ni mucho menos, inferiores a las de la edad madura. Menos
lastradas por contingencias, son una expresión más libre y más pura de su
genio.
¿El hombre genérico? Nada de
eso. Hombres comparados en la totalidad de su vida mental; similitudes que se
van desvelando, habida cuenta de las circunstancias: quizás así se puedan
descubrir ciertas leyes fundamentales del destino humano. La unidad de la
naturaleza humana no se halla en una entidad a priori donde los más
heteróclitos contenidos pueden agruparse; hay que indagar a través de qué
vicisitudes se realiza la unidad.
En cuando al análisis, éste
también debe proceder de los hechos y de la experiencia. No debe ser abstracto
y convertir a la psicología en una dependencia de la lógica. Consiste en la
comparación dinámica de las funciones entre ellas, en el examen de sus
relaciones estructurales, en la investigación de sus correlaciones, también en
la comparación de cada función consigo misma en el curso de su evolución y
según sus motivos de actividad. Pero todavía hay otros campos de comparación:
la psicopatología y la zoopsicología.
Probablemente sea en Francia
donde el estudio de la patología mental ha sido más ampliamente utilizado en la
psicología. Inspirándose en Claude Bernard que descubría en las experiencias
del fisiólogo un medio para producir artificialmente los mismos trastornos que
la enfermedad, y, en consecuencia, de detectar sus causas, Th. Ribot pensó que
esta especie de identidad fundamental entre la experimentación y la enfermedad
permitía reemplazar la primera, que habitualmente es impracticable en el
hombre, por la segunda. En realidad, el procedimiento es exactamente a la
inversa. Al contrario del método experimental que modifica el efecto
modificando algunas de sus condiciones, aquí hay que partir de la modificación
para poder descubrir sus condiciones. Entre todas las diferencias que pueden
distinguir el caso patológico del caso normal o medio, se trata de reconocer la
que es responsable del efecto que debe explicarse. Para localizarla entre las
asociaciones meramente fortuitas de síntomas, para delimitarla entre los
conjuntos a veces masivos de lesiones, a menudo son necesarias gran cantidad de
comparaciones muy minuciosas. Y, para hacer esas comparaciones, habrá que haber
encontrado casos suficientemente parecidos. De modo que la rigurosa aplicación
del método es altamente delicada.
Finalmente el estudio
psicológico de los animales es indispensable. Es cierto que aquí, hasta ahora,
sólo hemos hablado del hombre. Y es, en efecto, el hombre el que servirá de eje
a esta exposición sobre la vida mental. Por dos razones: la ciencia es acción
más que especulación pura y, en el dominio de la psicología, lo que despierta
mayor interés práctico es captar los motivos y los mecanismos de nuestra
conducta. Por otro lado, es la psicología del hombre, al superponer el medio
social al medio natural, la que ofrece la perspectiva más vasca y la curva de
desarrollo más completa. Pero la propia complejidad de sus manifestaciones
entraña la necesidad de indagar en las especies animales las formas de
comportamiento más simples y de reconstruir las series más o menos continuas
que permitan vislumbrar a través de qué circunstancias de estructura y de medio
la función se complica, se diversifica y se integra en otros sistemas
funcionales.
Pero las analogías
funcionales que pueden observarse a través de las especies animales no
significan necesariamente similitud. Por ejemplo, el hecho de vivir en sociedad
no implica que, en todas las especies donde se observa, las disposiciones y
actividades individuales que hacen posible la colaboración social sean de
naturaleza idéntica. Incluso se plantea la cuestión de saber si, en las
sociedades en apariencia mejor ordenadas, como las sociedades de insectos, lo
que se da no es una simple yuxtaposición de actividades en lugar de una
colaboración (Rabaud). Aunque en ellas haya realmente nexos sociales, puede
ocurrir que su mecanismo sea tan diferente de los que se observan en el hombre
o en determinados mamíferos como diferentes son la estructura física de los
vertebrados y la de los artrópodos. En este caso la comparación sería de un
interés capital. Haría patente hasta qué punto una función puede recurrir a
medios diversos para realizarse. Es también lo que muestra la extrema variedad
de las manifestaciones a las que da lugar el instinto sexual. En la evolución
psíquica no hay necesariamente más unidad y continuidad de tipo ni filiación
unilineal que en la de los organismos. Series irreductibles entre ellas
permiten profundizar mejor el estudio diferencial de las funciones y de los
comportamientos.
Fundado en comparaciones muy
vastas, aplicándose a descubrir los conjuntos de los que emana la manifestación
psíquica en cuestión y de cuyas acciones es la resultante, el estudio concreto
de la vida mental deja evidentemente de lado todo el aparato de distinciones
lógicas, de entidades abstractas e incluso de investigaciones a veces
minuciosas que se refieren a los pretendidos elementos del edificio psíquico,
herencia de la antigua psicología. Ocupándose, en cambio, de enfocar la
realidad desde puntos de vista muy diversos. Es útil ofrecerle como preámbulo
un examen de los métodos, también muy diversos, de los que poco a poco se ha
ido dotando, ya sea a través del contacto con otras ciencias, ya sea bajo la
presión de necesidades técnicas o de otro tipo que se ha visto obligado a
satisfacer.
B. Los
métodos:
Ciencia de la naturaleza o
ciencia del hombre: ¿bajo cuál de estas dos rúbricas debemos colocar la
psicología?
Lo más habitual, sin duda,
es considerar que procede de las ciencias sociales, enlaza con ellas a través
de su filiación literaria y universitaria; pero ya Descartes le reconocía
conexiones íntimas con la fisiología. Y, como veremos, es gracias a la técnica
de algunas ciencias exactas, la astronomía y la óptica en particular, que, por
primera vez, se descubrieron relaciones, cuya naturaleza psicológica es
incontestable -se refieren exclusivamente a la actividad sensoriomotriz o
intelectual del hombre y asignan incluso un índice personal a cada individuo-
pero que, al propio tiempo, se expresan mediante medidas numéricas con el mismo
rigor de las relaciones del mundo físico. El entroncamiento o las participaciones
de la psicología en las ciencias de la naturaleza no han cesado de extenderse.
Algunas de sus esferas, la de la psicología animal, por ejemplo, parecen más
una conquista de la biología que un trasplante en un terreno vecino de los
conocimientos obtenidos por el hombre en el estudio directo e inmediato de sí
mismo. De manera que la psicología no puede ser clasificada entre las ciencias
del hombre argumentando su antagonismo con las ciencias de la naturaleza.
Frente a las ciencias del
hombre, la posición de la psicología, por otro lado, está definida con mucha
menos nitidez de lo que podría parecer a primera vista. Todavía hoy, le suele
suceder que no se considera en pie de igualdad con ellas, aplicando en su
dominio particular los procedimientos corrientes de información. Pretende
disponer de procedimientos especiales, los cuales le otorgarían ese privilegio
único de ser idéntica a su objeto y de conocerlo, siendo, a la vez, su
animadora y su vida.
Para llegar a obtener
resultados objetivos, cuya existencia no varíe a tenor de modas o sistemas
ideológicos, las ciencias del hombre han procedido como las ciencias de la
naturaleza, que encuentran sus objetos en el mundo exterior y a los cuales
tratan como cosas. Se han consagrado a la búsqueda de «cosas» que fueran
exteriores a cada individuo e identificables por todos de un modo parecido. De
estas cosas sólo quisieron conocer los caracteres materialmente discernibles y
controlables. Limitando su estudio a las relaciones que se deducen de la
comparación, han dejado de introducir en la realidad las veleidades a través de
las cuales a cada uno le puede parecer que penetra en su esencia. El etnólogo,
en lugar de seguir insinuando bajo los oropeles de lo «salvaje» su concepción
optimista o pesimista de una humanidad no civilizada, se ajusta a lo que el
inventario de los objetos, el examen de los testimonios le permite establecer
en relación a una sociedad determinada o a un conjunto de sociedades, cuyas
manifestaciones y vestigios ha podido comparar. Tampoco el lingüista se
dedicará a explicar la historia del lenguaje a través de las aptitudes o
tendencias que la intuición o el análisis subjetivo parecerán hacerle descubrir
en sí mismo o en sus semejantes; para él sólo cuenta lo que está materialmente
probado o grabado de los dialectos o de las formas fonéticas objeto de estudio,
y las únicas leyes que se siente capaz de desvelar deben proceder de las
relaciones establecidas por el análisis de este material.
De modo que las ciencias del
hombre tuvieron como condición previa la radical eliminación del sentimiento de
su existencia y de su propia actividad, que espontáneamente el hombre mezcla en
todo. Y lo que así culmina en la esfera de las ciencias del hombre, es una
evolución de la que las propias ciencias de la naturaleza han sido
anteriormente el producto. Puesto que sus comienzos no se remontan a una fecha
tan alejada que no nos sea posible conocer las ideas o las creencias que se han
visto obligadas a suplantar.
Bajo una forma más o menos
abstracta, de lo que se trata siempre es de la noción de un principio eficiente
que se confundiría, a la vez, con la existencia o las manifestaciones del
objeto y con la fórmula de su inteligibilidad o de su conocimiento. En él se
expresa visiblemente la ilusión animista, que sitúa en el corazón de cada
realidad algo, en lo que se combinan, a diferentes escalas, según el caso, el
poder y el querer, la vida y la conciencia. Su similitud con la representación
que el hombre se hace de su ser personal es evidente, su comunidad de origen es
prueba de ello. Puesto que estos focos, que han sido tan numerosos como los
objetos o los tipos de efectos a explicar, se desprendieron, como una nebulosa
primitiva, de la intuición, al comienzo indivisa y global, que unía al hombre
al ambiente. Para que de ello surgiera el universo, es decir, esa parte de sus
impresiones y de sus experiencias que se le opone bajo la forma de existencias
o de causas ajenas, ha sido preciso que el hombre introdujera esas
distinciones, las categorías, que elaboran un orden de cosas no sujeto a las
variaciones de su propia sensibilidad.
La prueba de que esta
transformación se ha ido realizando gradualmente está en el ejemplo del
primitivo o del niño. En sus creencias o prácticas, el sentimiento de una
participación, que haría depender de sus deseos o de sus pensamientos el curso
de los acontecimientos o el destino de los seres, sólo sufre lenta regresión en
la medida en la que cada objeto, cerrándose a su influencia inmediata, parece
contraerse en sí mismo, apropiarse y oponerles la vida y la conciencia difusa
que extravasan en él. Pero este en sí mismo no es más que una etapa.
Tras esos reflejos de vida y
de conciencia que parecen emanar de las cosas, y en los que el hombre acaba por
reconocer su propio espejismo, discierne, al propio tiempo, una constante de
efectos y de relaciones que le conduce a eliminar de su explicación cualquier
rastro de interpretación subjetiva. A partir de este momento se invierte el
orden de los factores. La subjetividad humana que era, ora inmediatamente, ora
por delegación, la medida de todo, se ve confrontada con las medidas que la
ciencia introduce en el universo y se ve obligada a tomarlas como denominador.
Y el círculo no cesa de estrecharse a su alrededor. Todavía durante mucho
tiempo pareció que, sin un principio o impulso vital que no es sino una
emanación de ella, la vida era imposible de concebirse. Y luego las rigurosas
medidas que iban multiplicando las ciencias biológicas han ido reduciendo,
paulatinamente, la acción de este principio al papel de una mera afirmación
general, destinado más que a rendir tributo a nuestra ignorancia, a satisfacer
ciertas supervivencias de nuestra sensibilidad. ¿Dónde se detendrán en el
hombre las medidas que introduce la biología? Hay quien todavía quisiera oponer
al dominio biológico otros dominios de los que, por definición, quedaría
excluido el número. Pero, ¿no es acaso, el número un medio cabal para expresar
relaciones exactas? Ahora bien, todas las ciencias del hombre tienen como
objetivo el descubrimiento de tales relaciones y, en consecuencia, tienden
hacia el número.
Las aversiones que suscita
esa usurpación progresiva aumentan en la medida que se trata de hechos en los
que la participación de la personalidad parece más íntima. Son, además
variables, no sólo a tenor de las realidades contempladas, sino también a tenor
de los hábitos mentales propios de cada uno de nosotros e incluso a tenor de
nuestras disposiciones del momento.
A algunas personas no les
resulta difícil admitir en relación a las manifestaciones más generales o más
usuales de la actividad humana que estas sean el efecto de condiciones más o
menos rigurosamente determinables, pero, en cambio, les parece excesivo aceptar
que ese tipo de determinaciones lleguen incluso a indagarse en la conducta
individual y en sus móviles. ¿No es acaso el autor y único testigo (le las
intenciones que lo hacen actuar y pensar, muchas de las cuales no re pueden
traducir exteriormente en actos ni en palabras? ¿Cómo hacer para rebatir su
certidumbre de que cuando actúa o piensa sólo depende de sí mismo y, que, por
lo tanto, no es reducible a una medida común? Paralelamente, a quien su cultura
predispone a no aceptar que en el hombre todo es imputable a condiciones
objetivamente determinables, puede sucederle, bajo la influencia de un choque
afectivo, de una situación que exalta hasta el paroxismo sus intereses o sus
pasiones, que llegue a oponer a sí mismo, como si estuvieran animados por
sentimientos y designios hostiles, no solamente a los hombres y a las
instituciones humanas, sino también a los acontecimientos explicables desde un
punto de vista más mecánico, y a las cosas mismas. Probablemente nadie es capaz
de evitar que la emoción le arrastre hasta el límite de maldecir o implorar al
destino. La emoción puede incluso barrer la distinción entre el yo y el no-yo
asociando a sus arrebatos el ambiente y la totalidad de la creación. Una
voluntad frenética es fácil que llegue a la convicción de que puede actuar
inmediatamente en los demás y en las cosas. A la inversa, la angustia puede
abrir la intimidad de un ser a la influencia de los demás o de las cosas. Y la patología
demuestra que este estado tiende a convertirse en progresivo y crónico en
aquellos que se hallan dominados, de un modo absoluto y sin remisión, por la
preocupación o la sensibilidad hacia su propia persona.
Hay en esas regresiones una
auténtica contra-prueba que muestra el antagonismo esencial entre la intuición
subjetiva y el conocimiento objetivo. La reflexión sobre el universo, el
estudio de sus leyes sólo han sido posibles a través de la destilación de la
experiencia inmediata, concreta y personal, donde se confunde la acción, la
sensibilidad y la vida de cada uno. Para desglosarla gradualmente, fue
necesaria la elaboración por la inteligencia humana de esas nociones o sistemas
estables e impersonales que, habiendo encontrado una fórmula en el lenguaje,
luego en la ciencia, acaban por imponerse a la conciencia de cada uno y
preparan el momento en el que otras sistematizaciones separarán del yo
subjetivo otros fragmentos de realidad y de conocimiento.
Así se multiplican, gracias
al lenguaje y a los usos que los fijan, los planos sobre los que el pensamiento
proyecta el universo, incluida la humanidad y el hombre. En cada época ya están
plenamente elaborados para el niño, se le imponen de golpe, en la medida que el
desarrollo de su inteligencia le permite situarse en relación a ellos, concebir
la estabilidad abstracta y la simultaneidad al menos virtual de los mismos.
Puesto que las etapas a través de las cuales su pensamiento enlaza con el del
adulto, parecen remitirse a la aptitud, gradualmente adquirida, de ordenar a
voluntad las cosas, de acuerdo con uno de los puntos de vista al uso en su
entorno, y de distribuirse entre ellos. De este modo se reducen, frente al
orden invasor del pensamiento, los dominios que parecían ser los de las
variaciones fortuitas o espontáneas. Se convierten en meras apariencias, cuyas
leyes es preciso indagar.
De retroceso en retroceso,
¿hacia qué último refugio podría emigrar el sentimiento de absoluto y de
incomparable autonomía que dejan en cada uno las impresiones de su sensibilidad
y las manifestaciones de su actividad, que no sea hacia el de su personalidad
íntima? Ahí es donde la eliminación progresiva de todo cuanto responde al
objeto y a las necesidades externas de nuestras experiencias podría alcanzar,
condición suprema de toda experiencia, al propio sujeto. En este supremo grado
de pureza, cada sujeto sería el único apto para conocerse a si mismo, y este
conocimiento se asemejarla a una especie de autocreación. Pero ¿hay ahí un
límite inaccesible a los procedimientos de la ciencia? o ¿tal vez se trate de
un último conjunto de apariencias que, a su vez, se dejarán penetrar por las
leyes de la causalidad?
Contra el cerco total del sujeto
sensitivo, actuante y pensante, montado por la ciencia que teje, valiéndose de
todas las realidades, su entramado de medidas comunes, todavía son demasiado
vivas las objeciones para que sea posible extrapolar, pura y simplemente, al
hombre psíquico de la modificación del punto de vista que se ha ido operando de
forma sucesiva gracias a las ciencias del mundo físico, de la vida y de la
sociedad. Asimilarles la psicología chocaría, se dice, con el hecho de que una
forma propia de conocerse está tan esencialmente vinculada a la naturaleza del
hombre que renunciar a ella equivaldría a renunciar a sí mismo: abolir
simultáneamente el objeto y su visión. Si hay algo en el hombre que sea
diferente a lo que son sus funciones fisiológicas y a aquellas que le impone la
sociedad, ¿no es, acaso, su vida interior, esto es, lo que sólo existe por su
conciencia: dicho de otro modo, por ese conocimiento inmediato de sí mismo que
se llama introspección?
De modo que la conciencia,
objeto único o al menos esencial y central de la psicología, une, sin
distinción posible, la realidad y su imagen inteligible. Plantea como una
identidad la idea y su objeto. En seguida se advierte a qué estadio primitivo
del pensamiento conduce este postulado.
En sus comienzos el
pensamiento no sabía situarse frente a su objeto, ni siquiera cuando ese objeto
era el mundo físico. Pensarlo equivalía a hacerlo existir; dejar de pensarlo,
si no era reducirlo a la nada -habida cuenta que un pensamiento creador de
existencia es absolutamente inepto para pensar la nada-, era al menos abolirlo
momentáneamente y hacerlo ineficiente. Pero, por encima de todo, el objeto
debía ser tal como había sido pensado. Las transformaciones que sufría a través
de la imaginación, los sueños o el lenguaje, debía presentarlas realmente, al
modo como lo proyectan las creencias y las fórmulas de la magia. Al principio,
confundía su existencia con la impresión que producía y con las imágenes
intelectuales que evocaba. Al relajarse el nexo, esta comunidad de existencia
se fue convirtiendo en mera participación. Y ésta se convirtió en mera simpatía
o intuición asimilativa cuando, tras invadir el número el mundo de la
experiencia multiplicando en él a los individuos, cada ser individualizado,
cosa, animal u hombre, se convierte él mismo en un foco simultáneo de
existencia y de conciencia, puesto que su existencia se fundamenta en su
conciencia y en su voluntad de vivir, tal como lo proclama la concepción
animista del universo.
La unión en la conciencia,
del ser y del conocimiento psíquicos, sobre la cual la introspección pretende
fundar su privilegio, presenta exactamente la misma gradación y las mismas dificultades
que la del pensamiento con la existencia de las cosas. La psicología
introspectiva no puede desprenderse de su subjetivismo inicial, que haría
imposible cualquier propuesta, aun la menos general, si no atribuye al sujeto
el poder de asimilarse a los demás por intuición y de encontrar en sí mismo, en
las fórmulas de su propia conciencia, las razones de su conducta y la sustancia
de sus sentimientos.
El hecho de que la intuición
sea más o menos inmediata, que proceda más de la mera analogía que de la
identificación íntima, supone inevitablemente un poder de participación, que
hace posible a la conciencia de cada uno la inteligibilidad de la conducta de
todos, y a la conciencia en general la implicación de la existencia de su
objeto. Esta misma dependencia (o más bien esta confusión en la que la introspección
pretende encontrar el fundamento de su evidencia y de su certidumbre) es la que
Comte denuncia en la medida que convierte a la psicología en una pura ilusión.
Puesto que, si su objeto es idéntico al conocimiento de ese objeto, éste se
modifica y se renueva a la vez que se desarrolla el conocimiento, y el
conocimiento sólo puede aprehenderse a sí mismo. Se halla en un presente
perpetuo, en un incesante devenir, y no es capaz de ponerse frente a una
realidad estable, para fijar sus relaciones constantes, puesto que ella misma
es esa realidad y que la transforma al ritmo de sus investigaciones. Creación y
conocimiento se excluyen. El conocimiento sólo llega a ser posible en la medida
en que es capaz de desdoblarse frente a la experiencia inmediata, que es
realización vivida. Ahora bien, la conciencia, cuya introspección sólo es la
forma más o menos intencional, se encuentra exactamente en el otro extremo de
ese desdoblamiento. Une tan indivisiblemente el conocimiento y la existencia
que el problema de uno y otra se plantea simultáneamente. Para evitar que el
sueño, al revocar la conciencia, revoque simultáneamente el ser psíquico,
Descartes atribuía al despertar el poder de revocar el simple recuerdo de los
sueños, a través de los cuales la conciencia pudo sobrevivirse durante el
sueño.
Confundir existencia y
conocimiento equivale a basar el conocimiento no en relaciones, tal como lo
hace la ciencia, sino en la sustancia misma de las cosas. De forma que lo que
puede captar el conocimiento, cada vez que se ejerce, no es un aspecto
condicionado de las cosas, el aspecto que ofrecen desde un cierto punto de
vista, es, invariablemente, su realidad esencial y el principio que hace que
sean, ahora y siempre, lo que son.
Efectivamente la psicología
es sustancialista en la medida en que se mantiene introspectiva. Puesto que
mediante su procedimiento de investigación toma posesión de la razón de ser a
la que obedecen las realidades que estudia, no tiene por qué salir de sí misma,
debe formar un sistema cerrado. Por lo menos, esto es lo que afirman ciertos
psicólogos contemporáneos que proscriben las incursiones en otros terrenos y el
uso de un vocabulario en el que pudiera traducirse, por ejemplo, la
investigación de correlaciones psicofisiológicas. Pero la tendencia inversa,
que se advierte en otros partidarios del método introspectivo, sólo conduce a
hacer todavía más evidente su sustancialismo latente. Absortos en la tarea de
señalar el lugar que corresponde a los hechos psíquicos conjuntamente con los
hechos biológicos, no alcanzaron más que a yuxtaponerlos entre sí, quedando el
conocimiento de unos y otros, de hecho, sin una medida común.
Este paralelismo, en el que
desembocan en cierto modo necesariamente, no puede hacer sino postular, tras
ese doble lenguaje imaginado por Taine, una única y misma realidad, de la cual
constituiría, término a término, la traducción yuxtalineal. Por lo tanto,
ninguna interacción, sólo concomitancia entre las dos series psíquica y
fisiológica. Y si esa concomitancia tiene algo esencial e ineluctable, incluso
si resulta que es posible modificar una modificando la otra, es porque ambas
son profundamente idénticas. De modo que es preciso, en su diversidad, postular
un substrato común, en el que ellas sólo serían las apariencias. Contrariamente
a lo que hace la ciencia, cabe suponer tras los fenómenos, no una especie de
estructura común, que los haga conmensurables sin cercenar nada de su
adversidad, sino una existencia cuya diversidad se limita a reflejar, bajo
aspectos diferentes, la identidad fundamental. Mas ¡cuánta dificultad en el terreno de los hechos!
Por un lado, el supuesto
paralelismo induce a ultimar constataciones hechas en un dominio en relación a
lo que existiría en el otro. Puesto que el análisis introspectivo ha conducido
a descomponer el contenido de la conciencia en imágenes, las imágenes han sido
directamente asimiladas a los elementos materiales que constituyen los centros
nerviosos. La destrucción de estos elementos debería explicar la de las
imágenes que se habían convertido en su respuesta cerebral. Y su mecanismo
estaba asimilado a combinaciones de imágenes. Sin recibir información de hechos
accesibles a los métodos de la histología y de la fisiología, los únicos
precisamente cuyo objeto era conocer la estructura y las funciones de los
órganos, el psicólogo y el clínico construían esta estructura y estas funciones
de los órganos en base a la descripción, de hecho viciada, que se habían dado
de la conciencia y, a través de ella, de la vida psíquica. Pero, dado que la
conciencia debía, por otro lado, encontrar en el organismo un equivalente
exacto y específico para cada una de sus manifestaciones, dado que participa en
las manifestaciones ideológicas, lingüísticas, etc. que pertenecen a la vida de
las sociedades, el conjunto de esas manifestaciones se refería no solamente a
la medida del individuo, sino, en cada individuo, a la medida de lo que podría
ser obtenido a través del estudio directo de su actividad nerviosa.
Para justificar en el
detalle de los hechos la correspondencia de las dos series cuya identidad
postula, el paralelismo llega hasta desnaturalizarlos e hipertrofiarlos. Puesto
que lo que está en una está simultáneamente en la otra, su ideal sería
deducirlas una de otra, siendo así que cada tina supone conjuntos de
condiciones totalmente diferentes. A cada orden de hechos responden métodos de
estudio y una ciencia particulares. Pero no hay una ciencia que pueda aislarse
de las demás, como tampoco hay hechos que constituyan una serie hermética. De
modo que no cabría rechazar la identificación substancialista de todas las
series para afirmar especificidades irreductibles y que, por otro lado,
procedieran del mismo prejuicio sustancialista.
La reacción más radical
contra los errores del paralelismo psicofisiológico fue la de Bergson. Denunció
el carácter ficticio no solamente de la aplicación a la actividad nerviosa de
los resultados obtenidos por la introspección, sino también esos mismos
resultados. Yendo todavía más lejos, condenó con la introspección toda
tentativa de referir la realidad psíquica a cualquier tipo de relaciones, esto
es, en definitiva, al conocimiento científico, exclusivamente fundado en
relaciones y que se desentiende de la cosa en sí.
Reprocha a la introspección,
con toda justicia, el que es un simple montaje de fórmulas ideológicas y
verbales, de origen y uso interindividual, pero que en ningún caso permiten al
individuo penetrar en su propia vida psíquica. Son una moneda de cambio. No
pueden significar más que lo que puede haber en común en los contactos de cada
uno con todos y de todos con las realidades exteriores.
Esos contactos, según
Bergson, son el origen y el tipo de relaciones con las que la ciencia ha
constituido su dominio. En consecuencia, la ciencia tampoco puede pretender
insinuarse en la intimidad y en la realidad del ser psíquico. Como el lenguaje,
de hecho, se detiene en la superficie de las cosas. Más aun, debe fijar en cada
una de sus fórmulas y aislar, en el conjunto siempre cambiante que constituye
la vida individual y la vida universal, ni siquiera un momento ele una
existencia particular, sino lo que puede quedar como punto de intersección de un
número indeterminado de ellas. A imitación del lenguaje, la ciencia separa de
lo real lo que puede retener para estabilizarlo, esto es, lo que hay de más
ajeno a la existencia profunda de la cosa, que sólo es concebible en el estado
de devenir perpetuo. Con esos elementos inertes, disociados y discontinuos sólo
puede construir mecanismos, cuya utilidad práctica cabe enjuiciar en relación a
la oportunidad, pero que no pueden darse como imagen de las fuerzas que hacen
de la existencia un cambio incesante.
La conclusión de este
análisis podría ser que, en efecto, la ciencia como sólo ha podido constituirse
a condición de limitarse a constatar y a medir relaciones, no ha podido rebasar
el terreno de las hipótesis sobre la naturaleza de las cosas, puesto que desde
el principio ha renunciado a conocerla con un conocimiento inmediato y cierto.
Y si no hay más procedimiento cognoscitivo que el conocimiento científico, ¿por
qué no aplicarlo a la psicología? Pero el propósito de Bergson no era otro,
precisamente, que el de contraponer a la ciencia un modelo distinto de
conocimiento y de encontrar su pauta en la psicología.
Tras haber descalificado la
introspección por estar excesivamente impregnada de relatividad al uso, admite
la posibilidad de una intuición que, habiéndose desprendido de la actividad
conceptual de la que nuestro pensamiento habitual rebosa, podría llegar a ser
la expresión inmediata del ser íntimo. Bajo el personaje superficial, ficticio,
(le formas rígidas impuestas por sus relaciones con lo que le es ajeno,
correspondería a cada uno volver a encontrar en sí mismo el ser original, no
comparable con cualquier otro, cuya existencia, para mejor zafarse de toda
posibilidad de relaciones, sería incomparable consigo misma, esto es, se
encontraría en cambio y creación continuos. Dado que de este modo nos es
directamente accesible la realidad del ser psíquico ¿a qué querer conocerla con
la ayuda del lenguaje y del número que son lo más opuesto que hay a la naturaleza?
Queda por saber el alcance
de la intuición bergsoniana. «Confiar a una superintrospección la tarea de
penetrar una infraconciencia», tal como lo dice Ch. Blondel: admitiendo que la
operación sea posible, ¿qué garantía ofrece de alcanzar, no un pliegue más
íntimo de la vida psíquica, sino el ser psíquico en su esencia creadora?
Más aun, si existiera un
medio para demostrar la realidad de las diferencias irreductibles que hacen
posible la distinción de los individuos entre sí cuando se abandonan al puro
sentimiento de vivir y de durar, este medio sólo podrían proporcionarlo los
resultados de la psicología industrial, que ha revelado, midiendo el trabajo
del hombre en el trabajo de la máquina, diferencias de ritmo irreductibles
entre los individuos. Sería realmente poco verosímil que de esos ritmos
funcionales y motrices, de su variabilidad momentánea y de sus interacciones,
no dependiera la diversidad de matices que se operan en el sentimiento
simultáneo de ser y de cambiar, que Bergson se ha dedicado a describir. De modo
que en el origen de la intuición, de donde él quería obtener la prueba de que
la experiencia psíquica escapa a cualquier medida, cabría encontrar lo más
inmediatamente reductible al número: ritmos.
Si a través de la intuición
de la duración creyó poder alcanzar el principio de la existencia, en realidad
es porque hizo sustancia de una impresión. La ilusión viene de lejos. Se
trataba, supremo intento, de reservar a la subjetividad pura el dominio de la
psicología. Y para que este santuario fuera todavía más impenetrable, aun la
introspección, excesivamente mezclada al mundo de las relaciones, ha sido
sacrificada. Definir el objeto de la psicología como aquel del que es imposible
decir nada, porque, por su naturaleza, es irreductible a los conceptos del
pensamiento discursivo, equivale, en efecto, a substraerlo a lo que no sería
una mera afirmación de existencia. Equivale, al propio tiempo, a falsear las
relaciones de la intuición y del número. Puesto que sólo una representación
sustancialista del conocimiento es capaz de poner como objeción al uso del
número el hecho de que éste no es inmediatamente perceptible en las sensaciones
o en los otros estados de los que se ocupa la psicología. No se trata, en
efecto, de reconocerlo como elemento constitutivo de las cosas que mide. Su
significación es totalmente relativa. Sólo es la expresión cuantitativa de una
relación. Indiferente a la naturaleza de las cosas, traduce sus relaciones.
Bastan dos series cuyos cambios sean simultáneos para que pueda intervenir.
Poco importa que esos cambios sean puramente cualitativos como lo serían los de
los estados psíquicos. En última instancia ¿acaso no se reducen siempre las
cosas a lo cualitativo puro, conducidas a la intuición inmediata que nos las
revela?
La concepción de Charles
Blondel es mucho más flexible, más comprensible, y, digámoslo también, más
ecléctica. No parece ser meramente fortuito que, en un artículo de 1931, Vie intérieure et psychologie, evoque la
opinión de los filósofos eclécticos Garnier, Bouillet, Paul Janet. Con ellos
comparte la opinión que la psicología, obviamente, debe abrir ampliamente sus
puertas a las ciencias vecinas: en primer lugar a la biología y a la sociología,
aunque su objeto es, esencialmente, la vida interior. Si esta vida no existiera
«no tendría objeto propio y toda ella debería referirse a la biología, por un
lado, y a la sociología, por el otro». La vida interior le parece un mundo
equiparable al mundo exterior, aunque distinto.
¿Sería excesivamente
paradójico mantener que del mismo modo que las leyes físicas sólo son válidas
para nosotros si las referimos a experiencias materiales que las confirman,
también las verdades propiamente psicológicas sólo se nos hacen inteligibles si
las referimos a experiencias mentales que somos capaces si no de realizar, de
imaginar al menos?
O sea, un dualismo fundado
en la naturaleza de las cosas. La grieta que actualmente se abre en nuestra sensibilidad
entre lo que contraponemos como resultado de factores no dependientes de
nosotros, ajenos, externos, y lo que nos parece más íntimamente unido a
nuestros modos de ser personales, nunca pudo, ni jamás podrá, producirse más
que siguiendo las mismas líneas y de la misma manera. El universo y sus leyes
no serían una conquista gradual del pensamiento sobre las impresiones y las
veleidades subjetivas. Si llegáramos a reconocer ciertos efectos constantes en
el dominio de la subjetividad pura, el descubrimiento de sus leyes no los
segregaría de nuestro yo, al modo como se segregaron los movimientos de nuestro
corazón y todas nuestras funciones fisiológicas. En una palabra, habría que
reservar en el universo un enclave que sería para siempre jamás el dominio de
la subjetividad. ¿Pero tiene la subjetividad un dominio propio? Presente en
nuestra experiencia total, ¿no es ella acaso, la que hace que exista en cada
uno de nosotros tanto el universo como nosotros mismos? ¿No está en esas
circunstancias, también sometida a leyes?
Según Blondel, si la
biología y la sociología deben ser utilizadas por la psicología, no es porque
sean indispensables para el estudio de la vida interior, es, lisa y llanamente,
por su utilidad como medios de control.
La vida interior se basta a
sí misma y constituye, respecto al conocimiento, un sistema cerrado. Unida por
su existencia a otras realidades es necesario, pues, que en su propio plano sea
la traducción exacta y suficiente de ellas, lo que conduce a la hipótesis de
una correspondencia perfecta entre los diferentes planos de lo real, dicho de
otro modo a la hipótesis paralelista. Pero puesto que la introspección tiene su
propio procedimiento específico de conocimiento, y dado que incluso se confunde
con el conocer en la conciencia, ¿cómo es posible que tenga necesidad de un
control exterior? De modo que Blondel no ha hecho oídos sordos a la crítica de
Bergson a la introspección. Incluso pareció al principio interpretarla en el
sentido de un agnosticismo radical. Una vez eliminadas las deformaciones que la
sociedad inflige a la conciencia a través del lenguaje y del pensamiento
discursivo, sólo quedaría lo psicológico puro, de lo que, por definición no es
posible ni decir ni pensar nada. E incluso cabría imputar a la invasión por lo
psicológico puro de los cuadros reguladores de la inteligencia las
monstruosidades del lenguaje y del pensamiento que se observan en el alienado.
Sin embargo, por otro lado, admite no solamente que la vía interpretativa de la
introspección es lo que puede hacer inteligibles la vida interior de los demás
y la psicología en general, sino que la inteligibilidad es necesaria en el
origen de toda experiencia y de toda actividad psíquicas. Cualquiera que sea la
explicación de esta ambivalencia, lo cierto es que queda planteada la tesis de
una psicología esencialmente fundada en la inteligibilidad y que es posible
confrontarla con la de una psicología fundada en la eficiencia y en la
causalidad.
La lógica parece exigir que,
para actuar sobre el otro, sea necesario conocer y comprender los motivos que
pueden hacerle actuar y que únicamente la experiencia íntima pueda dar a
conocer y hacer comprender el sentido y el alcance de estos motivos; que el uso
del lenguaje tenga corno condición previa la comprensión de lo que éste
significa, a la vez para el que habla y para el que escucha; que no sea, en
definitiva, concebible una acción, al menos en el dominio de la actividad
psíquica, si no existe en el agente, no solamente la previsión de los
resultados a obtener, sino también la inteligencia de los medios que pondrá en
funcionamiento. De manera que en el origen de toda conducta habría el poder de
experimentar mentalmente los efectos de ella sobre el otro como si fuera uno
mismo. La hipótesis contraria cabría calificarla de absurda.
Por lo tanto, tomando
algunos ejemplos, ¿se podría decir que el lactante consigue enternecer a su
madre porque es capaz de verificar en él el sentimiento de la vigilancia materna?
¿Que el perverso, siendo él mismo incapaz de percibir sentimientos de bondad,
es también incapaz de explotar la bondad en los demás o que, si logra que otros
caigan víctimas de sus engaños, es porque, en la misma medida, es apto para
sentirse generoso? ¿Que el manipulador de hombres tiene su éxito tanto más
asegurado cuanto que actúa sobre aquellos cuya vida interior es capaz de
representarse con más precisión porque, sin duda alguna, son los que se le
parecen más, o que extiende su poder de acción cultivando, en su experiencia
íntima, los modos de sentir más diversos y dispares? El recorrido que conduce a
la realidad es el inverso.
El manipulador de hombres se
orienta frente a los demás sobre la base de los efectos sucesivamente
producidos por su presencia, por sus trazas o por sus discursos. Percibe cómo
su interlocutor se resiste o vacila, sin necesidad de revivir él mismo los
estados interiores a los que les somete. Con la vista puesta en su objetivo
acaso registre, en su experiencia cada vez más avezada, los más exiguos signos
anticipadores del éxito, pero se trata de una experiencia totalmente orientada
hacia afuera, en modo alguno de una experiencia íntima. Y sólo será mucho más
tarde, en Santa Elena, al elaborar la filosofía de su acción, cuando podrá
demorarse imaginando la personalidad psicológica de sus instrumentos o de sus
antagonistas. En el caso del perverso o del niño, por último, la sorpresa que
puede ocasionarles un día la revelación de los sentimientos y los móviles
ajenos cuyos hilos movían con tanta pericia, es enorme.
Observaciones muy parecidas
pueden hacerse respecto al lenguaje. No hay un repertorio de etiquetas que
puedan responder exactamente a ideas formadas con anterioridad. Su uso, lejos
de presuponer su comprensión previa, la precede muy a menudo y se convierte en
el artesano de ella. Lo que hace que la palabra reconozca un sentido, no es su
confrontación con una idea o un sentimiento preexistente en la conciencia, sino
los efectos que produce cuando es enunciada. Es su eficiencia.
El niño asiste a las
diferentes fases de su evolución en el lenguaje de las personas de su entorno,
como asiste a las diferentes fases de la evolución de un objeto del que querría
conocer la utilidad, y cuyos efectos examina manipulándolo por sí mismo, esto
es, utilizándolo en diferentes situaciones. A tenor de que la palabra parezca
producir, en cada uno de los casos, el efecto previsto, su significación es
rectificada, mediante sucesivas aproximaciones, se va haciendo más precisa. De
la que pudo haberle atribuido el sujeto pronto sólo queda el efecto producido
en los auditores. De manera que la parte de sensibilidad íntima de la que pudo
estar cargada es sometida al control de las reacciones obtenidas en los demás. Cuando
la necesidad de expresar la experiencia íntima llega a imponerse sobre ese
control, el lenguaje degenera, como en los alienados, en una especie de
soliloquio extravagante e incomprensible. O sea que la experiencia íntima no
puede ser la norma del lenguaje. Este, por el contrario, es como el instrumento
que afina en el que lo emplea el sentido de la técnica. A través de las
posibilidades que ofrece de expresión del pensamiento, al propio tiempo, lo
desarrolla. Así se explica la velocidad con la que el niño asimila las
distinciones o puntos de vista intelectuales que, en la historia de la
humanidad, han tardado siglos en definirse. En cualquier caso la
inteligibilidad del lenguaje se debe menos al origen de su uso que al resultado
de su eficiencia.
Es inútil seguir
multiplicando los ejemplos. Sin embargo, en la literatura, en el teatro, en las
confesiones, memorias o novelas, hay verdaderos tesoros para la psicología.
Renunciar a ella ¿no equivaldría a renunciar a la psicología de la vida
interior?
Esta inquietud procede de
ciertas confusiones. No es lo mismo asimilar la psicología a la vida interior,
como su objeto esencial, que aplicar a las manifestaciones o a los testimonios
de la vida interior el análisis psicológico. Cualquier testimonio debe ser
criticado, y puede ocurrir, por otro lado, que el interés del contenido sea
superado por el de las influencias deformadoras que la crítica revela. Hay dos
maneras de leer. Buscarse a sí mismo en las descripciones del autor, o, lo que
viene a ser lo mismo, imaginarse uno mismo en su lugar, para dar mejor acogida
a sus revelaciones, como si el escritor fuera un Prometeo que extrajera de su
fuego interior algunas chispas de verdad humana. Así es como antaño se leía a
Horacio y Cicerón. El psicólogo, sin embargo, a menudo tiene tareas más
interesantes que cumplir que la de compartir los resentimientos de Jean-Jacques
contra Grimm y la pandilla holbáquica. Cierto tono compasivo de autojustificación,
una cierta manera de disponer los hechos, ciertos hallazgos expresivos pueden
suscitar en él evocaciones de experiencias clínicas, comparaciones, de las que
derivará su diagnóstico.
El ejemplo de Balzac. Para
no pocas personas Balzac es el prodigioso médium que ha sabido evocar, en su
conmovedora verdad, los tipos humanos y sus pasiones. Nada ha contribuido más a
dar esta impresión que la presentación física que hace de sus personajes, de su
estatura, de su complexión, de su fisonomía. Pierre Abraham, en unos estudios
que son un modelo de las enseñanzas que el psicólogo puede obtener de la
literatura, ha mostrado la escasa concordancia que hay entre los rasgos
descritos por el novelista y los que han sido revelados por los etnógrafos y
los morfólogos. A través de otras reducciones, en cambio, ha descubierto el
modo de apropiación íntima, que para Balzac existía, entre la imagen visible y
las pasiones, los intereses, la vida que comunicaba al mundo que emergía de él.
Y esta apropiación revela mecanismos y razones psicológicos que ponen al
desnudo al creador, y tras él al hombre. Mucho mejor que en los tests, porque
aquí el documento es producto de la espontaneidad, las comparaciones a las que
recurre permiten captar, tras los inventarios de palabras, de imágenes y de
ideas, las afinidades que las combinan y las razones de esas afinidades. Como
en el caso de los tests, se reconoce en su eficiencia constatada, las
virtualidades, las aptitudes, el fondo mental.
No siempre es tan indirecta
la enseñanza psicológica que se puede sacar de la literatura. En determinadas
obras es posible encontrar observaciones parecidas a las del alienista, el cual
se impone habitualmente la prohibición de comprender al enfermo en relación a
su experiencia íntima. Por lo demás, las más ricas en sustancia psicológica no
suelen ser casi nunca aquellas en las que el autor parece querer transfundir en
sus personajes las razones de sus movimientos y de su volición, cuya
justificación la encuentra en su propia experiencia íntima.
¿Qué valor atribuir a esos
procedimientos, más o menos explícitamente acompañados de su teoría, en
comparación con aquellos que precipitan a los héroes de Dostoievski en
situaciones en que perpetuamente se ponen a prueba sus capacidades de reacción?
La verdad es que es enojoso inmiscuirse en esos personajes a través de la
introspección: pero ¿acaso las peripecias de la vida real no sorprenden
también, muy a menudo, nuestras rutinas íntimas? Los problemas, incluso si son
desconcertantes, en todo caso, son más instructivos que las ficciones que se
imponen para solucionarlos. De cualquier forma, los sentimientos íntimos que
llega a expresar el escritor no son una explicación, son un hecho que debe ser
explicado.
Si sólo se tratara de una
cuestión doctrinal, oponer la psicología de la eficiencia a la psicología de la
conciencia no tendría el más mínimo interés. Es posible, sin duda, en el estado
actual de la psicología, advertir, a menudo incluso en el mismo autor, la
coexistencia de las dos prácticas. A pesar de que entre ellas no cabe ni
reparto del terreno ni conciliación. Porque ¿cómo hacer el reparto? Del lado de
la eficiencia, a buen seguro, la psicología «aplicada» o «concreta», la
psicología animal. Y ¿del lado de la conciencia? Junto a la psicología del
hombre normal encauzada ya por la psicología aplicada, ¿se pondrá la psicología
patológica, la del niño, la del primitivo? ¡Cuántos cortes arbitrarios, cuántos
malentendidos! ¿Se disociará cada objeto de la psicología en dos o más reinos?
¿Cuáles? ¿El sociológico, el biológico? Mas, ¿a cuál de los dos se aplicarán
respectivamente la introspección y los métodos objetivos? Quedaría la tarea de
conciliarlos para el estudio de cada objeto. Pero sus principios son demasiado
antagónicos.
A favor o en contra del
ser-sustancia. La psicología de la introspección,
sean cuales sean sus atenuaciones, no puede dejar de tener por objeto esencial
el ser-sustancia, mientras que en todos los demás dominios, la ciencia sólo ha
podido constituirse al precio de su eliminación. No sabe ver, en los hechos que
pretende estudiar, más que las modalidades o las diversas apariencias de este
ser fundamental. Siempre se plantea la cuestión de lo que es compatible, o no
lo es, con su naturaleza, con su esencia. Le repugna aplicarle el número, en
razón de la antinomia que al parecer había entre las cualidades intrínsecas del
psiquismo y los caracteres del número: como si el número, aplicado a las cosas
formara parte de su naturaleza y se realizara sustancialmente en ella. En lugar
de intentar formular relaciones, en la más insignificante de sus actuaciones se
advierte la obsesiva preocupación por expresar lo que existe tal como debe
existir en sí. Sucede en todas las ciencias, que, para dar soporte a sus
fórmulas, hay que representarse la estructura íntima de lo que existe. Pero,
lejos de tomar esta estructura como punto de partida, para decidir cuáles son
los tipos de fórmulas que deben ser rechazadas o aceptadas, es la estructura lo
que modifican o sustituyen a tenor de lo que parecen exigir las fórmulas.
Imposibilidad y absurdo cuando se trata de la introspección, dado que ésta
aparece como la intuición y la expresión de lo inmediatamente presente, el ser
humano mismo, del que ella es la conciencia reflexiva.
¿Deducir o inducir? En principio, y sean cuales
sean las contingencias, la psicología de la conciencia es de tipo deductivo.
Todo lo que constata debe emanar de la naturaleza de los seres, con los que
pretende identificarse para interpretarlos. Aunque no sabe establecer leyes, ni
tampoco prever. E incluso si se permite insistir en la perpetua variación, la
incesante renovación del ser, cuando es aprehendido en su espontaneidad y no a
través de los armazones inmovilizadores del pensamiento discursivo, -desde el
punto de vista ontológico (el de la intuición bergsoniana), empero, no podría
zafarse de esta consecuencia-, el ser sólo es capaz de desarrollar su
naturaleza esencial. Al margen de la figura que adopte, la psicología de la
conciencia va de lo que es hacia lo que debe ocurrir. Las ciencias ascienden de
lo que ocurre hacia lo que puede ser.
La psicología de la
eficiencia, a través de todos sus principios y sus procedimientos, entra en
oposición con la de la conciencia. Sólo pretende conocer actos motores o
mentales, manifestaciones espontáneas o reacciones provocadas. Las recoge tal
como se presentan, sin decidir previamente sobre su naturaleza, aunque asociándoles
todas sus circunstancias. De este conjunto hace un todo indivisible, y no la
resultante de fuerzas o elementos individualizados de antemano. Dado que
cualquier hecho psíquico, como cualquier hecho biológico, tiene sus orígenes en
un contacto entre el ser vivo o el ser psíquico y su medio, no decide a priori
si procede, en su producción, de la naturaleza del medio o del ser que
reacciona. El límite de su participación puede desplazarse con un resultado
exteriormente idéntico.
La reacción que al comienzo
sólo se ha producido excepcionalmente, mediante un encuentro fortuito en el
ambiente de todas las circunstancias favorables, puede, pasado algún tiempo,
reproducirse en ausencia de toda circunstancia inmediatamente determinante,
debido a la incidencia de una circunstancia que nada tenía para ser
determinante por sí misma, pero que llega a serlo por asociación, o por el mero
juego de las capacidades adquiridas y de las apetencias biológicas o psíquicas.
De modo que como extensión del ser psíquico cualquier reacción puede dejar
huella. Depende de ella, como ella depende de él. Bien que, por otro lado, el
propio ser psíquico sólo es definible a través del conjunto de reacciones que
con anterioridad ya le eran más o menos habituales. Ninguna noción fija
responde a su naturaleza, a su esencia. Nada hay que sea estable o absoluto.
Nada que pueda ser captado por intuición inmediata, como si se tratara de un
soporte o de una sustancia, de la que las diversas reacciones del ser sólo
serían sus modalidades o sus consecuencias.
El estudio de las
reacciones, objeto de la psicología, puede abordarse en distintos sentidos.
Pueden agruparse y compararse con arreglo a que éstas tengan su origen en un
mismo individuo: psicología individual. Así permiten definir todo lo que se
puede definir de un individuo, incluyendo el sentimiento que tiene de su propia
individualidad, la conciencia que tiene de su personalidad. También pueden ser
clasificadas con arreglo a que parezcan más bien pertenecer a un grupo de
personas de la misma edad, de la misma condición social, del mismo sexo, de la
misma raza, de iguales condiciones climatéricas, de la misma época histórica,
etc. Y se distribuyen entre los capítulos de la psicología diferencial y de la
psicología comparada. Finalmente pueden ser agrupadas con arreglo a sus
analogías, a la similitud de sus condiciones: psicología funcional.
Pero no se trata únicamente
de clasificar y de describir, hay que explicar, descubrir relaciones de
causalidad, es decir, rendir cuenta de las similitudes o disimilitudes
constatadas.
La cuestión para la
psicología, corno para cualquier otra ciencia, consiste en reconocer a qué
condiciones constantes van unidas las semejanzas, y qué modificaciones en las
condiciones acompañan a las disimilitudes. Pero la psicología presenta en grado
máximo un carácter ya manifiesto en biología que acarrea esta dependencia de la
reacción frente al medio y, a la vez, frente al individuo. Vinculada a esta
conjunción hay una parte de azar. El acontecimiento y la situación ante los
cuales el individuo deberá reaccionar y que son susceptibles de transformarlo,
en una cierta medida, son imprevisibles. Inversamente, este acontecimiento,
esta situación pueden encontrar en diferentes individuos, diferentes fórmulas
de reacción. De modo que, en psicología, la causalidad reviste el aspecto de la
probabilidad; y el grado de probabilidad sólo puede ser establecido con la
ayuda de la estadística. Extremadamente variable, puede acercarse mucho a la
unidad, esto es, a la certidumbre, como, por ejemplo, en determinadas
investigaciones de psicología experimental, en las que la reacción buscada y el
dispositivo de investigación son susceptibles de ser aislados con bastante
rigor para que la parte de lo fortuito sea casi reducida a cero. En
consecuencia nunca podrá bastar una sola medida como en física. Hay casos, por
el contrario, en los que la distancia que separa de la unidad hace que sea más
o menos dudosa la influencia del factor considerado. Así es, en particular,
cuando se trata de factores tan polivalentes como ciertas influencias sociales.
En tales casos, las leyes del cálculo de probabilidades pueden proporcionar
indicaciones, aunque la última palabra sólo podrá obtenerse recurriendo a la
experiencia.
Con el sistema de
correlaciones y su cálculo, el número puede ser introducido en psicología, sin
que sea necesario plantearse si esto es compatible, o no, con la naturaleza de
los hechos que se miden. Cualquiera que sea la calidad específica que se
presuponga a las series comparadas, basta con que sus variaciones presenten una
cierta regularidad de concordancia para ser legítimo medirlas una a través de
la otra.
Las correlaciones que pueden
ser estudiadas en psicología son extremadamente diversas. Se pueden dividir,
toscamente, en dos grandes dominios, el de la biología y, por medio de ella, el
del mundo físico (influencias meteorológicas, por ejemplo) y el de las ciencias
sociales en su extensión más dilatada (sociología propiamente dicha, economía,
lingüística, historia, etc.). Esta clasificación, sin embargo, no implica, en
modo alguno, que la psicología no sea, entre la biología y la sociología, nada
en sí misma. Los hechos de los que se ocupa son una forma particular de
integración, que se hace a expensas de esos dos dominios, del mismo modo que
los hechos biológicos representan una integración particular de las reacciones
físicas y químicas.
Pascal situaba al hombre
entre dos infinitos, no en el sentido de que su sustancia fuera una especie de
jirón de esos dos infinitos, lo que sería una concepción incoherente, sino
porque al profundizar en sí mismo el hombre descubre esos dos infinitos. El
hombre de Pascal apostaba a su destino, esto es que introducía en él la
probabilidad, pero de una manera global, y en el plano metafísico. El hombre
psíquico se realiza entre dos inconscientes, el inconsciente biológico y el
inconsciente social. Integra, uno y otro, diversamente. Pero si quiere conocerse
debe establecer sus correlaciones con uno y otro. Y en todos los momentos de su
vida presente se encuentra con el azar, estimulante para los fuertes, motivo de
abatimiento para los débiles.
II. La
caracterología
El estudio del carácter, o de
los caracteres, es, a la vez, muy antiguo y muy reciente. Es un tema explotado
en todos los tiempos por los moralistas, los autores cómicos, los novelistas.
Pero es también un capítulo de la psicología todavía muy inseguro en cuanto a
sus métodos. La observación y la imaginación, ante todo, se sienten atraídas y
se ocupan de lo que es concreto, individual y de lo que afecta de forma
inmediata a nuestras personas. El conocimiento científico, por el contrario,
sólo puede desarrollarse a partir de nociones bien delimitadas y expurgadas de
todo elemento subjetivo. De ello algunos sacan la conclusión que hay objetos a
los que sólo puede aplicarse la intuición estética, la representación
literaria, puesto que lo que en ellos hay de esencial sufriría la disgregación
de las fórmulas rígidas de la ciencia, las cuales afectarían, en el caso de la
conducta de un individuo, a la versátil unidad y a esa armonía difusa que
mantiene la identidad en la renovación. Del mismo modo que ciertas situaciones
exigen que se sacrifique el esprit de
géométrie al esprit de finesse:
por ejemplo, cuando se pretende manipular hombres, es decir, utilizar su
carácter para unos determinados fines.
Probablemente el arte sea
una forma de conocimiento (Lucien Febvre). No actúa sobre todo el mundo; pero,
a aquellos sobre quienes actúa les revela las exigencias de su sensibilidad y
de su comprensión más que la realidad. Como consecuencia de ello les da más
necesidades y nuevos medios para enfrentarse a lo real. Presenta lo real tal
como podría ser para satisfacer sus necesidades, no lo presenta tal como es. Si
se produjera un acoplamiento equivaldría a un paso adelante dado por la
ciencia.
Hay sabios, los más grandes,
que ante el objeto de su ciencia obedecen a necesidades estéticas. No pueden
dejar de reconstruirlo, pero su construcción debe adaptarse a los datos de la
experiencia. El arte se halla dispensado de esta obligación, razón por la cual
puede anticiparse al conocimiento. El dramaturgo o el novelista disponen a su
antojo de las circunstancias necesarias para revelar un carácter tal como lo
han concebido; este carácter se considerará verdadero si es plausible y no si
coincide más o menos con ejemplares más o menos corrientes; de forma que debe
representar una especie de coherencia íntima. Coherencia que no excluye los
cambios o los contrastes y cuya diversidad, de origen fundamentalmente
imaginativo, es la razón del enorme provecho que el observador puede obtener
del trato frecuente con personajes de ficción. Le enseñan a diversificar los
conjuntos que es capaz de descubrir en la realidad. Es un estímulo para él y le
sugiere posibilidades.
Aunque el ingenuo que para
enfrentarse con el mundo se pertrechara con sus semblanzas podría exponerse a
lances divertidos. Los rasgos utilizados para describirlos se asemejan tanto a
lo vivo como la sustancia de los colores se asemeja a la sustancia del color de
la carne. Esto es lo que Pierre Abraham ha logrado demostrar en relación a los
personajes descritos por Balzac. Entre su aspecto físico y su aspecto moral ha
revelado contaminaciones bastante curiosas; bajo el signo del oro los ojos
amarillos revelan la avaricia del alma, y su color cambia en el mismo personaje
al ritmo de su destino. En realidad se trata de convenciones entre el autor y
el lector que puedan llegar a serles inmediatamente comunes, y no de relaciones
que pudieran existir en las cosas y que ya habría que haber descubierto. A cada
artista sus medios de expresión. A lo sumo puede apropiárselos de esa porción
de experiencias comunes que más que constataciones objetivas son más bien
tradición o folklore y, con más frecuencia aun, utilización más o menos
simbólica de afinidades verbales, sensoriales o morales.
¿De dónde procede la
superioridad habitualmente acordada a las creaciones de Shakespeare, de
Molière, de Balzac, de Tolstoi sobre las de la caracterología científica? De
que en ellas todo está subordinado a lo esencial, esto es, a la indisociable
unión del sujeto con las circunstancias que suscitan sus acciones, y de sus
acciones con el destino que en él se prosigue.
Es la aparición de tales
inquietudes en psicología, lo que de hecho explica el lugar que hoy en día
ocupa en ella la caracterología. Sucede, en efecto, que las conclusiones de la
psicotécnica a menudo son desmentidas por los hechos en la medida que se
limitan a relacionar una aptitud con un trabajo. Puesto que la aptitud es la de
un hombre a la que ella no representa en su totalidad; y el trabajo de un hombre
puede estar en contradicción con el resto de su personalidad. De allí procede
el rápido decaimiento y el hastío, la carencia de empuje y las deficiencias
profesionales, los accidentes de trabajo„ los cambios de oficio, las pérdidas
de dinero para el empleado y para la empresa.
A esas constataciones
prácticas cabría añadir la insuficiencia cada vez más evidente de las
concepciones atomísticas en psicología. La vida mental no es la mera adición o
la mera combinación de elementos que existirían por sí mismos como si fueran
anteriores a ella. El conjunto tiene más realidad que las partes, las cuales
son solidariamente su expresión y cada una obtiene de él su significación
presente; en un conjunto diferente su significación sería distinta. De modo que
no es posible aislar una reacción psíquica e interpretarla en sí misma.
Corresponde a un complejo dado de circunstancias, a un cierto grado o nivel de
actividad y a la vida de un hombre.
El medio o el objeto, las
disposiciones actuales del sujeto, la curva consumada o previsible de su
existencia, dicho de otro modo, el determinismo de las situaciones o de las
cosas, el del temperamento biopsicológico, el del tiempo, tales son las tres
coordenadas que definen el carácter. ¿En qué medida hay entre ellas
independencia o dependencia recíprocas? Esta medida varía ciertamente a tenor
de los elementos y a tenor de los individuos; en cualquier caso la
independencia nunca es total. Uno u otro elemento puede parecer preponderante,
pero siempre es imposible mantenerlo haciendo estricta exclusión de los demás.
El carácter a menudo se
define como la huella que la existencia imprime en el individuo, de ahí el
carácter común de los hombres de una misma profesión. No obstante, aunque la
elección de la profesión se hubiera producido fortuitamente, los hábitos
profesionales jamás se adquieren de forma puramente pasiva. Exigen un
consentimiento que puede ser compacto o gradual y molecular, o bien apresurado,
o resignado y amalgamándose así diversamente en la persona de cada uno. Desde
un punto de vista opuesto, el carácter puede ser definido: lo que explica que
en presencia de las mismas circunstancias dos individuos que disponen de las
mismas posibilidades intelectuales y técnicas, reaccionen de modo diferente. En
consecuencia, una situación no puede ser percibida idénticamente por dos
sujetos que difieren en cuanto a las disposiciones presentes, al pasado y a los
proyectos.
Tomada en cada uno de sus
momentos sucesivos, la vida psíquica presenta una estructura que expresa la
acción recíproca del sujeto y del medio. Tomadas en su sucesión, estas
estructuras se ordenan en una estructura superior que confiere a la
personalidad su fisonomía que permite compararla u oponerla a otras. De modo
que el análisis sólo puede encontrar factores que ya son complementarios de
otros factores. En consecuencia es imposible explicar la personalidad y el
carácter mecánicamente o deductivamente, partiendo de elementos siempre
idénticos a sí mismos. Difieren de un caso a otro, en la medida que difieren
los conjuntos de los que forman parte. Cada uno de ellos tiene una
especificidad propia, aunque, de hecho, sólo representa una simple
probabilidad.
El coeficiente de
incertidumbre sólo podría ser reducido integrándolas gradualmente en conjuntos
cada vez más completos en los que deberían intervenir todas las circunstancias
de origen exterior o íntimo constitutivas de una existencia. Evidentemente si
interviniera cualquier circunstancia, el grado de indeterminación variaría en
cada caso. Pero su encuentro y su ajuste recíprocos no pueden ser fortuitos
puesto que la personalidad, el carácter, el destino de un individuo son
conjuntos organizados. No parece que los modos de organización varíen hasta el
infinito. No cabe duda que responden a una determinada cantidad de tipos.
La caracterología parece
paulatinamente alejarse de las concepciones puramente atomísticas y
mecanicistas. No se dedica tanto a descubrir los primeros elementos como a
reconocer conjuntos más o menos parciales de funciones o circunstancias, a
determinar en qué medida parecen invocarse entre ellos para finalmente
ordenarse en la unidad del carácter. No basta con examinar los determinismos
del temperamento, del medio, del tiempo como determinismos que se limitan
recíprocamente. Es preciso preguntarse si todos ellos no son conjuntos
dirigidos por ciertos determinismos estructurales que responderían a sistemas
discontinuos de equilibrio entre los cuales no cabrían combinaciones viables. A
cada uno de esos caracteres correspondería un tipo de carácter. El estudio de
los tipos no es exclusivo de estudios más analíticos, sino que parece ser la
culminación necesaria de ellos.
La caracterología ha partido
del sujeto y de su temperamento que es el elemento más inmediatamente
aprehensible y el más concreto. Al comienzo lo hizo de forma mecánica, puesto
que es más fácil para el entendimiento adivinar lo que cree que encierran sus
imágenes o sus conceptos que buscarles condiciones que rebasan sus marcos
actuales.
Sin que debamos remontarnos
a Hipócrates y a Galeno y sus cuatro temperamentos, en los últimos treinta
años, Heymans y Wiersma han propuesto reducir todos los caracteres a ocho
tipos. Obtenían esos tipos mediante la combinación variable de seis factores
fundamentales, o más bien de tres factores y de sus contrarios: emotividad y no-emotividad,
actividad y no-actividad, primariedad y secundariedad (la primariedad se
refiere a quienes reaccionan ante sus impresiones presentes y no a las
impresiones que ya han pasado el estado de la tenia, como es el caso de la
secundariedad). Considerando a continuación las diferentes manifestaciones del
carácter, muestran, con la ayuda de minuciosas estadísticas, cómo cada una de
ellas ve aumentar o disminuir su porcentaje con la presencia o la ausencia de
uno de los tres elementos constitutivos de su carácter. Pero las fórmulas
utilizadas son excesivamente estrechas, excesivamente artificiales para no ser
desbordadas por los hechos de toda suerte que surgen de la observación y de la
experiencia.
Los primeros hechos que su
objetividad aparente ha impuesto son particularidades biológicas, y en primer
lugar particularidades morfológicas.
Así fue como un médico
lionés, Sigaut, describió, en relación con la preponderancia de las funciones
digestiva, respiratoria, muscular o cerebral, cuatro tipos de individuos que se
distinguían entre sí por las aptitudes o las necesidades fisiológicas y por la
vulnerabilidad mórbida, además de por la conformación corporal: diferencias de
proporción de altura y anchura entre los planos de la cara, entre los segmentos
del tronco, entre la cabeza y el resto del tronco. Probablemente sea Pierre
Abraham, entre los autores que han adoptado esta clasificación, quien más haya
insistido sobre su importancia en el estudio del carácter.
En el mismo orden de cosas
hay la distinción de Viola entre los individuos en los que prevalece el índice
ponderal, es decir, el volumen del tronco, y aquellos en los que prevalece el
índice morfológico o longitud de los miembros. En el primer caso, el psiquismo
guarda tina relación mucho más estrecha con las funciones vegetativas; la vida de
relación es más activa, más sutil en el segundo caso. Pende, a su vez, se ha
dedicado a explorar las relaciones que pueden existir entre la complexión
física y las disposiciones psíquicas. Puesto que el papel a la vez morfogénico
y psicogénico de las glándulas de secreción interna es sobradamente conocido,
intenta relacionar la diferencia de los temperamentos con las diferencias en el
equilibrio de las secreciones endocrinas.
3.2.
Complexiones psicomotrices
La patología y la
experimentación en los últimos años han demostrado que entre las funciones
motrices y las funciones psíquicas existen relaciones muy estrechas. Las
componentes del movimiento son diversas y sus relaciones no son las mismas en
todos los casos.
Cabe, en particular,
contraponer a la actividad contráctil de los músculos de la que resulta el
movimiento propiamente dicho, una actividad tónica de la que resultan las
actitudes y a los flujos motrices que dimanan en la corteza cerebral de las
actividades automáticas y de postura cuya sede es subcortical.
La subordinación de los
niveles inferiores a los niveles superiores del eje cerebro-espinal y la
regulación de sus diferentes funciones presentan variaciones individuales. La
diversidad de las complexiones psicomotrices, que es la consecuencia de ello,
ha sido el objeto de recientes estudios, los más completos de los cuales son
los de Gourevitch y sus alumnos y los de H. Wallon.
Otros conjuntos
psicofisiológicos a menudo utilizados en el análisis del carácter tienen su
origen en el estudio de las desviaciones constitucionales de las que proceden
determinadas afecciones mentales. La enfermedad, en efecto, citando no es la
reacción del organismo a un agente patógeno, puede consistir en la simple
exageración de manifestaciones y disposiciones que, dentro de ciertos límites,
pertenecen al estado normal.
Cicloides y esquizoides. Una vez que Bleuler
contrapusiera psicológicamente dos grandes entidades mórbidas, la psicosis
maniaco-depresiva o ciclotimia y la demencia precoz o esquizofrenia, diferentes
autores, entre ellos Kretschmer, han intentado clasificar los sujetos normales
en cicloides y esquizoides. Los cicloides son susceptibles de presentar
oscilaciones de la actividad psíquica en todos sus campos, espontáneamente, o
bajo el choque de influencias exteriores por su aptitud para reaccionar en
armonía con las circunstancias, se dice, que están en sintonía con su medio
ambiente; se confunden, más o menos, con aquellos a los que Jung llama
extrovertidos por su orientación fundamental hacia el mundo exterior y sus
contingencias.
En completa oposición con
ellos, los esquizoides, los introvertidos de Jung, no se adaptan
espontáneamente a las realidades exteriores ni tampoco a los acontecimientos.
Parecen separados de los acontecimientos, de igual modo que entre los
diferentes dominios de su vida psíquica puede existir un aislamiento más o
menos completo. Obedecen a motivos fundamentalmente endógenos, que pueden ser,
además, según los casos individuales, fanáticos, apasionados. Esos dos tipos
psicológicos, Kretschmer, ha intentado que se correspondieran con dos tipos
biomorfológicos: un tipo para los cicloides y tres tipos diferentes para los
esquizoides. La concordancia entre las dos series, la morfológica y la
psíquica, a muchos observadores les ha parecido poco rigurosa.
Histeroides. Se ha creído también que la
división de la humanidad en dos categorías dejaba muchos casos fuera de ellas y
el propio Kretschmer admitió la posible existencia de una tercera clase, la de
los histeroides, cuyo prototipo patológico es la histeria. Son sujetos que
conservan un cierto grado de infantilismo físico, motor y psíquico. Su
actividad no se orienta hacia motivos exteriores ni hacia motivos interiores,
se orienta más bien hacia sí misma. Es su propio objeto. Es amanerada, afectada,
egoísta o, al menos, autoplástica. Puede, de hecho, desembocar en
manifestaciones profesionales o estéticas, pero sólo en la medida en que ésta
tiene por objeto o motivo el propio sujeto.
Epileptoides. Puesto que lo propio de la
enfermedad no consiste obviamente en crear rasgos nuevos, sino en presentarlos
fuera de proporción con el conjunto, bien por engrosamiento, bien por
aislamiento, es bastante lógico que la primera descripción se haga en relación
a casos patológicos para que a continuación sean reconocidos en sujetos
normales. De modo que dedicados a la tarea de descubrir tras el lenguaje, tras
los gestos y tras el comportamiento de niños epilépticos, luego de epilépticos
adultos, cuál es su modo de pensar, de entrar en contacto con las ideas, las
situaciones o las cosas, hemos visto que este modo de pensar se halla en las
antípodas del pensamiento simbólico y elíptico: para entrar en posesión de su
objeto, se ve obligado a ofrecerse una especie de representación motriz y
verbal de él; lo percibe y lo concibe sólo en la medida que logra hacerlo pasar
por los aparatos de realización o de proyección y no puede desprenderse de él
si antes no ha agotado todas las circunstancias. De ahí las enumeraciones, las
digresiones, esa adherencia exclusiva al objeto actual de la representación o
de la ideación, esa viscosidad mental que es tan visible en los epilépticos.
Esta forma de pensamiento,
en cierto modo inseparable de la acción, a la que hemos llamado proyectiva, la
hemos vuelto a encontrar, no solamente en un determinado estadio del desarrollo
intelectual del niño, sino también en adultos normales. No es exclusiva de un
nivel mental elevado, pudiendo entonces tener como consecuencia una gran
potencia de organización y de realización, aunque con un objetivo normalmente
limitado o al menos muy gradualmente progresivo. De modo que a las tres
categorías de origen psicopatológico admitidas por Kretschmer se añadiría la de
los epileptoides. No obstante, contra la opinión de la señora Minkowska, que ha
hecho en Suiza una encuesta entre familias de epíleptoides, nosotros nos
negamos a aceptar la existencia de una constitución epileptoide.
La noción de constitución ha
provocado toda suerte de confusas discusiones. Su introducción en la
caracterología ha dado origen a vanas controversias. En la práctica, la
constitución se convierte en una última razón que con excesiva frecuencia exime
de analizar los hechos de más cerca y, desde el momento en el que determinados
autores creen poder yuxtaponer varias constituciones en el mismo individuo,
resucita un atomismo psicológico de lo más decepcionante.
Entre las investigaciones
que se refieren al sujeto, a pesar de las suspicacias que levantan hay que
mencionar el estudio de la escritura y de la mano.
La grafología tiende ya a
perder su carácter ritual y absoluto. Desde el punto de vista experimental
parece indudable que las -relaciones de la escritura con la mano (que sin duda
ha sido y sigue siendo nuestro más viejo y más instintivo instrumento de
expresión), sus relaciones con el ritmo y el objeto de nuestro pensamiento,
cuyo caudal canaliza y cuyas vacilaciones o impaciencias no confesadas debe
necesariamente traducir, sus relaciones con nuestro personaje, en definitiva,
que al escribir adoptó una actitud y se pone a prueba frente a sí mismo o
frente a los demás, hacen de ella un registrador de nuestras disposiciones
íntimas tanto más fiel cuanto que sus notaciones escapan a nuestro control.
La quiromancia, todavía
medio comprometida con el ocultismo, como antaño lo estuvo la química con la
alquimia, se presenta bajo un aspecto global y adivinatorio en contradicción
con las exigencias analíticas de nuestras ciencias. Pretende abarcar a la vez
destino, acontecimientos o situaciones exteriores, temperamento: todo lo que
quisiéramos incorporar al estudio del carácter, aunque mediante una integración
progresiva y rigurosamente controlada, nunca mediante una interpretación de
rasgos de significación sobredeterminada que preexistirían a los efectos de los
que es testimonio. El estudio de los anormales, no obstante, muestra, según la
categoría a la que pertenecen, toscas diferencias en la forma, las
proporciones, la consistencia, los tegumentos, la circulación de sus manos. La
pobreza expresiva o las contorsiones son evidentes. Cuando son los instrumentos
de una actividad más sutil, de intenciones más definidas y más matizadas, de
una sensibilidad sensorial y moral más intuitiva y más discriminatoria, de un
pensamiento y de una imaginación con mayor capacidad de invención, no cabe la
menor duda que todo ello deberá modificar las manos.
El estudio del temperamento
individual, a pesar de las dificultades que opone para llevar a cabo tina
observación rigurosa, a pesar del peligro de las clasificaciones sistemáticas,
tiene por lo menos la ventaja de que se aplica a un objeto único, concreto. La
acción del ambiente y la del tiempo ofrecen a la caracterología objetos mucho
más dispersos y cuyo agrupamiento exige investigaciones de mucha mayor amplitud
y una gran diversidad de puntos de vista.
El ambiente es complejo. En
primer lugar está constituido, sin duda alguna, por las personas con las que el
sujeto está relacionado, luego por los objetos que le rodean; ya veremos el
sentido amplio que aquí tiene la palabra objetos.
El sujeto está en relación
con ellas, bien a título puramente individual, bien porque forman parte de un
determinado grupo, una determinada colectividad. Y la estructura del grupo
reacciona entonces necesariamente sobre las relaciones individuales. Sucede
incluso a menudo que la actitud recíproca de dos individuos cambia según las
ocasiones en las que se encuentran. Pero si la influencia de la situación es
clara, la naturaleza y el grado de la actitud recíproca dependen asimismo de
las dos personalidades que constituyen la pareja.
En los conjuntos más
fuertemente unidos o en los más homogéneos, se producen diferenciaciones que se
deben, en proporción muy variable en cada caso, a la interacción de la
estructura propia del grupo y a relaciones que cada personalidad mantiene con
una u otra y con todas. De ello puede resultar una acción compensatoria, una
huella decisiva y diferente para cada individuo. En una familia las relaciones
entre padres e hijos, o de los hijos entre sí, no solamente se condicionan
recíprocamente, sino que también dependen de las situaciones que resultan de
las avenencias o desavenencias de los caracteres, de la diferencia de edades,
del lugar ocupado en la gradación de edades por hermanos o hermanas. Entre el
hijo mayor y el benjamín surgen a menudo actitudes complementarias que cada uno
posteriormente conserva en sus relaciones con las demás personas.
El mismo personaje puede no
sólo presentar una gran diversidad sino también contrastes de conducta en los
diferentes medios en los que su existencia le mezcla. Arrogante y brutal con
los suyos, puede mostrarse conciliante o servil en su profesión; una gran
sumisión, una excesiva solicitud familiar pueden tener como contrapartida
exigencias autoritarias o vejaciones en el trabajo. Determinados sujetos son
muy sensibles a la influencia del medio, ante el que pueden reaccionar
haciéndole frente. Otros se mantienen refractarios a él, se adaptan mal a la diversidad
de los medios y de las relaciones o saben imponer a sus variables entornos
humanos la constancia de sus modales y de su carácter. El contacto con personas
conocidas o extrañas, de más edad o más jóvenes, más ricas o más pobres, de
situación superior o inferior, puede servir de elemento revelador de las
disposiciones del sujeto, pero también puede influir en su orientación.
Deben ser entendidos aquí en
su sentido más amplio. Los objetos materiales raramente tienen una acción decisiva
en sí mismos: son el símbolo o la causa de situaciones que ejercen una
influencia esencial sobre el desarrollo o las modificaciones de la
personalidad: por ejemplo la riqueza o las privaciones. Pero hay también las
ideas y las actitudes que estas situaciones suscitan, bien por su propio
contenido, bien por su aspecto tradicional o de novedad. Ahí se sitúa la
influencia de la cultura -arte, saber, deporte-, la reacción global de fervor o
de desdén, a la vez que las preferencias particulares que pueda suscitar. Luego
las diferentes técnicas profesionales o sociales, la variabilidad de los
gustos, de las aversiones, las aptitudes que revelan y cultivan. En definitiva
las situaciones imprevistas y las disposiciones ocultas que de ellas pueden
emerger. No hay que olvidar tampoco la persona del propio sujeto, la imagen que
se hace de ella, la atención que le presta, los deberes que le impone y que, en
realidad, sólo son la proyección sobre sí mismo del espectáculo que se ofrece
de su individualidad en el mundo.
El carácter se constituye y
evoluciona ciertamente en función del tiempo, puesto que nunca está plenamente
fijado, puesto que cada día, cada nuevo acontecimiento e incluso la repetición
de las mismas situaciones le brindan la oportunidad, le crean la necesidad de
modificarse. Pero eso no es todo, en el curso de una existencia no sólo hay los
incidentes que se van añadiendo uno tras otro para transformar gradualmente al
sujeto que reacciona ante ellos, sino que hay también el empuje de un
movimiento que le es propio y que obliga a la personalidad a salvar
sucesivamente etapas en orden irreversible. El estudio de la psicogénesis debe
progresivamente orientar el estudio de la psicología.
Freud ha sido uno de los
primeros que ha subordinado las manifestaciones de la vida psíquica al
desarrollo del individuo, pero se ha representado esta evolución bajo la forma
todavía muy mecánica de una tendencia a la repetición. Los complejos que la
libido, despierta desde el nacimiento, empieza a recuperar son los de la
especie de la época de la horda primitiva; la libido persevera incesantemente,
idéntica a sí misma, aunque desprendiéndose de sus viejos objetos para fijarse
en otros nuevos. Esas sucesivas fijaciones son la historia evolutiva del
individuo. Una fijación que le retiene a pesar de su edad es una causa de
neurosis y de perversión. Bajo el impacto de determinados traumatismos
psíquicos, la libido también puede refluir hacia objetos ya rebasados. Es el
presente y el porvenir, al contrario que para otros, los que influyen en la
formación del carácter. Según la opinión de Adler, por ejemplo, el niño
tanteando situaciones y personas que pueden llegar a oprimirle, reacciona ante
sus complejos de inferioridad volcándose hacia el porvenir, localizando en él
sus posibilidades de revancha o de triunfo y esforzándose por desarrollar sus
correspondientes aptitudes.
Esta influencia del pasado o
del porvenir puede observarse en el curso de la evolución mental, pero lo que
la caracteriza esencialmente, es una sucesión de crisis psicofisiológicas que
van recomponiendo el orden de los factores de donde la conducta recibe sus
impulsos y su orientación. Antes de los tres años el niño se halla unido a su
entorno circunstancial casi exclusivamente por una especie de participación
afectiva. Entonces percibe el sentimiento de su propia persona, contrapuesto al
de los otros, y al propio tiempo la noción de lo que corresponde a cada una de
ellas; es el punto de partida de exigencias propias, de astucias o de
agresiones frente a los otros. A los siete arios, otra actividad pasa a ocupar
el primer plano: una especie de interés técnico orientado hacia las cosas
sustituye las simples relaciones entre personas; gradualmente las relaciones
del niño con las circunstancias que le rodean se ordenan en torno a tareas que
él mismo concibe; elige compañeros, colaboradores, modelos. La pubertad
finalmente cuestiona modos de hacer y de pensar que cada vez se van pareciendo
más a los del adulto. Experimentando bruscamente el sentimiento de estar
desadaptado en relación a sí mismo, insatisfecho de las relaciones que le unen
a su entorno circunstancial, falto de armonía, acuciado por impresiones
ambivalentes, el adolescente parece presenciar bajo la superficie de las cosas
un misterio, una nueva dimensión, razones ocultas o metafísicas, y de este modo
accede a una noción que hasta entonces se le había escapado, la noción de ley,
de un efecto en potencia, de un mundo en el que las cosas no sólo yuxtaponen
sus semejanzas y sus diferencias, sino que también pueden ser referidas a
principios de los que resulta su aspecto actual.
Otras crisis, más o menos
aparentes, empujan al hombre hacia el cenit, luego hacia la declinación de su
destino. La más conocida es la menopausia, origen frecuente de transformaciones
afectivas y mentales, la cual no es exclusivamente femenina.
Esas crisis, comunes a
todos, inciden de forma distinta en los individuos: sus manifestaciones y el
nuevo equilibrio que instauran no son los mismos en todos. Pero más allá de
esta simple sucesión, determinados autores como la señora Ch. Bühler, se
plantean la cuestión de que si al trazar la curva de una vida individual no
sería posible reducirla a una fórmula total. ¿Las fórmulas individuales se
parecen todas entre sí o responden a diferentes tipos? En tal caso ¿no
presentan las etapas del carácter tina especie de solidaridad y una cierta
estructura en el tiempo? De ser así las posibilidades de previsión se verían
incrementadas.
Por lo menos hasta el
presente la caracterología no ha suscitado métodos realmente nuevos. Sucede,
además, que no todos los que utiliza se ajustan a ella por igual, de ahí que
deba sufrir un proceso de adaptación.
Inicialmente hay la simple
observación como en todos los dominios de la psicología. Dado que su objeto se
compone de manifestaciones polimorfas y relativas a todos los momentos de la
existencia, esta observación debe ser realizada sistemáticamente mediante cuestionarios
que se refieren a las más diversas circunstancias de la existencia.
En cierta medida la
observación puede ser provocada a través de situaciones muy reglamentadas. Pero
el sentido de la reacción se falsea por poco que el sujeto repare en que es
puesto a prueba. Tal es, al parecer, el tope insuperable en la utilización
generalizada de tests, que, por el contrario, son el instrumento predilecto de
la investigación y la medición de las aptitudes. Puesto que, por poco que el
sujeto haya sido inducido a dar su pleno rendimiento, el test de aptitud le
sitúa en la disposición natural y confesada del hombre que está en presencia de
su tarea, mientras que con el test de carácter es preciso operar a espaldas del
sujeto para obtener una reacción espontánea y veraz, lo que siempre es
complicado y depende de la buena suerte.
El interés del test, por
otro lado, radica en llegar a obtener una respuesta modelo que permita
comparaciones rigurosas y cuantitativas. Pero intentar uniformizar así las
reacciones del carácter, a menudo conduce a despojarlas de lo que es
eminentemente propio al individuo y a las que sólo él es capaz de darles su
auténtica y plena significación. De forma que los tests de egoísmo, de ardid,
de perseverancia, imaginados por Henning o por Decroly, corren el riesgo, a
pesar de su ingeniosidad, de desembocar en resultados menos seguros y menos
ricos en sugerencias que las consideraciones de un observador perspicaz.
El test-reacción con
frecuencia ha sido sustituido por el test-dictamen, de más cómodo manejo.
Interrogado sobre un caso muy definido, el sujeto opina y dice cómo habría
actuado él mismo. Pero su actitud entonces es la de un árbitro. Su respuesta
obedece más a sus opiniones morales, o a las que cree recomendables, que a su
eventual conducta.
A menudo se ha llamado
«tests» a cuestionarios dirigidos al propio sujeto. Aunque éstos también puedan
dar lugar a comparaciones estadísticas, su alcance es muy distinto. Se trata de
responder unas veces directamente acerca de sus propios gustos, sus proyectos,
etc., otras veces a un interrogatorio del que únicamente el psicólogo podrá
sacar conclusiones. Este método ha sido utilizado principalmente en América.
Algunos de estos cuestionarios han sido aplicados a varios miles de individuos.
El de Woodworth ha sido inicialmente contrastado con alienados y tiende a
establecer numéricamente, según el porcentaje de respuestas positivas, el grado
de neuropatía del sujeto. Basándose en los pequeños acontecimientos de la vida
cotidiana, en los hábitos, las manías, las preferencias, las fobias que pueden
ser observadas más o menos habitualmente, su uso se ha extendido a sujetos
normales de un modo más calificativo.
Otro de los cuestionarios
más difundidos es el de Pressey. Se basa, ante todo, en el principio de las
palabras-estímulo y de las asociaciones verbales. Pero las asociaciones no son
totalmente libres como en el método de Jung. El sujeto solamente debe marcar
con un signo las palabras de la lista que le causan una impresión agradable o
desagradable. O bien debe subrayar en una serie de algunas palabras las que le
parecen tener más relación entre sí. Esta sistematización de la prueba permite
fijar mejor su significado facilitando amplias comparaciones.
Determinar en relación a
cada rasgo de carácter -implicado en una de estas respuestas o revelado por un
test, o revelado por la observación biopsicológica- cuál es su distribución
dentro de una clase o categoría de individuos definida más o menos
rigurosamente, lo que ya representa establecer una especie de correlación entre
este rasgo y esta definición; buscar el grado de correlación que pueda existir
entre varios de estos rasgos tomados de dos en dos; comparar varias de estas
correlaciones entre sí a través de algunos de esos procedimientos matemáticos
de los que Spearman ha dado un ejemplo con sus tétradas: todo eso es ineludible
para la caracterología puesto que en el terreno de las aptitudes donde se
originó, este método ha demostrado que es indispensable medir rigurosamente la
cohesión o la independencia recíproca de manifestaciones o de circunstancias
observables dentro de un mismo conjunto.
Un medio de control. La complejidad de lo que
puede formar parte de una conducta o constituir un carácter determina que esa
verificación sea particularmente indispensable. La estadística, no obstante, no
puede ser para el psicólogo más que un medio de control y no un medio apto para
llevar a cabo descubrimientos. Los matemáticos son los primeros en insistir en
ello. La diferencia entre los coeficientes de correlación nunca es lo
suficientemente pronunciada como para autorizar una valoración exacta de las
afinidades más o menos esenciales que pueden definir una estructura. Su
naturaleza está por descubrir. Una investigación que tuviera el propósito de
ser exhaustiva y que apareara mecánicamente rasgos de todo tipo nos situaría
ante una masa amorfa de resultados embrollados, entre los cuales nos sería
imposible realizar agrupamientos, determinar conjuntos, reconocer tipos. Los
tipos presuponen la discontinuidad. La discontinuidad no se observa en las
curvas de frecuencia de cada rasgo aislado. De modo que sólo puede existir,
entre los agrupamientos de rasgos. Y si ésta no fuera más que un
desmenuzamiento utilitario y aproximado de los seres para encajarlos mejor en
los cuadros de nuestras previsiones y de nuestra acción, la imposibilidad de
obtener la diferenciación de los tipos mediante procedimientos estadísticos
sería tanto más absoluta.
De manera que subsiste la
necesidad de utilizar formas de observación en las que la intuición, el sentido
estético, el olfato experimental tomen la iniciativa. Los métodos de
verificación y de comparación intervendrán ulteriormente. Pero el psicólogo
debe estar en disposición de representarse, a través de los individuos, tipos
de caracteres. A menudo el tipo será una individualidad en presencia de la cual
habrá sentido cristalizar cuanto en él había de previsiones o de vaticinios
latentes, de conocimientos, de experiencias o de impresiones todavía difusas.
Operará a la manera del clínico cuyas observaciones comienzan por agruparse en
torno a un caso princeps, para
ordenarse, controlarse sucesivamente entre sí en cada caso que va apareciendo,
dejando de lado lo que podría ser contingente, poniendo en evidencia lo
esencial. De ahí que su tarea se hermane con la actividad reconstructiva del
artista, pero también con la del sabio cuyo descubrimiento es una anticipación
sobre la estructura de lo real, que debe verificar inmediatamente, puesto que
el orden que hay en las cosas y el orden de nuestra sensibilidad o de la
creencia común no son instantáneamente idénticos.
Conclusión
general
La finalidad de esta obra ha
sido reparar en los aspectos de la vida mental, en lugar de poner el acento en
los temas y las tesis de la psicología. Cuanto más cerca se halla una ciencia
de sus inicios tanto mayor es la cantidad de ídolos que la pueblan, en el
sentido que les da Bacon. Los de la psicología, con excesiva frecuencia,
todavía ocupan la mayor parte del espacio en los tratados clásicos. En torno a
ellos se ordenan los capítulos, las discusiones, las encuestas. Incluso
habiendo sido rebatidos, siguen absorbiendo el esfuerzo de los investigadores en
detrimento de los hechos realmente observables. Propician «experiencias» que de
hecho producen un alejamiento de la verdadera experiencia. Dan lugar a
distinciones que suelen ser artificiales, entre lo que parece estar
definitivamente en contradicción con los hechos observables y lo que podría ser
interpretado como relativamente aceptable. Sinuosos rodeos que impiden abordar
los auténticos problemas y que con excesiva frecuencia perpetúan procedimientos
de investigación que tienen mayor relación con los fantasmas de la psicología
que con los datos de la vida psíquica.
Un ejemplo es el de las
imágenes. Dado que se ha pretendido que se encontraban tras todas las
manifestaciones de la actividad mental como elemento último y como explicación
definitiva, se han convertido en un sujeto privilegiado de estudio a las que su
propia irrealidad ha provisto de nuevos desarrollos, acreditando para
combatirlas los mismos métodos que están en el origen de su falaz existencia.
En lugar de abordar directamente las manifestaciones del pensamiento para
desvelar cuáles son sus condiciones, niveles, formas, relaciones diversas,
determinados psicólogos han multiplicado los experimentos, delicados y
problemáticos, de la introspección provocada para demostrar que hay un
pensamiento sin imágenes. La asociación de ideas que todavía ocupa un lugar muy
destacado en nuestras discusiones, podría prestarse a observaciones de la misma
índole, así como la atención, la voluntad y otros términos al uso, tras los
cuales le es muy difícil al psicólogo que los emplea, no imaginar una entidad
con la que siente la tentación de transigir, incluso cuando intenta demostrar
su inconsistencia y su ambigüedad esencial.
Aun a riesgo de provocar el
desconcierto de algunas personas, el único medio de evitar estas vanas
disgresiones consiste en operar una conversión total hacia las realizaciones de
la vida mental, en examinarla en sus diferentes niveles o estadios en todos los
seres donde se manifiesta, bajo sus condiciones endógenas o exógenas, esto es,
simultáneamente en sus relaciones con las estructuras que la hacen posible y
las situaciones u objetos con los que se enfrenta. La presente obra ha
intentado hacer un esbozo de esta psicología que, aunque muy imperfecta
todavía, ofrece a partir de ahora, unos marcos en los que se irán inscribiendo
desarrollos ulteriores.
Su finalidad no consiste en
establecer una doctrina. La unidad de doctrina entre varios autores presupone
consignas previas o mutuas reprimendas que tienden a erigir un cierto
conformismo, esto es, a eliminar las incursiones más osadas de cada uno en el
campo de estudios que le es más afín. El temor a las contradicciones sólo se
justifica en el terreno de la ideología pura, donde, en efecto, se traducen en
incoherencia. Pero en el contacto con los hechos, las contradicciones son
saludables y necesarias. Cualquier problema nuevo surge de una contradicción
entre las ideas recibidas y la observación. Cualquier progreso de la
observación suscita una contradicción. Toda solución es la reducción de una
contradicción. Si surgen contradicciones entre autores igualmente empeñados en
el examen de la realidad, probablemente sea porque cada uno de ellos sólo posee
una representación parcial de estas realidades, bien porque las han abordado
desde puntos de vista distintos o porque su observación se mueve dentro de
límites excesivamente estrechos. En un determinado sentido, la contradicción
habita en todo investigador original. Consciente o no, la contradicción le
inquieta y le estimula. Cuanto mayor es su capacidad para reconocerla o
experimentarla, mayor es la carga de novedad que posee su obra. Abolir uno de
los términos de la contradicción o esforzarse en limarla, en lugar de
resolverla, significa renunciar a la oportunidad de descubrir relaciones más
profundas y más esenciales.
Tampoco ha parecido
aplicable en este caso la unidad de método. Si las ciencias, en presencia de lo
real, se caracterizan cada una de ellas por métodos particulares es porque en
lo real intentan reconocer distintos sistemas de relación. Con la progresiva
complejidad de los sistemas, los métodos deben diferenciarse cada vez más. En
psicología responden a conexiones tan diversas que exigen métodos muy variados
de exploración y de medida. Según los casos se pueden utilizar métodos como el
fisiológico, estadístico, estructural o el psicoanalítico. El único regulador
de la libre utilización de unos u otros son los respectivos resultados. Lo que
equivale a decir que no todos tienen necesariamente el mismo valor. La
experiencia puede conducir al abandono de alguno de ellos. En cualquier caso la
experiencia debe hacerse, puesto que lo propio de un nuevo método suele ser el
descubrimiento de un nuevo modo de relaciones. De modo que a priori ninguno es
descartable mientras no pretenda, por el motivo que sea, escapar al control de
la experiencia.
Por otro lado, la diversidad
de nuestros procedimientos va a la zaga de la diversidad de las cosas. Las
condiciones y las formas de lo real desbordan nuestras habituales
simplificaciones. No solamente somos incapaces de evitar el propósito de hacer
pender la existencia múltiple de lo real de un tipo único y más o menos
absoluto de causalidad, sino que además tenemos tendencia a reducirla a una
imagen más o menos antropomórfica. Incluso cuando nos proponemos ir más allá
del hombre en el estudio de la función, solemos creer que desde sus más
elementales manifestaciones hasta las más elevadas, forma una línea continua,
como si sus progresos obedecieran a una especie de predestinación. Esa creencia
se ha manifestado en lo que respecta a los organismos, cuando no en relación a
los órganos. También en relación a los instintos, al instinto sexual por
ejemplo. Y, sin embargo, a través de las especies vivas se observa una
asombrosa diversidad en los mecanismos de la reproducción: se diría que han
realizado indistintamente todas las formas permitidas por las circunstancias.
En las funciones de la nutrición, se advierte idéntica diversidad de medios y
de formas, desde los variados hechos del parasitismo hasta los todavía más
variados de la predación. Diversidad también en los mecanismos de las
relaciones interindividuales según se trate del hombre o de otras especies
animales; diversidad a menudo radical, incluso en el interior de una especie,
tal como aparece, por ejemplo, entre las diferentes variedades de insectos.
Cada tipo de realizaciones
puede dar origen a nuevas posibilidades. De forma que se irán edificando
comportamientos más complejos. De cualquier manera que surjan y cualesquiera
que sean sus condiciones, orgánicas o externas, parece que el necesario
concurso de condiciones más abundantes debe insertarlos en un determinismo más
estricto y hacer más precaria su existencia. Aunque inversamente también puede
incrementarse la capacidad de sustraerse a las circunstancias adversas o de
modificarlas. Esa plasticidad del comportamiento animal suele desconocerse. Su
aparente fijación comúnmente se atribuye a una especie de vocación o de
finalidad íntimas, a pesar de que no lograría sobrevivir a una variación
suficiente de la situación. En las condiciones naturales la estabilidad de las
situaciones es relativamente constante. Pero con el hombre hace su aparición la
capacidad de transformarlas. El desarrollo de esta capacidad, en el hombre
sigue una progresión acelerada a medida que el ambiente social, superpuesto al
medio físico, permite el descubrimiento y el uso de técnicas cada vez más
estrictamente fundadas en poner ele manifiesto las leyes que responden a la
estructura de las cesas.
De manera que una nueva
diversidad sucede a la diversidad natural. El hombre biológico recibe no
solamente la impronta del hombre social, sino también la del hombre histórico.
Su ambiente corresponde al de la sociedad, pero al de la sociedad de una época
determinada. A las instituciones y a las técnicas fundamentales, que, además se
van modificando siglo tras siglo, tales como la familia o el lenguaje, se
añaden condiciones o tareas más particulares, como, por ejemplo, la actividad
profesional. La psicología del individuo sólo es posible si se la estudia en el
marco de sus relaciones con estos diferentes sistemas de realidades. Es
imprescindible que se alimente de los resultados obtenidos por las ciencias que
se ocupan de ellos. Pero, recíprocamente, desempeña su indispensable papel
entre las otras ciencias. En tanto una determinada ciencia sólo conozca su
propio objeto, subsiste en ella una parte de indeterminación que mide la parte
imputable a la acción del hombre en el conocimiento y que debe ser medida. Ello
deberá ser intentado por la psicología en avenencia con la historia de las
técnicas. De modo que el estudio del hombre y de su actividad es tan necesario
en relación a la consideración crítica de nuestros conocimientos como lo es
para ilustrarnos sobre nuestros medios y nuestras aptitudes en todos los
terrenos de nuestra existencia. El vasto conjunto de los problemas concretos es
el terreno en el que debe operar la psicología si quiere emanciparse de las
estériles ficciones del raciocinio sobre sí mismo.
Lo
único que sabe el niño es vivir su infancia. Conocerla corresponde al adulto.
Pero, ¿qué es lo que va a predominar en este conocimiento, el punto de vista
del adulto o el del niño?
Si
el hombre se ha situado siempre a sí mismo entre los objetos de su
conocimiento, concediéndoles una existencia y una actividad de acuerdo con la
imagen que tiene de los suyos, cómo no va a ser fuerte esa tentación en
relación con el niño, ser que proviene del hombre, que debe convertirse en su
semejante y al que vigila y guía en su crecimiento, siendo frecuentemente
difícil (para el adulto) no atribuirle motivos o sentimientos complementarios
de los suyos. ¡Cuántas causas, cuántos pretextos, cuántas justificaciones aparentes
para su antropomorfismo espontáneo! Su solicitud es un diálogo en el que, con
un esfuerzo intuitivo de simpatía, suple las respuestas que no obtiene, diálogo
en el que interpreta los rasgos más insignificantes, en el que cree poder
completar manifestaciones inconexas e inconsistentes reuniéndolas en un sistema
de referencias[7],
constituido por intereses que sabe que son del niño, a quien le asigna una
conciencia más o menos oscura y a veces predestinaciones cuyo futuro quisiera
captar, o hábitos, conveniencias mentales o sociales, con las cuales se
encuentra más o menos identificado, y también recuerdos (que cree haber
conservado de su primera infancia). Se sabe, pues, que nuestros primeros
recuerdos varían según la edad en que se los evoca y que todo recuerdo se
manifiesta en nosotros bajo la influencia de nuestra evolución psíquica, de
nuestras disposiciones y situaciones. Un recuerdo corre el riesgo de ser más la
imagen del presente que del pasado, si no está sólidamente encuadrado en un
complejo de circunstancias objetivamente definidas, lo que es muy raro cuando
procede de la infancia. De esta manera, asimilando al niño a sí mismo, el
adulto pretende penetrar en el alma del pequeño.
El
adulto, sin embargo, reconoce diferencias entre él y el niño. Pero
frecuentemente las considera como una simple operación de resta, ya sea de
grado o de cantidad. Comparándose con el niño, lo considera relativa o
totalmente incapacitado para realizar acciones o tareas que él es capaz de
ejecutar. Estas incapacidades seguramente pueden crear magnitudes que,
combinadas convenientemente, mostrarían unas proporciones y una configuración
psíquica diferentes en el niño y en el adulto. Desde tal punto de vista, estas
últimas adquirirían una significación positiva. Pero el niño no es, pues, de
ninguna manera, un simple adulto en miniatura.
Sin
embargo, y de un modo cualitativo, puede darse la resta si las sucesivas
diferencias de aptitud que presenta el niño se reúnen en sistemas y si un
período determinado del crecimiento puede remitirse a cada uno de estos
sistemas. De esta manera estaremos frente a etapas o estadios y cada uno de
ellos comprenderá un conjunto de aptitudes o caracteres que debe adquirir el
niño para transformarse en adulto. El adolescente sería el adulto al que se ha
cercenado el último estadio de su desarrollo y así, sucesivamente,
retrocediendo de etapa en etapa hasta la primera infancia. Sin embargo, por muy
concretos que puedan parecer los efectos propios de cada etapa, tampoco es
menos cierto en esta hipótesis que, para la realización del adulto, se vayan
añadiendo los caracteres uno a otro, con lo que la progresión permanecería
esencialmente cuantitativa.
Por
último, el egocentrismo del adulto puede manifestarse en la convicción de que
toda evolución mental tiene como fin inevitable su manera personal de sentir y
de pensar, que corresponde a su medio y a su época. Si por casualidad el adulto
llega a admitir que la manera de sentir y pensar del niño es específicamente
diferente de la suya, considerará tal hecho como una aberración. Aberración
constante, sin duda, y por esa razón, tan necesaria, tan normal como su propio
sistema ideológico; aberración cuyo mecanismo hay que tratar de descubrir. Pero
se impone dilucidar, previamente, una cuestión: aquella que se relaciona con la
realidad de esta aberración. ¿Es verdad que la mentalidad del niño y del adulto
son heterónomas? ¿Hasta qué punto el paso de una a otra supone una
transformación total? ¿Es verdad que los principios a los que el adulto cree
que están ligados sus propios pensamientos son una norma inmutable e inflexible
que permiten rechazar los pensamientos del niño por estar fuera de la razón?
¿Es cierto que las conclusiones intelectuales del niño no tienen ninguna
relación con las del adulto? Y la inteligencia del adulto, ¿habría podido
mantener su fecundidad si se hubiese apartado de las fuentes de las que surge
la inteligencia del niño?
Otra
actitud consistiría en observar al niño en su desarrollo, tomándolo como punto
de partida, siguiéndolo a través de sus edades sucesivas y estudiando los
estadios correspondientes, sin someterlos previamente a la censura de nuestras
definiciones lógicas. Para quien considera cada estadio dentro de la totalidad,
la sucesión de estadios le parece discontinua; el paso de uno a otro no es sólo
una ampliación sino una reorganización. Actividades que son importantes en una
etapa se reducen y, a veces, se suprimen aparentemente en la siguiente. Entre
una y otra, a menudo, parece producirse una crisis que puede afectar visiblemente
la conducta del niño. El crecimiento está determinado por conflictos de modo
que parece encontrarse frente a situaciones de elección entre un tipo de
actividad nuevo y otro viejo. La etapa que se somete a las leyes de la otra va
transformándose y pierde rápidamente su capacidad de regir el comportamiento
del sujeto. Pero la manera en que se resuelve el conflicto no es absoluta ni
necesariamente uniforme para todos. Aquélla deja huella en cada uno.
Algunos
de esos conflictos han sido resueltos por la especie; es decir, el crecimiento
por sí solo lleva al individuo a resolverlos. Tomemos un ejemplo: el sistema
motor del hombre presenta una estratificación de actividades cuyos centros se
escalonan sobre el eje cerebro-espinal, siguiendo el orden en que aparecen en
el curso de la evolución. Estas actividades entran sucesivamente en juego
durante la primera infancia, más o menos en la forma en que ellas se van a
integrar en los sistemas posteriores que las modifican. Esas actividades,
realizadas en forma aislada, producirán sólo efectos parciales y casi siempre
inútiles. Pero más tarde, si una influencia patológica las sustrae al control
de las funciones que las había englobado, la oposición que las actividades
muestran hacia dichas funciones señala la existencia del conflicto latente que
existía entre ellas. Por otra parte, incluso en el estado normal, la
integración entre los diferentes aparatos del órgano motor puede ser más o
menos estricta. De ahí proviene la gran variedad de estructuras motrices. Sin embargo,
en el campo de las funciones psicomotrices y psíquicas -y en el cual los
conflictos no se han definido completamente- es donde la integración se
presenta débilmente, por ejemplo, entre la emoción y la actividad intelectual,
funciones que responden claramente a dos niveles distintos de los centros
nerviosos y a dos etapas sucesivas de la evolución mental.
En
otros casos es el individuo como tal el que tiene que resolver sus conflictos.
A veces el conflicto es de una importancia tan decisiva que tan sólo existe una
solución; otras veces, por el contrario, es contingente y su solución se hace
más personal. Elevándolos a una generalidad mítica, Freud resume los conflictos
en uno esencial: el conflicto entre el instinto de la especie que se traduce
para cada uno en el deseo sexual o libido y las exigencias de la vida en
sociedad. La vida psíquica constituye un drama continuo debido, por una parte,
a rechazos y, por otra, a subterfugios para burlar la vigilancia de la censura.
Toda
la evolución mental del niño estará dirigida por las fijaciones sucesivas de la
libido a los objetos que están a su alcance. Ésta tendrá que apartarse de los
primeros contactos para dirigirse hacia otros. La elección no se realizará sin
sufrimiento, sin pesar, sin regresiones eventuales. Pero no es necesario
imputar estos actos de elección al instinto sexual, por mucho que haya rasgos
de él en el niño. A despecho de la elección, nada queda destruido en lo que se
abandona, nada queda sin acción en lo que se supera. Al franquear cada etapa,
el niño deja tras de sí posibilidades que no están muertas.
La
transformación del niño en el adulto que será más adelante no sigue un camino
exento de obstáculos, de bifurcaciones ni de rodeos. Las orientaciones
fundamentales a las que obedece normalmente -con frecuencia- son una fuente de
incertidumbre y duda. Sin embargo, muchos otros factores más fortuitos también
intervienen para obligarle a escoger entre el esfuerzo y la renuncia. Tales
factores surgen del medio, medio de personas y medio de cosas. Su madre, sus
parientes, sus encuentros habituales o desacostumbrados, la escuela; así como
contactos, relaciones y estructuras diferentes, e instituciones a través de las
cuales entrará a formar parte de la sociedad, de buen grado o a la fuerza. El
lenguaje interpone -entre él y sus deseos, entre él y la gente- un obstáculo o
un instrumento al que puede intentar torcer o dominar. Los objetos y, ante todo
los más próximos a él, los objetos usuales como su tazón, su cuchara, su
orinal, sus vestidos, la electricidad, la radio y la técnica más arcaica o la
más reciente, son para él estorbo, problema o ayuda, le disgustan o le atraen;
es decir, modelan su actividad.
En
definitiva, el mundo de los adultos es el mundo que el medio impone al niño y
de ahí resulta, en cada época, una cierta uniformidad en la formación mental.
Pero el adulto no debe deducir de ello que tiene el derecho de reconocer en el
niño sólo aquello que él le ha dado. Y además, la manera que tiene el niño de
asimilar lo que el adulto le proporciona, puede no tener ninguna semejanza con
la manera en que el adulto lo utiliza. Si el adulto aventaja al niño, el niño
también aventaja, a su manera, al adulto. Este último tiene facultades
psíquicas que otro medio utilizaría de manera distinta. Varias dificultades,
vencidas por los grupos sociales en forma colectiva, han permitido la
manifestación pública de dichas facultades. Con la ayuda de la civilización,
¿no podrían salir a luz otras manifestaciones de la razón y los sentidos que
existen potencialmente en el niño?
Pese
a que en vastos dominios del conocimiento se ha visto cómo la experimentación
reemplaza a la simple observación, el papel de esta última todavía prevalece en
amplios campos de la psicología. La física y la química han nacido de la
experimentación. La experimentación no cesa de ampliar su campo en la biología,
y la fisiología le pertenece casi por completo. Se ha creado una psicología
experimental a imitación de la fisiología. Pero la psicología del niño, por lo
menos la psicología de la primera infancia, depende casi exclusivamente de la
observación.
Experimentar
consiste en provocar ciertas condiciones en las que deben producirse
determinados efectos; equivale, por lo menos, a introducir en dichas condiciones
una modificación conocida y a observar las correspondientes modificaciones del
efecto. Así se podrá comparar el efecto con su causa y medir uno en cuanto a la
otra. Además, no es necesario intervenir en la producción del efecto en sí;
puede ser suficiente modificar las condiciones de la observación. Así, objetos
que escapan a nuestro alcance, como los astros, pueden dar lugar a verdaderas
experiencias físico-químicas, utilizando la espectroscopia o la fotografía.
Suponiendo que estuvieran resueltas las dificultades técnicas del experimento,
escaparían a este propósito sólo aquellos objetos cuyas condiciones fuera
imposible modificar, como las condiciones de existencia o de observación, sin
que por este hecho se desvanezcan tales objetos. Tal sería el caso de los
conjuntos en los que se estudia precisamente el conjunto en su integridad
original. Podrían encontrarse numerosos ejemplos de esta clase tanto en
psicología como en biología.
Pero,
por el contrario, el conjunto debe ser efectivamente aprehensible de modo
solidario en todas sus partes. Por esta razón, sin duda alguna, la primera
infancia es un objeto de elección para la observación pura. Hasta los 3 o 4
años el niño no puede escapar al propio observador. Así se registrarán todas
las circunstancias de su vida y de su comportamiento. Esto es lo que se han
esforzado en hacer autores como Preyer, Pérez, Major, W. Stern, Decroly,
Dearborn, Shinn, Scupin, Cramaussel, P. Guillaume. Unos, como Preyer, han
publicado el conjunto de sus observaciones, si no en forma de un diario
continuo, por lo menos clasificándolas bajo títulos muy generales. Otros, como
W. Stern, han deducido de sus observaciones monografías que tratan de
cuestiones particulares. Otros parecen también haber limitado sus observaciones
a los datos de ciertos problemas pero atendiendo, al mismo tiempo, a la
existencia total del niño. Estos trabajos siguen siendo la fuente más rica para
el estudio de la primera edad.
A
partir de los cuatro años se carece en absoluto de estos trabajos. Ante el
hecho de que las observaciones recogidas son sólo fragmentarias, se trata de
organizar los conjuntos de los que dichas observaciones pueden obtener su
significación. Así se han elaborado métodos que proceden de la observación
pura, pero que deben superarla y se encuentran ante la tarea de prolongar la
experimentación, cuya finalidad esencial -como la de todo conocimiento- consiste
en poner en evidencia una relación determinada. El experimentador reconstruye
esta relación o la somete a variaciones que permiten aislar del resto los
términos unidos por aquélla. Cuando es imposible actuar sobre ella, no queda
otro recurso que intentar la comprobación de sus variaciones espontáneas o
accidentales. Pero para reconocerlas hay que estar en condiciones de compararlas
con una norma, remitirlas a un sistema determinado de referencias. La norma
puede consistir, entre otras cosas, en equiparar las desviaciones patológicas
al estado normal. El sistema de referencias puede obtenerse a partir de las
estadísticas resultantes de amplias comparaciones. De todas maneras, una
observación no se puede identificar como tal si no logra encuadrarse en un
conjunto del que reciba su sentido e incluso su fórmula. Esta necesidad es tan
fundamental que obliga a volver sobre la observación pura y a examinar mediante
qué mecanismo y bajo qué condiciones puede convertirse en un medio de
conocimiento.
Hablando
con propiedad, no hay observación que sea un calco exacto y completo de la
realidad. Además, suponiendo que la hubiera, el trabajo de observación estaría
aún por comenzar desde un principio. Aunque, por ejemplo, la filmación de una
escena responde a una elección frecuentemente muy forzada: la elección de la
propia escena, del momento, del punto de vista, etc., ese trabajo de observación
directa podrá comenzar sólo sobre la película, cuyo mérito consiste en hacer
permanente una sucesión de detalles que habrían escapado al espectador más
atento y sobre los cuales se puede volver a voluntad. No hay observación sin
elección, así como tampoco la hay sin una conexión, implícita o no. La elección
está dominada por las relaciones que pueden existir entre el objeto o el
acontecimiento y nuestra expectativa, en otros términos, nuestro deseo, nuestra
hipótesis, o incluso nuestros simples hábitos mentales. Sus razones pueden ser
conscientes o intencionales, pero también se nos pueden escapar, ya que se
confunden ante todo con nuestro poder de formulación mental. Pueden escogerse
sólo aquellas circunstancias que estén en condiciones de expresarse por sí
mismas. Y, para expresarlas, debemos aplicarlas a algo que nos sea familiar o
inteligible, al cuadro de referencias del que nos servimos a voluntad o sin
saberlo.
La
gran dificultad de la observación pura como instrumento del conocimiento
consiste en que utilizamos, frecuentemente sin saberlo, un cuadro de
referencias cuyo empleo es instintivo, infundado, indispensable. Cuando
experimentamos, el dispositivo mismo de la experiencia efectúa la transposición
del hecho al sistema que permitirá interpretarlo. Si se trata de la
observación, la fórmula que damos a los hechos responde a menudo a nuestras
relaciones más subjetivas con la realidad, a las nociones prácticas de las que
echamos mano para nosotros mismos en nuestra vida diaria. De este modo se hace muy
difícil observar al niño sin cederle algo de nuestros sentimientos o de
nuestras intenciones. Un movimiento no es un movimiento, sino lo que nos parece
que expresa. Y, a menos de que se trate de una costumbre frecuente, omitimos en
cierta forma el gesto mismo y registramos la significación que le hemos
atribuido.
Todo
esfuerzo de conocimiento y de interpretación científica ha consistido, siempre,
en reemplazar lo que es referencia instintiva o egocéntrica por otro cuadro
cuyos términos estén objetivamente definidos. Por otra parte, ha ocurrido muy a
menudo que estos cuadros, tomados de sistemas de conocimiento constituidos con
anterioridad, han resultado insuficientes para el nuevo tipo de hechos que hay
que estudiar; esto ocurre cuando, por referencias extraídas de la anatomía, en
psicología se supone que toda manifestación mental se debe a la actividad de
determinado órgano o de algún elemento del mismo. Así pues, en primer lugar, es
importante para todo objeto de observación, definir bien cuál es el cuadro de
referencias que responde a la finalidad de la investigación.
Para
quienes estudian al niño, sin lugar a dudas, ese cuadro de referencias es la
cronología de su desarrollo. Todos los observadores han tenido buen cuidado en
anotar, para cada uno de los hechos que registran, la edad del niño en meses y
días, como si postularan que el orden en el que aparecen las manifestaciones
sucesivas de su actividad tiene una especie de valor explicativo. Y la
experiencia ha verificado, en efecto, que ocurre lo mismo en todos los niños:
Las inversiones de este orden que se pueden observar no son superiores, según
Shirley, que ha seguido minuciosamente el desarrollo de veinticinco niños, al
12 % de los casos y, además, nunca se dan en más de dos adquisiciones inmediatamente
consecutivas. Sólo más tarde pueden observarse, entre actividades fuertemente
diferenciadas, casos de precocidad o de retraso parciales.
La
diferencia de las reacciones de acuerdo con la edad ha sido evidenciada de modo
sorprendente por Gesell mediante el cine. Al proponer el mismo test al niño de
semana en semana o de mes en mes, por ejemplo la presentación del mismo objeto
a la misma distancia, la yuxtaposición de sus comportamientos sucesivos muestra
las transformaciones rápidas y frecuentemente radicales que produce el tiempo
en las reacciones del niño. Sin embargo varios observadores han comprobado
excepciones, como mínimo aparentes, en esta acción del tiempo que implica la
noción misma de desarrollo o evolución, ligada al papel que juega la infancia
en la vida. El examen de estas excepciones debe permitir una mejor percepción
de las condiciones y significación de los progresos que están en proceso de
realización. Algunas veces surge una nueva reacción sin futuro que no reaparece
con ilación sino varias semanas más tarde; otras veces, una vieja adquisición
parece borrarse en el momento en que la actividad del niño se compromete en un
nuevo campo. Entre el curso del tiempo y el que corresponde al desarrollo
psíquico se manifiestan, pues, ciertas discordancias.
Ante
el primer caso, ciertos observadores, como Preyer, han empezado por preguntarse
si su descripción no habría sido deformada desde un comienzo, por una
interpretación que se anticipó al acontecimiento. Pero la experiencia ha
demostrado que, a menudo, la anticipación está en los hechos mismos. Toda
reacción, explica Koffka, es un conjunto cuya unidad puede agrupar partes o
condiciones más o menos diversas e intercambiables. Estas condiciones son, en
proporción variable, circunstancias externas y disposiciones internas. Cuanto
mayor es el número de circunstancias externas, tanto mayor es el riesgo de que
su realización simultánea sea accidental. Por el contrario, cuanto más aumenta
el número de disposiciones íntimas, tanto más tiende el conjunto de éstas a
convertirse en un todo unido, que estará a la disposición constante del sujeto.
Los progresos de la organización a través de las especies animales avanzan,
precisamente, en este sentido. Su comportamiento, por lo menos en su forma,
depende cada vez más de determinantes internos y, proporcionalmente, las
influencias del medio externo dejan de guiarlo de forma inmediata. Los
progresos de organización que responden al período de la infancia han de
recoger, necesariamente, las estructuras ancestrales que aseguran al individuo
la plena posesión de los medios de acción propios de la especie. Por otra
parte, es un proceso que prolonga las actividades de cada uno: todo
aprendizaje, toda adquisición de hábitos, tiende a reducir la influencia de las
situaciones externas a la de simples signos, realizándose el acto consecutivo
por sí mismo mediante la actuación de las estructuras íntimas que resultan del
aprendizaje.
A
esta explicación habría que agregar que la anticipación funcional no es un
simple accidente, aun siendo frecuente, sino que parece ser la regla. Es normal
que nuevas reacciones sufran un largo eclipse después de haberse manifestado
una o varias veces durante un corto período. Así pues, no parece suficiente
imputar el hecho al solo concurso favorable de circunstancias externas; es más
verosímil que, en muchos casos, la primera aparición de un gesto o de un acto
resulte de factores sobre todo internos. Su diversidad es, en efecto, más
grande de lo que a menudo suponemos. Los mecanismos de ejecución no son más que
una parte de ella. Lo que los pone en movimiento es una consecuencia de
disponibilidades u orientaciones energéticas que también tienen sus propios
períodos. Intervienen, además, intereses de muy distinta naturaleza. Por
ejemplo, la novedad de la impresión que hace experimentar un gesto ejecutado
por primera vez puede ser suficiente para movilizar, por algún tiempo y en
vista de su repetición, una suma de energía que ya no podrá encontrarse cuando
disminuya este atractivo. Desaparecerá pues provisionalmente. La falta de
cohesión entre los factores íntimos de una reacción expresa la irregularidad
que presenta para comenzar, aun en presencia de la excitación apropiada.
También hay que considerar que el umbral de una reacción, en sus comienzos, es
elevado y que dicha reacción, para producirse, exige un estímulo más enérgico o
una cantidad mayor de energía que en el estadio en que dicho umbral disminuirá
debido a la maduración funcional o al aprendizaje.
La
pérdida de una vieja adquisición es un hecho tan frecuente como para haber sido
señalada por varios autores. La explicación de este hecho, dada por W. Stern y
luego por Piaget, es más o menos semejante. La misma operación mental presenta
diferentes niveles, y el paso entre ellos se hace siempre en el mismo orden
durante el transcurso de la evolución psíquica. Las condiciones en que debe
producirse la operación mental pueden presentar grados muy variables de
dificultad. Si aumenta la dificultad, la operación corre el riesgo de hacerse a
un nivel más bajo. Así, en el mismo individuo, con la misma edad, la misma
operación es susceptible de ejecutarse a niveles variables. W. Stern ha dado
como ejemplo una prueba consistente en describir una imagen, ya sea al mirarla
o después de haberla mirado. En la forma que presenten las dos descripciones
puede observarse, de acuerdo con la edad del niño, un desnivel de uno o dos
escalones. El ejemplo de Piaget concierne a nociones tales como la de
causalidad, y de las cuales el niño puede hacer un uso objetivo en la práctica
cotidiana de su vida, mientras que en sus explicaciones -es decir en el «plano
verbal»- retrocede hacia tipos de causalidad mucho más subjetivos, tales como
la causalidad voluntarista o afectiva.
La
actividad mental no se desarrolla en un mismo y único plano mediante una
especie de crecimiento continuo. Evoluciona de sistema en sistema. Al ser
diferente su estructura, se deduce que no hay resultado que pueda transmitirse
de uno a otro con exactitud. Un resultado que reaparece en conexión con un
nuevo modo de actividad ya no existe de la misma manera. No es la materialidad
de un gesto lo que importa, sino el sistema al que pertenece en el instante en
que se manifiesta. El mismo fenómeno puede darse en el niño que balbucea el
simple efecto de sus ejercicios sensorio-motores y, más tarde, la sílaba de una
palabra que se esfuerza en pronunciar correctamente. Entre los dos hechos se
intercala un período de aprendizaje. La necesidad de volver a aprender el
sonido que se había hecho familiar en el período sensorio-motor, cuando se
convierte en un elemento del lenguaje, puede advertirla muy bien cualquiera que
trate de hablar una lengua extranjera, cuyos fonemas no son todos aquellos que
ha tenido ocasión de fijar al aprender su propia lengua materna. Si se hace el
reaprendizaje a una edad demasiado tardía probablemente la dificultad de
articulación no pueda ser superada totalmente.
A
la inversa, ante una misma palabra, el acto mental puede pertenecer a dos
niveles diferentes de actividad. Esto explica cómo ciertos afásicos son, al
mismo tiempo, capaces e incapaces de utilizar un mismo vocablo según pertenezca
a una exclamación afectiva o tenga que entrar en la enunciación objetiva de un
hecho. El lenguaje de un adulto normal conlleva una superposición de planos,
entre los cuales se mueve siempre sin saberlo. La enfermedad puede eliminar
algunos de ellos y el niño sólo puede pasar de uno a otro superior, de modo
sucesivo. Pero el lenguaje no es más que un ejemplo de la ley que rige la
adquisición de todas nuestras actividades. Las más elementales se integran,
modificadas o bajo el mismo aspecto, a otras, a través de las cuales aumentan
gradualmente nuestros medios objetivos de relación con el medio. El observador
debe tener cuidado en no atribuir a los gestos del niño la significación
completa que podrían tener en el adulto. Sea cual fuere su identidad aparente
no debe reconocerles otro valor que aquel que puede justificar el
comportamiento actual del sujeto. El comportamiento del niño, en cada edad, responde
a los límites de sus aptitudes y el del adulto está rodeado en todo momento por
una sucesión de circunstancias que permiten señalar el nivel de la vida mental
en que se despliega. El estar atento a estas diversas significaciones
constituye una de las principales dificultades, pero es una condición esencial
de la observación científica.
Si
el método de observación está obligado a tener en cuenta las variaciones que
encuentra en el efecto cuando cambian las condiciones, el estudio de los casos
patológicos brinda la ocasión de distinguir algunas de estas variaciones que se
han hecho más notorias debido a la enfermedad, y así puede suplir, en cierta
medida, a la experimentación cuando es imposible recurrir a ella para ponerlas
en evidencia de una manera artificial.
Las
relaciones entre la patología y la experimentación dominan la atención de los
psicólogos franceses y, bajo la influencia de Cl. Bernard, han inspirado por
mucho tiempo la mayor parte de sus trabajos. Bernard definía la fisiología como
una «medicina experimental», entendiendo con ello que el fisiólogo debía
dedicarse a reproducir los efectos de la enfermedad en un organismo sano
generando la causa supuesta. Éste es el medio directo de verificar la exactitud
de sus hipótesis. Esta práctica postulaba, por una parte, que la salud y la
enfermedad son estados sometidos a las mismas leyes biológicas y que han
cambiado sólo ciertas condiciones de la experiencia, precisamente aquellas cuyo
efecto se trata de determinar. Dicha práctica exigía, por otra parte y por
razones de humanidad, que la verificación pudiera realizarse en organismos
distintos a los del hombre. Ribot y sus discípulos han adoptado dicho postulado
pero no han podido transferir el experimento a otros organismos, ya que los
hechos que se estudian pertenecen, en su mayor parte, sólo a la psicología del
hombre. A diferencia de Cl. Bèrnard, que actuaba en el campo experimental,
ellos han trabajado en el patológico. Precisamente por esto, al no tener la
ventaja que significaba la verificación rápida que había buscado Cl. Bernard,
tuvieron que volver a establecer comparaciones minuciosas, y, a veces
inciertas, de acuerdo con los hallazgos de la clínica.
Este
inconveniente quizá no ha sido para ellos, en un principio, tan evidente como
lo es para nosotros, puesto que era la época en que prosperaban los
experimentos sobre la histeria, que, efectivamente, han ocupado un lugar
importante en los trabajos de los primeros psicopatólogos. Los sorprendentes
efectos que día a día les fueron atribuidos, hicieron creer que, provocándolos,
sería posible remontarse hasta su causa y explorar así el mecanismo de la vida
psíquica. Verificación demasiado fácil de las hipótesis más arbitrarias, ya que
esos efectos eran resultado directo de la sugestión o de la simulación. Aun
siendo algo opuesto a la histeria, la doctrina organicista mantenía, sin
embargo, una ilusión muy parecida. Identificando cada manifestación psíquica
con el funcionamiento de cierto órgano, postulaba también la posibilidad de
analizar la vida psíquica efecto por efecto, función por función. Concepción
reconocida después como inadecuada a los hechos. Las consecuencias de una
lesión no se resuelven en una simple sustracción funcional. Traducen una
reacción conforme a las posibilidades que han quedado intactas o liberadas por
la lesión. Son el comportamiento compatible con los cambios de la situación
interna.
Asimismo,
los progresos del niño no son una simple adición de funciones. El
comportamiento de cada edad es un sistema en el que cada una de las actividades
ya posibles concurre con todas las otras, recibiendo su papel del conjunto. El
interés de la psicopatología, al estudiar al niño, es evidenciar los diferentes
tipos de comportamiento de la mejor forma posible. Ya que el ritmo de una evolución
mental es tan precipitado en la primera infancia, que se hace difícil
identificar, en su estado puro, las manifestaciones que se superponen unas a
otras. Por el contrario, una perturbación en el crecimiento no sólo frena la
evolución, sino también puede detener su curso en un cierto nivel. Entonces
todas las reacciones acaban por reunirse en un tipo único de comportamiento,
agotando completamente las posibilidades de éste, a veces incluso con un grado
de perfección que no podría lograrse cuando dichas reacciones se incorporan
gradualmente a otras de nivel más elevado. Siempre he comprobado que una
virtuosidad parcial demasiado grande es un mal pronóstico para el desarrollo
ulterior del niño, ya que constituye el índice de una función que gira indefinidamente
sobre sí misma, a falta de un sistema más complejo de actividad que llegue a
integrarla y utilizarla para otros fines.[8]
Al
mismo tiempo que cada estadio de una evolución truncada puede, de este modo,
encontrarse despojado de todos los rasgos que le son extraños, es sorprendente
el contraste entre la cohesión íntima del comportamiento y su incoherencia
práctica. Si este comportamiento no tiene siempre relación con las
circunstancias exteriores, responde mal o no responde en absoluto a las
exigencias del medio. Su carácter absurdo permitirá comprender mejor los tipos
de progreso que son indispensables para permitir una vida normal. El régimen de
vida está dirigido por condiciones que puede transformar el medio social. La
relación entre estas condiciones y el desarrollo psíquico es uno de sus
factores esenciales. Es necesario comparar, pues, las aptitudes sucesivas o
personales del niño con los objetos y los obstáculos que deben o pueden
encontrar dichas aptitudes, y después registrar el modo en que se efectuó la
adaptación. Decroly recomendaba considerar, para todo niño anormal, el régimen
de vida que era y que podía ser accesible para él. Se plantea el mismo problema
para conocer y guiar mejor al niño normal.
La
estadística utiliza otro medio de comparación cuya finalidad es bastante
parecida. En lugar de poner directamente en observación al individuo y sus
condiciones de existencia, se lo compara con el grupo de aquellos que están en
las mismas condiciones que él. La comparación, evidentemente, se realiza sobre
un aspecto bien determinado. Se trata de anotar las variaciones de este aspecto
a través del conjunto del grupo y también de clasificar a cada individuo en
relación con el grupo entero. En un grupo donde se reúnen individuos de la
misma edad, la clasificación de cada uno entre los otros indicará, en relación
con el rasgo considerado, si el individuo va retrasado, avanzado respecto a los
otros de su misma edad o está en el término medio. Pero el principio de
agrupamiento puede ser diferente: nacionalidad, medio social, condiciones de
vida más o menos particulares. Y así es como la comparación del mismo aspecto
en diversos agrupamientos, y en diferentes tipos de agrupamientos, permitirá
reconocer cuáles son los factores que influyen en su aparición, su desaparición
y sus variaciones eventuales.
El
método puede dar lugar a dos clases de comparaciones: la de cada individuo con
una norma procedente del conjunto de los resultados obtenidos a partir de las
personas de su misma categoría y la de las condiciones que se dan en cada
categoría con el efecto estudiado. Ante el hecho de que el término de
referencia ha dejado de ser una observación o una experiencia individual para
convertirse en una pluralidad de casos individuales, resulta necesario eliminar
ele esta pluralidad lo que puede romper el justo equilibrio. La posibilidad de
obtener esta garantía reside sólo en respetar las condiciones que el cálculo de
probabilidades ha permitido determinar. El establecimiento de normas y el
manejo de comparaciones propias de este método están regidos por el cálculo de
probabilidades.[9]
El
rasgo estudiado puede ser un efecto natural, como la estatura del niño. Sin
embargo, cuando se trata de una aptitud se hace necesario evidenciarla mediante
una prueba o test. El test definirá una aptitud determinada sólo porque
previamente se habrá diseñado para su medición. Y la garantía de esta
correspondencia exacta viene dada, precisamente, por el cálculo de
probabilidades. El porcentaje de resultados favorables obtenidos con individuos
de quienes se sabe prácticamente que presentan esta aptitud debe ser muy
superior al porcentaje que dan individuos corrientes. Si se trata de conocer el
desarrollo de una aptitud de acuerdo con la edad, la comparación versará sobre
el número de resultados favorables obtenidos en dos edades consecutivas.
El
test es una observación provocada y, en este sentido, un experimento. Sin
embargo, lo que lo distingue de un experimento propiamente dicho es que ambos
difieren en cuanto a referencia y técnica. El experimento vale por su
estructura, por la exacta relación de sus partes; su resultado depende de las
condiciones en que ha sido llevado a cabo; consiste en una combinación adecuada
de circunstancias; sus referencias están en una situación definida y que puede
ser más o menos compleja. El test, por el contrario, es un índice cuya
significación está basada en su frecuencia relativa a través de grupos
definidos. La estructura está en ellos y no en el test. Si hubiera una
estructura, aunque tuviera pocos elementos heterogéneos, las comparaciones a
las que sirve se harían ambiguas y las manipulaciones estadísticas podrían
revelar determinadas anomalías en sus resultados. El test, en principio, debe
ser lo más depurado posible. Sus referencias están fuera de él: en el conjunto
de casos sobre los que se ha aplicado.
Indudablemente
el método estadístico y el método experimental pueden más o menos
complementarse como mutuo control. Pero las objeciones que se han dirigido a
uno y otro métodos frecuentemente proceden del hecho de que ambos no están
suficientemente diferenciados. En psicología existen pruebas que no son tests y
cuyos resultados son mucho más útiles; son experimentos más o menos complejos
cuya prueba está en ellos mismos. Sería absurdo hacerles la objeción de que
dichos experimentos no pueden justificarse atendiendo a la misma clase de
garantías relacionadas con los tests. A la inversa, es injustificado reprochar
la simplicidad abstracta de los tests.
El
estudio del niño -esencialmente- es el estudio de las fases que lo van a
transformar en un adulto.
¿En
qué medida los tests pueden contribuir a ello? ¿En qué medida pueden ser
insuficientes? Suponiendo que fueran lo suficientemente numerosos como para
responder a todas las aptitudes, los tests podrían hacer un inventario de todas
ellas para cada sujeto y para cada edad, indicando sus respectivos niveles. Los
tests yuxtapuestos proporcionarían lo que se llama un «perfil psicológico», gráfico
de indiscutible utilidad, pero que en el fondo es una simple reunión de
resultados que, por otra parte, es dudoso que agoten todas las posibilidades
del sujeto. No hay, pues, en ellos la verdadera expresión de una estructura
mental.
Sin
embargo, es posible investigar si existe o no una correlación entre los tests,
calculando la frecuencia con que concuerdan sus resultados. Una concordancia
cuyo porcentaje sobrepase las probabilidades del simple azar puede ser el
índice de una relación funcional entre dos aptitudes puestas en correlación, a
condición de que no sea a causa de una dependencia común respecto a
circunstancias extrañas. Tal concordancia responderá pues a un elemento de
estructura. Pero encadenar estos elementos, calculando correlaciones cada vez
más próximas, no es recomponer la estructura, y los resultados le conjunto se
hacen rápidamente muy confusos. Por otra parte, la cohesión de cada elemento
varía con el valor numérico de la correlación, en tanto que su significación
intrínseca permanece indeterminada. La investigación de las correlaciones es,
pues, un método le análisis y de verificación, pero no de reconstrucción.
En
una palabra, la existencia de un conjunto no se confunde con las mutuas
afinidades de sus partes. El hecho de que a una edad determinada las distintas
actividades que la constituyen colaboren en la conformación de un
comportamiento, no significa necesariamente que estas actividades se
condicionen entre ellas. Las causas de una evolución superan el instante
presente. Cada una de sus etapas no puede formar, pues, un sistema cerrado en
el que todas sus manifestaciones dependan estrictamente unas de otras.
Los
estadios que permite estudiar la psicopatología son -ante todo- conjuntos que,
además, están depurados de todo elemento heterogéneo. Así es más fácil definir
los rasgos esenciales de dichos conjuntos. Pero pueden captarse sólo bajo su
aspecto estático. Como fragmentos de una evolución truncada dejan en seguida de
responder a las necesidades de las edades sucesivas por las que atraviesa el
individuo. Poseen una existencia sólo mecánica, provista de efectos
estereotipados y absurdos. Desaparece su significación psicobiológica.
Las
etapas del desarrollo deben ser referidas, fundamentalmente, a su sucesión
cronológica. Las leyes y factores de los que dependen se estudiarán más
adelante. Pero, ¿de qué manera se suceden unas a otras? Para ciertos autores el
paso de una etapa a otra se efectúa mediante transiciones insensibles. Cada una
de ellas estaría en la etapa precedente y también contendría la siguiente. Más
que una realidad psicológica, estas etapas constituirían una división cómoda
para el psicólogo. Esta continuidad, sin duda, es todo lo que puede captar el
que se aferre exclusivamente a la descripción de las manifestaciones o
aptitudes sucesivas que se van mostrando en el comportamiento del niño. El
desarrollo de cada una puede representarse mediante una curva continua desde
los tanteos extraños e imperfectos del comienzo hasta su empleo según las
necesidades y circunstancias, pasando por el período en el que -durante una
agitación lúdica- el efecto se busca insaciablemente. Las nuevas formas de
actividad se hacen posibles en función de su perfeccionamiento y puede
considerárselas en cierto modo como una consecuencia mecánica y necesaria. Esta
actividad, al mismo tiempo se entremezcla con otras, sincrónicas o no, que con
ella forman una especie de tupimiento en el que se pierden las distinciones de
las etapas.
Para
quienes, por el contrario, no separan arbitrariamente el comportamiento de las
condiciones de existencia propias de cada época del desarrollo, cada fase es un
sistema de relaciones entre las posibilidades del niño y el medio, sistema que
hace que se especifiquen recíprocamente. El medio no puede ser el mismo en
todas las edades. Está constituido por todo aquello que hace funcionar los
procedimientos de que dispone el niño para obtener la satisfacción de sus
necesidades. Pero, por eso mismo, es el conjunto de los estímulos por los que
se ejerce y se regula su actividad. Cada etapa es, al mismo tiempo, un momento
de la evolución mental y un tipo de comportamiento.
Al
igual que todo proceso de transformación, el desarrollo psíquico del niño
presenta contradicciones que, en este caso, debido a la amplitud y diversidad
de sus condiciones, plantean problemas importantes. Partiendo de la lactancia
-un estadio apenas superior al parasitismo- tiende a un nivel que, referido al
comportamiento (le las otras especies animales es apenas un comienzo, pues los
motivos que pueden surgir de las circunstancias naturales se encuentran
cubiertos en el hombre por los que proceden de una sociedad compleja e
inestable. La influencia que puede ejercer la sociedad presupone en el
individuo un cúmulo de aptitudes claramente diferenciadas y formadas como
manifestación propia de la especie. Así pues, en el niño, se contraponen y
complementan mutuamente factores de origen biológico y social.
Al
mismo tiempo en que las posibilidades actuales y las correspondientes
condiciones de vida llegan a un equilibrio estable en cada etapa, también se
hace presente la tendencia al cambio, cuya causa es ajena a esta exacta
relación funcional. Esta causa es orgánica. En el desarrollo del individuo la
función se revela con el crecimiento del órgano, y el órgano, muchas veces,
precede en mucho a la función. El número de células nerviosas es el mismo desde
el nacimiento hasta la muerte, y si algunas se destruyen en el transcurso de la
vida jamás son reemplazadas. Pero, ¿durante cuántas semanas, cuántos meses y
años muchas de ellas permanecen dormidas? Mientras no se cumpla la condición
orgánica de su funcionamiento: la mielinización de su axón. Muchos otros
órganos deben terminar, también, su diferenciación estructural antes de revelar
su función y, a menudo, sus primeras manifestaciones no son más que un
ejercicio libre sin otro motivo que el ejercicio mismo.
La
razón de su crecimiento no está en su presente sino en el tipo de la especie
que corresponde realizar al adulto. Dicha razón está a la vez en el futuro y en
el pasado. Cada edad del niño es como una cantera en la cual determinados
órganos aseguran la actividad presente, mientras se edifican masas imponentes
que tendrán su razón de ser en edades ulteriores. El fin así perseguido no es
más que el cumplimiento de lo que el genotipo, o germen del individuo, tenía en
potencia. El plan según el cual se desarrolla cada individuo depende de
aptitudes que éste posee desde su formación inicial. Su realización plena viene
inmediatamente después y puede no ser total ya que las circunstancias la modifican
en más o menos grado. El fenotipo, que consiste en los aspectos bajo los cuales
se manifiesta el individuo durante su vida, se ha distinguido también del
genotipo. La historia de un ser está dominada por su genotipo y constituida por
su fenotipo.
Entre
los dos no hay más que un pequeño margen de variación. Pero es difícil señalar
la magnitud de esta variación ya que sólo el fenotipo es directamente accesible
a la observación. En cuanto al contenido del genotipo, habría que deducirlo de
una comparación entre progenitores y descendientes, atribuyéndole aquellos
rasgos comunes que no pueden ser explicados por la influencia del medio o de
los acontecimientos. La comparación entre grupos de gemelos homo y
heterozigóticos ha permitido a varios observadores atribuir al genotipo las
aptitudes que son semejantes entre los primeros y que son diferentes entre los
segundos. Sin duda, en condiciones normales, la enorme diversidad de modos de
vida que presenta nuestra sociedad hace que las comparaciones sean más
complejas; sin embargo, también puede aclarar la distinción entre lo que
permanece constante y aquello que varía debido a múltiples circunstancias.
Sin
embargo, hay que saber distinguir entre las influencias. Algunas son muy
fuertes, otras parecen estar muy repartidas. Si la comparación no fuera lo
suficientemente amplia en el tiempo y en el espacio, o si no pusiera en
evidencia las variaciones accidentales para hacer un examen rigurosamente
diferencial de sus condiciones, los efectos de las influencias podrían
prevalecer en los rasgos permanentes y esenciales de una raza o en grupos
fundamentalmente homogéneos. En otros campos, la transformación de las
circunstancias es mucho más rápida y mucho más variada. Entre generaciones o
entre grupos relativamente próximos, y a veces aun entre individuos, las
variaciones pueden ser sensibles. Hay que tener en cuenta este hecho para no
sacar conclusiones de superioridad o inferioridad fundamentales sin una base
real.
El
genotipo puede considerarse como el intermediario entre la especie y el
individuo y presentando ligeras variaciones de acuerdo con la ascendencia y los
cruzamientos. En el genotipo está grabada la historia de la especie, y la
historia del individuo no hace más que reproducir los rasgos esenciales de la
misma. Ésta es, por lo menos, la teoría de aquellos que consideran que la
ontogénesis es una repetición de la filogénesis. Esta teoría nace de las
semejanzas morfológicas que presentan las etapas de la vida embrionaria con las
formas animales cuya sucesión jalona el camino seguido por la evolución de las
especies. Algunos psicólogos creyeron poder aplicarla al desarrollo del
individuo relacionando a éste con la evolución de las civilizaciones humanas y
explicando, así, las semejanzas que se presentan, en las edades sucesivas del
niño, entre las formas del comportamiento infantil y la serie de prácticas o
creencias por las cuales han pasado las sociedades humanas.
Los
juegos guerreros de los niños, por ejemplo, su invención o, más bien, su
reinvención del arco y las flechas, son una reminiscencia de edades
desaparecidas. Lo mismo ocurre en lo que se ha llamado su mentalidad mágica, es
decir, su creencia en el poder de la voluntad sobre las cosas y los
acontecimientos, ya sea en forma directa o mediante invocaciones o fórmulas.
Freud
asigna gran importancia dentro del psicoanálisis a esta reviviscencia de los
pensamientos ancestrales. Los juegos imaginativos, los cuentos que complacen a
los niños, los sueños del adulto, algunas de sus creaciones estéticas, serían
un retorno a la forma mítica bajo cuyo imperio se expresaban las más antiguas
civilizaciones y que hoy día utilizan los deseos rechazados por nuestra
civilización para manifestarse de manera disimulada. De este modo podrían
sobrevivir en cada individuo aquellas situaciones que pertenecían a las
primeras edades de la humanidad y que la moral de los pueblos no ha dejado de
combatir.
La
asimilación de la onto y de la filogénesis ha suscitado objeciones en su campo
originario, la embriogénesis, aspecto que, por otra parte, no es un argumento
necesario para justificar el transformismo. ¿Por qué los cambios que lleva
consigo el paso de una especie a otra, no influyen tanto en las distintas
etapas del crecimiento como en los caracteres del animal adulto? ¿En qué medida
la necesidad más urgente de realizar un nuevo tipo de organización evita de
algún modo la recapitulación del pasado? En este punto, el problema tiene por
lo menos datos precisos: la comparación de las formas entre sí y el orden de
sucesión de las mismas.
En
el plano de la psicogénesis, por el contrario, el paralelismo ontofilogenético
está privado no sólo de criterios objetivos sino que comporta inverosimilitudes
insuperables. Si las etapas de la vida mental en el niño tienen por prototipo y
por condición las etapas de la civilización humana, el vínculo entre los
términos correspondientes en las dos series se presentaría sólo como una
estructura material cuyo rango estaría estrictamente determinado en el
desarrollo del individuo y de la especie. Entre dos individuos pertenecientes a
diferentes niveles de civilización, el intervalo sería igual al número de
generaciones necesarias para que se dé la serie de estructuras intermedias; es
decir, que el intervalo sería insuperable no solamente para ellos sino para una
parte más o menos grande de su descendencia. La experiencia ha mostrado que si
el desacuerdo entre dos adultos ya formados puede ser irreductible, en niños
menores, por el contrario, el medio en el que se educan introduce la
civilización correspondiente.
A
diferencia de las formas embriogénicas -que son objeto de observación- la
existencia de estructuras que respondan a los sistemas ideológicos es
indemostrable y no sólo eso, sino que es insostenible. Todas las verificaciones
de la psicología contemporánea prueban que el funcionamiento de la actividad
mental sería inconcebible si hubiera que descomponer sus operaciones en sus
elementos constitutivos pues, cada uno de ellos tendría por soporte y por
órgano un elemento o una combinación de elementos orgánicos. Para este efecto
el lenguaje proporciona un ejemplo que se ha estudiado con detenimiento. Sin
lugar a dudas, el lenguaje encuentra sus posibilidades debido a la existencia
de centros especializados que han aparecido en la especie humana y que, por
otra parte, tienen bastante profundidad, es decir, que implican actividades de
niveles muy diferentes. Pero de ninguna manera se ha preformado el lenguaje en
esos centros. El sistema lingüístico que el niño aprende a usar depende del
medio. Por otra parte, este sistema puede no ser único y cuando se desarrollan
varios sistemas en el mismo individuo, sus relaciones pueden ser
psicológicamente muy diferentes: equivalencia exacta o referencia de todos a
uno de ellos que es el único que está en correspondencia inmediata con las
intenciones y el pensamiento. Y aún más, puede haber fórmulas que sirven para
expresar actividades psíquicas de niveles muy diferentes, de acuerdo con las
circunstancias, las disposiciones o las posibilidades mentales del sujeto y
también ciertas actividades que varían según la edad del niño.
No
hay reacción mental que sea independiente de las circunstancias externas, de
una situación y del medio, por lo menos a través de los medios y de su
contenido, si no siempre, como mínimo en el momento presente. Hay quienes se
oponen a una exacta asimilación del desarrollo psíquico con el desarrollo
embrionario y hay otros que, por el contrario, se aferran a la influencia
exclusiva de factores orgánicos. La semejanza que puede evidenciarse entre
algunas actitudes u operaciones mentales de los niños y las de los llamados
primitivos parece explicarse por una semejanza de situación, por otra parte muy
relativa. El medio aporta a nuestra actividad instrumentos y técnicas tan
íntimamente vinculados a la práctica y a las necesidades de nuestra vida
cotidiana, que a menudo ni nos percatamos de su existencia. El niño sólo
aprende a disponer de ellos progresivamente. Los presuntos primitivos se
asimilarían a cada una de esas situaciones sucesivas en las que, para el niño,
ciertas técnicas no habrían existido todavía.
Las
técnicas intelectuales que se transmiten al niño en la primera etapa, sobre
todo a través del lenguaje, pero sólo en la medida en que aprende a emplearlo,
no son las menos importantes. Este aprendizaje no concluye con los últimos años
de la infancia y puede prolongarse a muy diferentes niveles. Sin embargo, entre
los lenguajes también hay niveles. De acuerdo con el estado de las
civilizaciones correspondientes los lenguajes son instrumentos intelectuales
más o menos elaborados. El trabajo de los pensadores nos ofrece un ejemplo
explícito de esta elaboración a través de la historia. ¡Cuántos esfuerzos de
definición por parte de Descartes, Aristóteles y Platón para las palabras y las
nociones de las que depende nuestra comprensión diaria del mundo! Nos parece
ascender de uno a otro hacia lo menos comprensible y, a veces con Platón, hasta
el umbral de lo más incomprensible. ¿Acaso esto no nos abre algo de aquel
horizonte tan lejano de lo que Lévy-Bruhl llama la mentalidad prelógica? Pero
esta elaboración, deliberada en los filósofos de antaño y en los sabios de hoy,
se realiza en la conciencia común y en el lenguaje corriente, bajo la presión
de las costumbres o de los objetos que pertenecen al régimen de vida y a las
técnicas de la época.
Entre
el niño y el primitivo la diferencia es muy clara. El primero está en presencia
de técnicas que todavía no sabe utilizar; para el segundo, éstas no existen en
absoluto. La comparación entre uno y otro es, sin duda, útil, no porque nos
brinde la oportunidad de encontrar un estadio del pasado en el niño, sino
porque nos permite precisar la parte que corresponde a los instrumentos y a las
técnicas de aquella otra que pertenece a la inteligencia en el ejercicio del
pensamiento. De esta manera estaremos prevenidos contra el riesgo de considerar
a un niño actual de 12 años más inteligente que Platón o por lo menos más
inteligente que un primitivo eminente en su clan, y también estaremos
prevenidos para no confundir el nivel de la lógica con el poder del
pensamiento. Hay que añadir que, aun reduciéndolo a estos términos, el
acercamiento muestra la existencia de una enorme distancia entre el niño, cuyo
pensamiento está desprovisto de esquemas y sigue las pulsiones de la
sensibilidad, y el primitivo, que está influenciado por el sistema tenaz de sus
hábitos mentales y de sus creencias.
Aunque
el desarrollo psíquico del niño suponga una especie de implicación mutua entre
factores externos e internos, no es imposible distinguir la parte que
corresponde a unos y otros. El orden riguroso de las fases del desarrollo, cuya
condición fundamental es el crecimiento de los órganos, es imputable a los
factores internos. Las estructuras del futuro organismo están dentro del huevo,
y en estado potencial, aunque todavía invisible. Compuestos químicos de
constitución relativamente simple parecen tener un papel decisivo como
estimulantes y reguladores en la diferenciación de aquellas estructuras. Son
las hormonas, secreción de las glándulas endocrinas. Dotada cada una de ellas
de una rigurosa especificidad, aunque a menudo en relación de dependencia
recíproca, tienen bajo su control la aparición y el desarrollo de cada clase de
tejido. El encadenamiento de sus intervenciones responde con la más exacta
precisión a las necesidades del crecimiento y, en vista de que añaden a su
papel morfógeno una acción igualmente electiva sobre las funciones fisiológicas
y psíquicas, von Monakow veía en todo ello algo así como un sustrato material de
los instintos.
De
hecho, parece que dichas hormonas ejercen una influencia considerable sobre las
correlaciones psicosomáticas. La secreción de las glándulas intersticiales
incluidas en los órganos genitales se encuentra, por ejemplo, en el origen de
los cambios psíquicos y físicos conocidos bajo el nombre de pubertad. Las
diferencias de conformación física y de temperamento psicofisiológico, que hoy
día muchos se afanan en clasificar por tipos para basar en ellos el estudio del
carácter y de las diversas afecciones mentales, se atribuyen con facilidad a la
preponderancia de esos cambios físicos o psíquicos. Tratándose de niños, tales
investigaciones podrían tener un doble interés: en primer lugar, identificar en
el curso de su desarrollo los signos premonitorios, las particularidades
nacientes y quizás, en parte, las causas que determinan el tipo que completará
posteriormente; en segundo lugar, el interés de investigar si las etapas de su
crecimiento que traen consigo variaciones considerables y que se presentan en
las proporciones relativas a la cabeza y al tronco o en las que se dan entre
éstos y las extremidades y, por último, entre sus partes y segmentos, no
emparentarían sucesivamente al niño con diferentes biotipos a los que
correspondería la diversidad de sus comportamientos sucesivos.
En
todos los casos existe una relación entre el crecimiento de las extremidades y
su actividad propia. Pero ésta puede ser de sentido opuesto. A veces es
positiva; es decir, que aumentan simultáneamente las dimensiones y la habilidad
de una región, por ejemplo, de la raíz o la extremidad de un miembro. Y eso
debe explicarse por una solidaridad trófica entre los órganos periféricos y
centrales de una misma función: por una parte aparato articular y músculos; por
otra, centros nerviosos. Otras veces, por el contrario, una torpeza más o menos
duradera acompaña a un rápido aumento de las dimensiones. Un ejemplo muy
conocido es el cambio de voz en la pubertad: los sonidos se vuelven bitonales y
discordantes, porque los automatismos adquiridos se alteraron momentáneamente
debido a los cambios sufridos por el órgano. En el primer caso se trataba de
una aptitud bruta, elemental y potencial; en el segundo, por la transformación
de su instrumento, fallaron operaciones complejas que estaban constituidas en
sistema. La oposición de estos dos efectos se explica por la diferencia de su
nivel funcional.
Cuando
se trata de actividades más específicamente psíquicas y sin concomitantes
orgánicos visibles, la relación de los factores internos y externos da lugar a
muchas discusiones. La explicación espontánea consiste en ordenar entre sí los
hechos que son de inmediata percepción. El orden de su sucesión, en este caso,
se convierte en causalidad. Las reacciones que es capaz de llevar a cabo el
lactante se supone que constituyen el material a partir del que surgirán las
elaboraciones ulteriores de la vida mental, mediante combinaciones y
adaptaciones sucesivas. Por otra parte, sucede a menudo que este material está
calcado de las necesidades de una explicación más que de una exacta observación
de los hechos. Cuando el edificio psíquico parecía reducirse cada vez más a
sensaciones, no se planteaba la cuestión de la diferencia, evidente sin
embargo, entre el niño y el adulto. Ahora que se ha generalizado una
representación más activista de la vida mental, las sensaciones han sido
sustituidas por esquemas motores que, sin embargo, se utilizan todavía como
unidades que permanecen equivalentes en todas las etapas de la evolución
psíquica, en tanto que, en realidad, las integraciones progresivas cambian, no
sólo de apariencia externa, junto con el mecanismo neurológico de las
manifestaciones motrices, sino también sus conexiones funcionales y su
significación pragmática.
Esta
integración es la condición y, de ninguna manera, la consecuencia de la
evolución psicomotriz. En este trabajo se plantea el problema de las relaciones
entre la maduración y el aprendizaje funcionales. Atribuir sistemáticamente
cada progreso comprobado a la maduración de los órganos correspondientes, es
sólo una forma modificada de las viejas explicaciones que se contentaban con
ajustar cada efecto a una entidad calcada de él. Pero oponerse a priori a la
aparición de nuevas actividades en la evolución psíquica, cuya fuente necesaria
es el despertar funcional de estructuras orgánicas que llegaron a la maduración
-como ha hecho recientemente Piaget en su libro La naissaince de l'intelligence chez l'enfant lleva a confundir una
simple descripción rica, penetrante e ingeniosa, con las profundas condiciones
de la vida mental.
Quien
hable de maduración funcional debe demostrar su existencia de manera
irrebatible. Muchos autores están dedicados a este fin. Se han hecho
experimentos con animales jóvenes y con niños. Los resultados son semejantes.
Entre dos grupos de sujetos, a uno de los cuales se da la posibilidad de
adiestramiento en tanto que a los del otro se les priva de la misma, la
diferencia de resultados se borra rápidamente una vez que ha sido alcanzada la
edad de la función y se anula la diferencia de las condiciones externas. Al
cabo de varias semanas, el nivel funcional alcanzado por los primeros es
logrado en pocos días por los segundos, lo que prueba que la edad influye más
que el ejercicio. En lugar de grupos lo bastante numerosos, como para que se
compense la diversidad de aptitudes individuales, Gesell ha comparado dos
gemelos homozigóticos, es decir, dos seres cuya semejanza es lo más completa
posible. A uno de ellos se le ha entrenado desde la edad de 46 semanas a subir una
escalera y al otro sólo a partir de la semana 53. El segundo niño, en dos
semanas, alcanzó a su hermano. Los actos estudiados han sido evidentemente
actos naturales, así como por ejemplo, coger cosas, caminar, aprehender,
hablar, cuya adquisición es constante para todo individuo normal que vive en un
medio normal. Los estímulos, las circunstancias apropiadas son verdaderamente
necesarias para que se produzcan tales actos pero su utilización no se torna
realmente eficaz hasta el momento en que las condiciones biológicas de la
función llegan a su maduración.
Cuando
la adquisición se refiere a actividades más artificiales, es decir, actividades
que no aparecen en el curso del desarrollo a menos que concurran circunstancias
particulares, las condiciones funcionales adecuadas no son menos necesarias,
pero la importancia del aprendizaje se convierte en esencial. Por otra parte,
el hecho de que los efectos que no son modificados sensiblemente por el
ejercicio ni en su forma, ni en su grado ni en su cronología sean reacciones
primitivas es una ley general; es decir, son reacciones que pertenecen al
acervo psicobiológico de la especie y cuya maduración funcional es la condición
dominante. Por el contrario, lo que el ejercicio puede desarrollar o
diversificar se relaciona con las actividades combinadas en las que se traducen
las aptitudes individuales de adaptación, iniciativa e invención.
En
la especie humana, el adulto dispone de actividades con ayuda de las cuales
puede superar las limitaciones del ambiente inmediato. A las circunstancias
exteriores puede oponer un mundo de motivos que descubre en sí mismo, sea cual
fuere la fuente de la que procedan, y que son como el regulador interno de su
conducta. Hay que suponer, pues, en el punto de partida un acervo psicobiológico
mucho más complejo que en las otras especies. El niño, por el contrario,
permanece mucho más tiempo desarmado ante las necesidades más elementales de la
vida, y las oportunidades de aprendizaje que debe encontrar en el medio externo
adquieren entonces una importancia decisiva. De este modo, hay una relación
inversa entre la riqueza del equipamiento y el acabado de sus partes. Cuanto
mayor es el número de posibilidades, mayor es su grado de indeterminación.
Cuanto mayor es la indeterminación, más aumenta el margen de los progresos. Una
función que no tiene que buscar su fórmula tampoco sabe adaptarse a
circunstancias diversas.
El
hecho de que un ser no pueda subsistir por sí mismo en el momento de nacer a
causa de una maduración insuficiente de sus órganos, se ha asimilado a un caso
de premaduración. Ningún ejemplo es más sorprendente que el del canguro, cuya
cría abandona el útero de su madre sólo para reintegrarse de inmediato a la
bolsa ventral, donde esperará hasta poder soportar los rudos contactos del
mundo exterior. La premaduración es normal en muchas especies de mamíferos. Su
precocidad parece aumentar al mismo tiempo que se eleva el nivel evolutivo de
la especie. Alcanza su grado más alto en el hombre y se acompaña de un
trastorno en el orden de los medios que están a su alcance, trastorno que
prepara una orientación completamente nueva de su existencia.
En
tanto que, a veces, a costa de ejemplos y de incitaciones maternas, el animal
joven adapta directamente sus reacciones a las situaciones del mundo físico, el
niño permanece meses y años sin poder satisfacer sus deseos si no es por medio
de otros. Aquellas de entre sus propias reacciones que susciten en los demás
conductas beneficiosas para él y las reacciones de los otros que coincidan con su
comportamiento o manifiesten conductas contrarias, son los únicos instrumentos
que sitúan al niño en relación con el ambiente. Desde los primeros días y
semanas se forman encadenamientos de los que surgirán las primeras bases de lo
que servirá para establecer relaciones interindividuales. Las funciones de
expresión preceden en mucho a las de realización. Preludiando al lenguaje
propiamente dicho, las funciones de expresión son las primeras que marcan al
hombre, animal esencialmente social.
En esta relación no
figuran los términos o expresiones que Wallon define en su propio contexto,
tales como, por ejemplo, tono, función postural, etc.
ABIOTROFIA
Proceso
degenerativo, en particular de las células nerviosas.
AFASIA
Trastornos del
lenguaje derivados de una lesión cerebral, sin que aparezcan lesiones en los
órganos periféricos. Conviene distinguir esquemáticamente la afasia llamada
motriz de Broca, caracterizada por trastornos de ejecución, y la afasia llamada
sensorial de Wernicke caracterizada por trastornos de la comprensión.
AGNOSIA
Pérdida patológica
de la capacidad de reconocimiento perceptivo, a pesar de mantenerse la
integridad, más o menos completa, de las sensibilidades en juego.
AGNOSTICISMO
Doctrina que
preconiza que todo cuanto rebasa las apariencias sensibles es incognoscible
para la mente humana.
AGORAFOBIA
Temor obsesivo a los
grandes espacios abiertos.
ALGOFILIA
Perversión que
consiste en apetencia de dolor físico.
ALVINO
Perteneciente o
relativo al bajo vientre.
APONEUROSIS
Membrana fibrosa que
envuelve un músculo e impide su desarrollo lateral cuando se contrae.
APRAXIA
Trastorno motor
caracterizado por la incapacidad de ejecutar movimientos voluntarios a pesar de
la integridad de las funciones motrices elementales.
ASINERGIA
Trastorno en la
realización de las sinergias musculares, es decir, de los conjuntos de
contracciones habitualmente asociadas en la ejecución de un movimiento, en el
mantenimiento de una postura.
ATETOSIS
Síndrome
caracterizado por movimientos ondulatorios, de ritmo lento, en particular de
las manos, motivado por lesiones del cuerpo estriado.
ATONÍA
Carencia de tono y
de vigor, inercia de expresión.
CATATONÍA
Síndrome complejo
que normalmente se detecta en la demencia precoz (esquizofrenia) y que comporta
en particular la conservación pasiva de las actitudes (catalepsia) e incluso la
enérgica oposición muscular a su modificación (negativismo)
CATEGORÍA DE LO
OCULTO
Según Wallon, forma
animista y sincrética del principio de causalidad, propia del pensamiento
primitivo. Wallon deriva este concepto de los trabajos de Lévy-Bruhl que
hablaba de categoría afectiva de lo sobrenatural.
CATEGORIAL,
pensamiento
Que implica a las
categorías. Wallon califica de categorial el pensamiento propio a la edad
escolar (6-7/10-11) que implica la regresión del sincretismo pero todavía
vinculado a los casos particulares, esto es, anterior a la idea de ley. Una
fase precategorial (6-9 años) precede a la aparición del pensamiento categorial
propiamente dicho (9-11 años).
CEREBROESPINAL, eje,
sistema nervioso
Conjunto de los
centros nerviosos, llamado también neuroeje, compuesto por la médula espinal,
alojada en el canal raquídeo, y por el encéfalo, contenido en la caja craneal.
Constituye el sistema nervioso de la vida de relación (sensibilidad y
movimiento), coordinado con el sistema neurovegetativo (sistemas ortosimpático
y parasimpático), o sistema nervioso de la vida vegetativa (funciones de
nutrición y de reproducción).
CONACIÓN
Término derivado del
latín conatus equivalente a esfuerzo.
CINESTÉSICA,
sensibilidad
Sinónimo de
propioceptivo.
COREA
Síndrome
caracterizado por una agitación desordenada que resulta de lesiones del cuerpo
estriado (putamen); vulgarmente: baile de San Vito; véase cuerpos
optoestriados.
CRONAXIA
Tiempo fisiológico
característico de la excitabilidad eléctrica de un tejido; designa el «tiempo
de pasaje de la corriente necesaria para obtener el umbral de la contracción
con una intensidad doble de la reobase»; noción propuesta por el fisiólogo
Lapicque (1909) que la utilizaba particularmente para explicar la transmisión,
entre los elementos que constituyen el tejido, del influjo nervioso. Las
concepciones modernas han sustituido esta noción por la de mediador químico.
CRONÓGENO
Término que designa
el carácter variable, plástico de las localizaciones cerebrales, que según los
neurólogos Monakow y Mourkue denota el desarrollo de las funciones.
CUERDA DORSAL.
NOTOCORDIO
Término de
embriología que designa el primitivo esbozo de la columna vertebral.
CUERPOS
OPTOESTRIADOS, SUBCORTICALES (núcleos grises centrales)
Parte del encéfalo,
constituida por tres masas grises principalmente situadas en la región de la
base del cerebro, es decir, la capa óptica (tálamo), el núcleo caudado y el
núcleo lentiforme (pallidum y putamen); se llama cuerpos estriados (striatum)
al conjunto formado por el núcleo eaudado y el putamen. Según Wallon, el
pallidum es el centro integrador de la función tónico-postural; el tálamo, de
maduración más tardía (6 meses), sería el centro de las conductas emocionales;
véase cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
DIPLEJÍA
Perturbación de la
motricidad que afecta a los miembros de ambos lados del cuerpo, por oposición a
la hemiplejía.
DISCURSIVO,
pensamiento
Relativo al
discurso, que implica al lenguaje. Wallon llama pensamiento discursivo la forma
de pensamiento que implicando el lenguaje y la representación, comienza a
desarrollarse hacia la edad de un año, paralelamente a la inteligencia
práctica. Bajo su primera forma (de 1 a 6-7 años), el pensamiento discursivo
todavía es sincrético.
DISTONÍA
Trastorno de la
tonicidad muscular.
ECOLALIA
Repetición
automática, como un eco, de las palabras que acaban de ser escuchadas; se
observa en los débiles sugestionables, en determinados estados de demencia y en
la actividad de lalación del niño muy pequeño (entre nueve y dore meses).
Rudimentos de ello, Piaget los observa en el segundo mes clasificándoles en la
categoría de la «imitación esporádica» (La formation du symbole chez l'enfant,
p. 16).
ECOPRAXIA
Forma muy primitiva
de imitación que consiste en la reproducción inmediata y fiel de los gestos
ejecutados en presencia del sujeto; se observa en determinados débiles
mentales, en determinados dementes o confusos y también en el niño muy pequeño,
a lo largo de su primer año.
ENCÉFALO
Parte del sistema
nervioso cerebroespinal alojado en la caja craneal.
ENCEFALITIS
EPIDÉMICA
Enfermedad
infecciosa que afecta principalmente al mesencéfalo, aunque también puede
afectar a la médula y a los nervios periféricos; síntomas: fiebre, somnolencia,
parálisis de determinados nervios craneales, a veces perturbaciones psíquicas
(Von Economo, 1917); véase cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
ENURESIS
Emisión completa e
involuntaria de orina.
EPICANTO
Pliegue cutáneo, de
forma semilunar, que aparece en el ángulo interno del ojo; este rasgo
característico de la raza mongola también se observa en los mongólicos.
EPISTEMOLOGÍA
Estudio histórico y
crítico de las ciencias, del saber científico (griego epistéme = ciencia).
ERETISMO
Estado de
excitación, de irritabilidad.
ESPASMOFILIA
Predisposición a
menudo hereditaria a los espasmos viscerales y a las crisis de tetania,
vinculada a anomalías del metabolismo cálcico y de la excitabilidad
neuromuscular (glándulas paratiroideas, núcleos subcorticales.
ESPONGIOBLASTOS
Término de
embriología que designa las cepas de células de la neuroglia, es decir de la
sustancia intersticial del tejido nervioso que posee una función de
mantenimiento y de nutrición.
EXTEROCEPTIVA,
INTEROCEPTIVA, PROPIOCEPTIVA, sensibilidad
El fisiólogo
Sherrington distingue tres tipos de sensibilidades: exteroceptiva, estimulada
por agentes exteriores al organismo (vista, oído, gusto, olfato, tacto);
propioceptiva, estimulada por la actividad de los músculos y de sus anexos
(sentido de las actitudes, función tónico-postural), e interoceptiva, vinculada
al funcionamiento de la vida vegetativa (vísceras).
EXTEROFECTIVA,
actividad
Según Wallon, la
forma de actividad muscular coordinada a las sensibilidades exteroceptivas y
orientada hacia el mundo exterior, en oposición a la actividad propiofectiva,
conectada con las sensibilidades intero-propioceptivas y centrada en el
modelado, en la conformación del propio cuerpo (función tónico-postural,
sentido de las actitudes).
FILOGÉNESIS
Evolución de una
especie, de una serie de especies; ontogénesis.
GENÉTICA, psicología
Psicología del
desarrollo: comprende la psicología del niño aunque no queda reducida a ella.
Puesto que el estudio del desarrollo infantil se refiere, en opinión de Wallon,
al de otros de tipos de desarrollo: psicología animal, psicopatología del niño
y del adulto, sociología del pensamiento
primitivo, etc...
Wallon concibe la psicología genética ipso facto como comparativa.
HEMATOSIS
Proceso de
transformación, en el aparato respiratorio, de la sangre venosa en sangre
arterial.
HIPERTONÍA
Incremento, estado
subido del tono muscular.
HIPOTONíA
Disminución, estado
flojo del tono muscular.
HISTERIA
Neurosis
caracterizada por la existencia de dos tipos de síntomas: unos consistentes en
perturbaciones duraderas (parálisis, anomalías sensoriales), otros en
manifestaciones agudas (crisis epileptiformes, accidentes tetaniformes,
ataques). El carácter común de estos síntomas es que no corresponde a ninguna
sistematización nerviosa. La personalidad histérica se distingue por la
presencia de determinados rasgos de carácter: la calidad de ceder a la
sugestión, la tendencia a la mitomanía, el exhibicionismo moral.
HORÓPTER
Línea de los puntos
del espacio cuyas imágenes se forman sobre puntos llamados correspondientes de
las dos retinas, dando lugar a una imagen visual única. Contrariamente, la
superposición de dos imágenes ligeramente dispares produce la percepción del
relieve.
ICTUS
Afección súbita, por
ejemplo, ictus emotivo, ictus apopléctico (del latín ictus = golpe, choque).
IDIOCIA
La forma más grave
de la debilidad mental, denotada por un funcionamiento intelectual de nivel
sensoriomotor (dos años, coeficiente intelectual inferior a 20 o 30), la
incapacidad de hacer uso del lenguaje y anomalías de la afectividad que pueden
acarrear la perversión de los instintos.
IMPERICIA
Carencia de
habilidad.
IMPLOSIÓN, FASE
IMPLOSIVA
Según Saussure, la
frontera entre sílabas en la cadena hablada se caracteriza por la presencia de
un «grupo implosivo-explosivo», esto es, por el paso de una fase de oclusión
(implosión) al término de la sílaba antecedente a una fase de apertura
(explosión) al comienzo de la sílaba siguiente (>1<). Así en captar la p
es implosiva, mientras que en capaz es explosiva. Las consonantes llamadas
oclusivas (p, b, d, t) implican, antes de la explosión (catástasis), un cierre
particularmente marcado del canal de fonación. Las mudas al final de una
palabra (por ejemplo el fonema del francés) sólo aparecen como fases implosivas
de la cadena hablada, por ejemplo: un' grand' famin'.
Es interesante ver
cómo Wallon incorpora consideraciones sobre el tono en el plan de los datos
clásicos de la fonética articulatoria.
INSIGHT
Intuición,
perspicacia. Término inglés utilizado en psicología para designar el tipo de
inteligencia práctica propia del chimpancé y del niño muy pequeño que aplican
en la solución de problemas de rodeo (con la ayuda de hilos, bastones, etc.).
Según Kohler, el descubrimiento surge a través de la reestructuración súbita
del campo perceptivo.
INTEROCEPTIVO
Véase exteroceptivo
INTUICIÓN
Forma directa e
inmediata de conocimiento, opuesta al conocimiento discursivo, compuesto de
momentos sucesivos.
JUEGOS DE
ALTERNANCIA
Juego que consiste
en la alternancia de los roles de paciente y agente (esconderse y buscar,
recibir y tirar la pelota, etc.), características de la segunda mitad del
tercer año y que, según Wallon, preludian la afirmación de la identidad
personal (crisis de los 3 años).
LABERINTO
Órgano que forma
parte del oído interno y que controla las reacciones de equilibrio.
LITTLE, enfermedad
de
Paraplejia
(parálisis de los miembros, en particular de los inferiores) espasmódica,
aparece en los primeros meses de vida en niños nacidos prematuramente, o como
consecuencia de un parto difícil; ocasionada por lesiones cerebrales, entra en
la categoría de las encefalopatías infantiles.
LOCUS NIGER
(sustancia negra)
Véase núcleos
mesencefálicos; cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
MECONIO
Primeras materias
fecales del recién nacido.
MEMORIA
(dialéctica
funcional de la memoria).
MORIA
Trastorno mental
caracterizado por una mezcla de excitación eufórica y de jovialidad con
disposición para las bromas, los juegos de palabras. Es característico de los
tumores del lóbulo frontal.
MUDO/A
Se llama fonema
mudo, o muda (vocal, consonante), un fonema que ha conservado la escritura,
pero que se pronuncia muy poco o no se pronuncia. Por ejemplo la h del español
humo, hambre, es una h muda.
NISTAGMUS
Movimientos
oscilatorios, involuntarios y bruscos de los glóbulos oculares. Junto a
nistagmus normales producto de excitaciones laberínticas en determinadas
condiciones de experiencia (rotación en un sillón rotatorio, objeto visual en
movimiento, etc.), hay otros de origen patológico, ora congénitos (lesiones
extracerebelosas asociadas), ora adquiridas (enfermedad profesional de los
mineros).
NÚCLEO CAUDADO
Uno de los núcleos
grises de la base del cerebro; forma, asociado al putamen, striatum, véanse
núcleo gris; cuerpos optoestriados; cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
NÚCLEO GRIS (de la
base, centrales), optoesiriados, subcorticales; véanse cuerpos optoestriados;
cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
NÚCLEOS
MESENCEFÁLICOS
Conjunto de centros
nerviosos situados a nivel del cerebro medio (mesencéfalo), entre otros el
locus niger (sustancia negra), y el núcleo rojo; véase cerebro espinal, eje,
sistema nervioso.
OCULOGIRO
Término con el que
se designa la rotación lateral de los ojos, de origen óptico o laberíntico.
ONTOGÉNESIS
Desarrollo del
individuo; filo génesis
PALLIDUM
Una de las dos
partes, junto al putamen, del núcleo lentiforme; cuerpos optoestriados.
PROPIOCEPTIVA,
sensibilidad
Véase exteroceptivo.
PROPIOFECTIVA,
actividad
Véase exterofectiva.
SENSUALISMO
Doctrina según la
cual «encontramos en nuestras sensaciones el origen de todos nuestros
conocimientos y de todas nuestras facultades» (Condillac). Esta forma radical
de empirismo considera a la mente como tabla rasa, es decir, como enteramente
pasiva en la formación de nuestros conocimientos.
SIMULACRO
Wallon designa con
ese término el conjunto de las actividades que consisten en «fingir una acción».
Aparecen al final del segundo año y no deben confundirse con la imitación. Para
Wallon, el simulacro equivale, más o menos, a lo que Piaget llama «juego
simbólico» (estadios 6, 7).
SINCINESIAS
Movimientos
inconscientes e involuntarios, de carácter postural, que acompañan a otros
movimientos voluntarios o automáticos, a los que facilitan la ejecución
realizando una actitud favorable; por ejemplo, el balanceo de los brazos
durante la marcha; sinónimo: movimientos asociados. Patología: tendencia
patológica a la ejecución simétrica de cualquier movimiento efectuado por un
miembro, en general por la mano.
SÍNDROME
Conjunto de síntomas
que configuran una entidad patológica.
SÍNDROMES
NEURÁLGICOS CLÁSICOS
Piramidal,
extrapiramidal, cerebeloso, parietal..., entre otros.
SINERGIA
Asociación de varios
músculos o grupos de músculos para la ejecución de un movimiento, para la
realización de tina función.
VIDA DE RELACIÓN
Véase
cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
VIDA VEGETATIVA
Véase
cerebroespinal, eje, sistema nervioso.
Si alguien intentara algún
día comparar en profundidad las obras de Freud y de Wallon, sería preciso
empezar por el modo en que cada uno de ellos ha formulado la antigua cuestión
de las relaciones entre el cuerpo y el alma.
“Uno de los pasos más
difíciles de dar para la psicología, es el que debe unir lo orgánico y lo
psíquico, el alma y el cuerpo”.[10] Esta frase de Wallon, una
de las últimas que escribió, podía ser igualmente de Freud. Y en efecto, se
halla tanto en uno como en otro, todo lo que esta corta frase implica: que es
la ciencia la que debe dar la solución, que no vale “rechazar como extracientíficos
los problemas relativos a la naturaleza, a los orígenes del psiquismo”. En
suma, un rechazo a la vez de la metafísica y del positivismo; y también la
convicción de que de lo orgánico a lo psíquico se da una verdadera génesis, es
decir, que lo psíquico no podría reducirse a lo orgánico ni explicarse sin
ello. El objetivo de ambos autores es el mismo y es igualmente firme su
decisión de abandonar los caminos trillados.
[I]
Si el paso de que habla
Wallon es tan difícil de dar, es muy probablemente porque nuestra razón, tal
como actualmente está estructurada es más o menos paralítica cuando se trata de
seguir y comprender el cambio y aún más claramente, cuando el cambio es pasaje:
el paso mayor de lo orgánico a lo psíquico, de la vida al pensamiento, y
también de lo orgánico a lo vivo. (Y podemos preguntarnos, y yo me lo pregunto
independientemente de lo que Wallon haya podido decir, si lo que percibimos
como solución de continuidad, como ruptura, y el punto en que queremos
descubrir un pasaje es siempre un salto de la naturaleza y no, a veces, un
hiato de nuestra razón).
La tendencia habitual de la
razón es a escamotear el paso o a considerarlo como imposible. El reduccionismo
que destruye todo efecto, toda novedad, ya en su origen y el tabú que prohíbe
como insensata toda investigación sobre los orígenes, reflejan el mismo miedo,
la misma enfermedad de la razón que deja así el campo libre a las múltiples
lucubraciones del misticismo.
Wallon, al igual que Freud,
experimenta profundamente esa insatisfacción que conduce a tantas mentes a
evadirse en el misticismo. Pero, al igual que Freud, no lo hace para renegar de
la razón, sino para revisarla, para “reformar o abolir las distinciones o
categorías intelectuales del pasado que pueden oponerse” a la obra del
conocimiento[11].
En este sentido, que no tiene nada de peyorativo para mí, Wallon y Freud son
científicos. Herederos los dos de la revolución darwiniana, la transfieren a su
campo y la hacen estallar allí, es decir, al nivel más elevado de las transformaciones
de la naturaleza.
Proclamar la necesidad de
una revolución porque las cosas van mal, dista mucho todavía de realizarla; “esto
no es aportar la solución”, dice Wallon al respecto, “ni siquiera es
proporcionar un programa preciso de investigaciones, es sólo indicar una
dirección”.[12]
La dificultad de las investigaciones, donde deben definirse métodos nuevos,
inventarse nuevos procedimientos siempre revocables, aflorar nuevos conceptos
siempre revisables, se aprecia en todo lo que a primera vista puede parecer
laborioso, contradictorio, confuso, en la obra de Wallon y que da una perpetua
impresión de riesgo. Pero en la ciencia como en otras cosas, quien nada
arriesga nada consigue; y en una ciencia incierta más que en cualquier otra.
Una cierta ventaja de Wallon
sobre Freud es quizá, paradógicamente, no haber conocido el éxito popular, que
multiplica infinitamente los riesgos, no haber reunido los miles de discípulos
y de aduladores prestos a traicionarle o a venderle. Recuerdo a este respecto
un incidente muy significativo. El primer año en que Wallon enseñaba en el
Colegio de Francia y siendo yo asistente suyo, algunos de sus alumnos vinieron
a buscarme para pedirme que les “repitiera”, que les explicara su curso.
Wallon, a quien yo transmití esta petición, se opuso con vehemencia. No puede
haber mediación entre ellos y yo, me dijo, no puede haber una traducción en
lenguaje “claro” de lo que yo digo. Esa traducción sería una vuelta a la “lógica”
que yo lucho por denunciar.
Incluso hoy, hace casi más
de treinta años, no me siento con derecho a ser su intérprete y. me pregunto
sobre el modo en que sus respuestas se distinguen de las de Freud, y de las
razones de una audiencia todavía tan restringida comparada con la popularidad
del psicoanálisis.
Razones claras del éxito de
Freud: el escándalo del sexo, la aportación de una psicoterapia, una ideología
a medida para las constestaciones de nuestro tiempo, el rigor de un sistema que
tiene respuesta para todo con el margen justo de sombra que hace falta para que
encuentren en él su alimento tanto los impulsos místicos como las exigencias de
racionalidad.
A un nivel más profundo yo
creo que la diferencia de audiencia entre Wallon y Freud se debe a una
diferencia de interpretatividad. Desde el punto de vista de la razón clásica,
el escándalo walloniano no es menor que el escándalo freudiano, pero es mucho
menos traducible o traicionable en lenguaje “claro” y no se identifica
evidentemente con un escándalo de la “vida ordenada y las costumbres”.
En Freud encontramos el
gusto por el sistema, la tendencia a especializar las piezas del aparato
psicobiológico, junto con una búsqueda de conceptos y de imágenes jamás
terminada de modo que es difícil saber cuál es para él la parte de lo real y
cuál la de las metáforas. Sin duda un sistema así es dinámico y subsisten las
contradicciones irreductibles a la razón clásica, pero los conflictos se juegan
entre sistemas netamente definidos y fácilmente imaginables.
En Wallon no hay nada
comparable con los tópicos de Freud, ningún lugar donde pueda reposar la
imaginación del lector, ningún armazón en la que pueda apoyarse. No hay ninguna
instancia que sirva de mediador entre el cuerpo y la psique, ni siquiera a
título de metáfora. La dinámica se da en Wallon como en estado puro. Todo su
análisis se basa sobre los procesos. Al intentar explicar cómo lo orgánico
deviene o es sustrato de lo psíquico, Wallon parte de cuatro nociones
estrechamente solidarias para él: la emoción, la motricidad, la imitación, el socius.
[II]
Es preciso poner en duda la
lógica unilineal de los procesos y de las funciones. La contradicción entre
distintas doctrinas proviene a menudo de que cada una de ellas no ve más que un
aspecto de las cosas. La contradicción hay que buscarla en la realidad misma.
Dejando aparte la noción de socius (que no aparecerá además de forma
explicita más que tardíamente en la obra escrita de Wallon), todos los procesos
psico-biológicos fundamentales son abordados mediante una investigación sobre
su bipolaridad, de su ambivalencia funcional. Y es precisamente al atacar el
problema de la emoción donde Wallon se sitúa del todo en el centro de las
contradicciones, define su método dialéctico y afirma su proyecto
revolucionario.
La emoción reviste en la
obra de Wallon una importancia (si no una función), comparable a la de la
libido en la obra de Freud. Es anterior, cronológicamente en su elaboración
teórica y es también anterior en la génesis psico-biológica del ser humano. El
niño nace a la vida psíquica por la emoción. Y es a través de la emoción donde
se capta mejor la indeterminación entre lo orgánico y lo psíquico y el paso,
después, de lo uno a lo otro. Es “la que solda al individuo a través de lo que
puede haber de más fundamental en su vida biológica”.[13]
Durante más de treinta años,
desde su tesis en 1925[14] hasta sus artículos más
recientes, Wallon profundizará en su análisis de la emoción: en sus condiciones
fisiológicas, como condicionante del carácter y de la representación, como
preludio del lenguaje, en los orígenes del pensamiento humano y en la
ontogénesis. El carácter equívoco de la emoción que la ha hecho ser considerada
por los teóricos como una actividad útil o como una reacción de perturbación,
se debe a la diversidad de centros nerviosos de que depende.
Es en 1925 cuando Wallon
inicia el método que tantas veces utilizaría después. Expone, oponiéndolas
entre sí, las tesis de Lapicque y de Cannon. Lapicque sólo considera las
manifestaciones motrices de la emoción y la refiere en consecuencia a la
corteza cerebral como a su punto de partida. Cannon parte de las
manifestaciones viscerales y resuelve así la emoción como una actividad
puramente vegetativa y bioquímica. No basta evidentemente con operar la
síntesis de dos concepciones opuestas para llegar a la verdad y, sobre todo,
para captar la realidad en sus mecanismos íntimos. El desacuerdo de las
doctrinas puede expresar en una primera aproximación, una contradicción real de
las cosas. Pero, como en este caso, la aproximación es demasiado esquemática,
demasiado grosera para ofrecer otra cosa que una orientación general, Wallon
retoma entonces el conjunto de los datos fisiológicos, retiene, afinándolas,
cada una de las dos concepciones y después las hace confluir. Entre los dos
principios explicativos, entre la actividad cortical y las reacciones
vegetativas, dice él, el arco está demasiado abierto. Y recuerda que en el
sistema cerebro-espinal existen centros escalonados, dependientes en grado
variable de la corteza pero que proporcionan también a la vida de relación,
energía y coordinación; y que, por otra parte, las manifestaciones viscerales
suponen una organización de gran complejidad, papel que está atribuido al
sistema autónomo; y, en fin, que estos dos sistemas no son totalmente
independientes el uno del otro.
El análisis así conducido
revela, no una oposición radical, sino una bipolaridad sobre la que Wallon
vuelve en muchas aproximaciones. “La emoción, dice, se mueve entre dos tipos de
centros nerviosos, los de la vida vegetativa en la zona del cerebro central y
los que responden a la parte frontal de los hemisferios cerebrales... Puede,
según las circunstancias, aproximarse más a uno u otro polo, pero su
antagonismo puede darle también... un carácter equívoco”.[15]
Conviene no olvidar esta
bipolaridad fisiológica de la emoción para comprender lo que son las
contradicciones y las diferenciaciones funcionales del desarrollo. La emoción
será el origen de los sentimientos electivos, pero también en primer lugar,
sensibilidad sincrética, contagio, confusión. Particularmente favorable al
establecimiento de reflejos condicionales, conduce, a la edad en que toda
reflexión es imposible, a la formación de complejos irreductibles a todo
razonamiento. Pero es también un preludio del razonamiento.
La función inicial de la emoción
es, sin embargo, la comunión con otro. En efecto, “a la emoción está signado el
papel de unir a los individuos entre sí por sus reacciones más orgánicas y más
íntimas, esa confusión cuya consecuencia ulterior deberán ser las oposiciones y
desdoblamientos de donde podrán gradualmente surgir las estructuras de la
conciencia”.[16]
La influencia afectiva del
medio tiene así sobre el niño una acción decisiva, lo que no significa
evidentemente que cree todo en todos sus aspectos, pero se infiltra y carga de significación
a medida que van apareciendo, en los movimientos, y las reacciones (la sonrisa
por ejemplo) que la maduración de las estructuras nerviosas supone en potencia.
La emoción no existe en
realidad en las primeras semanas de la vida, en el sentido que le da Wallon. La
motivación psicológica del primer llanto al nacer -presentimiento o pesar-, es
puramente mítica. En este estadio elemental no hay cuestión, evidentemente,
para establecer una distinción en el espasmo entre el signo y la causa y aún más
especialmente entre el movimiento y la sensibilidad[17]. Es más allá de esta indiferenciación
primitiva, de este período de impulsividad pura, cuando por maduración, el
llanto se diferencia como medio de expresión y deviene, sirviéndose de las
reacciones del entorno y gracias a ella, un medio de comunicación. Lo social ha
captado lo fisiológico para construir lo psíquico.
Sin embargo, “a partir de
que la mímica se hace lenguaje y convención, multiplica también los matices,
las complicidades tácitas, los sobreentendidos y recurre a la sutilización, a
la búsqueda del raptus unánime que constituye una auténtica emoción”.[18] Las emociones determinan
así una evolución que tiende de hecho a reducirlas.
Todo lo que acabo de exponer
permanecería incomprensible si no estuviera constantemente subyacente a la
noción de emoción, la noción de movimiento.
En el bebé que aún no habla,
“el movimiento es el único testigo de la vida psíquica y la traduce por
completo”.[19]
0 lo que es lo mismo, el movimiento contiene en potencia por su misma
naturaleza las diferentes direcciones que más tarde tomará la vida psíquica.
Entre las diferentes formas
o funciones de la motilidad, la que concierne directamente a la expresión
emocional es la función postural y, más ampliamente, la tonicidad. Ya desde su
primera obra, L Enfant turbulent,
dedicada a las anomalías del desarrollo motor y mental, Wallon relaciona la
emoción y la función postural. Será después de su doble crítica de las
concepciones de Lapicque y de Cannon sobre la emoción, fundadas
respectivamente, como ya sabemos, sobre la primacía de la corteza cerebral o
sobre la de las relaciones viscerales, cuando Wallon llega de un modo natural,
a definir la emoción como reacción o expresión afectivo-tónica.
Existe un parentesco o
filiación, a través de las funciones primordiales de tono y equilibrio, entre
las reacciones musculares viscerales y la mímica facial y corporal. Esta
teoría, bosquejada apenas en 1925, será desarrollada ampliamente algunos años
más tarde en su curso de la Sorbona, publicado en 1933 con el título de Origines du caractère chez l'enfant, y
continuado en numerosos artículos. A mi parecer, constituye la pieza maestra de
la psicología walloniana. En los principios del desarrollo, Wallon atribuye una
significación psicológica a la distinción establecida por los fisiólogos, hace
ya tiempo, entre función cinética o clónica y función tónica. La actividad de
orden cinético, el movimiento propiamente dicho, es principalmente acción,
relación con el mundo exterior: locomoción prensión, manipulación. La tonicidad
es, específicamente, expresión, medio expresivo de uno mismo y de relación con
los demás.
Para el fisiólogo, la
función más clara del tono es, ante todo, la de acompañar el movimiento, la de
dar al gesto su ductilidad, su finura, su estabilidad, la de regular la
adaptación justa a su objetivo. Pero donde pone el énfasis Wallon es en la
función hasta ahora mal conocida, de las posturas y las actitudes,
relacionándolas por una parte con la acomodación perceptiva y con la vida
afectiva por otra.
En el recién nacido, se
entremezclan bruscas descargas musculares y reacciones tónicas, espasmos, sin
poderse aún coordinar ni alcanzar ninguna eficacia. Es el período que Wallon
designa como de impulsividad pura. “Incapaz de efectuar nada por sí mismo, es
manipulado por otro, y es en el movimiento del otro donde toman forma sus
primeras actitudes”.[20] Se establece, en efecto
un lazo, de manera progresiva, entre las necesidades del niño, que expresa su
agitación, y la intervención del entorno. “Los primeros gestos que le resultan
útiles, son pues gestos de expresión, ya que sus actos no son aún susceptibles
de procurarle directamente ninguna de las cosas más indispensables”[21]. Así comienza, a la edad
de dos o tres meses, el estadio emocional.
En efecto, todas las
emociones responden, cada una a su manera, a variaciones de tono, tanto
periférico como visceral[22]. Variaciones que dependen
todas de la inervación del simpático. Espasmo intestinal u orgasmo, llantos y
lágrimas, risas y sonrisas, actitudes y posturas, mímica facial o corporal,
lenguajes de los ojos y las manos, entonaciones de la voz. Por mucho que nos
alejemos de las fuentes orgánicas, no se interrumpirán nunca las afinidades y
las dependencias, la explosión emocional será siempre posible. La más
sofisticada convención, la actitud más sutil de simulación, no pueden ejercerse
sino refiriéndolas a la verdad primaria de la emoción.
El movimiento, tanto en su
aspecto cinético como en su función tónica, no es pues una línea de unión, un
simple mecanismo de ejecución entre las condiciones exteriores y las
condiciones subjetivas de un acto o de una actitud. Es la emoción
exteriorizada. Es el acto mismo. “Pertenece a la estructura de la vida psíquica”.[23] Principio de genética
general, el movimiento puede fundamentar también una psicología tipológica o
diferencial, ya que el juego complejo de funciones motrices y su exacta
coordinación suponen “un conjunto de regulaciones que pueden no ser las mismas
en un sujeto y otro”.[24]
El estudio de las
diferencias individuales, referido en la medida de lo posible a sus
determinantes neurofisiológicos o lesionales, constituye un método de análisis.
Y permite también tanto al clínico como al investigador, relacionar la
diversidad observada entre los individuos con determinadas condiciones, y
fundamentar sobre estas condiciones la distribución de estos individuos en
grupos más o menos netamente diferenciados[25]. A través de todo esto se
perfila, mediante el paso de lo patológico a lo normal, del síndrome al tipo,
una ciencia del individuo. Los tipos descritos por Wallon y que define como
psicomotores, son esencialmente complexiones afectivo-tónicas, fórmulas
mediante las que se caracteriza al individuo por las inevitables
irregularidades del tono y, consecuentemente, por el estilo de sus actos y de
sus relaciones con los demás.
Esta tipología no tiene nada
que ver con las antiguas nociones de morfología y de temperamento como las que,
aún hoy, encontramos por ejemplo, en Sheldon. Es a través de su motricidad, de
su tonicidad, de sus funciones posturales, así como por sus tipos de
sensibilidad, como el cuerpo llega a ser psique y ésta persona ésta y no otra.
Wallon es alérgico a todo lo que pueda parecer fijo, presentarse como una
estructura inmutable. Pero si la importancia del tipo psicomotor se manifiesta,
según Wallon, en toda conducta, no debe concluirse que se pueda deducir jamás
una conducta concreta de un tipo determinado. “Porque en biología, y con mucha
más razón, en psicología, el gran número de factores en juego y, sobre todo, el
de incidencias y circunstancias imprevisibles, hacen imposible toda deducción”.[26]
[III]
A lo largo de la infancia la
transmutación de lo orgánico a lo psíquico se opera, pues, gracias a la
impronta social, y a la doble naturaleza de la emoción, cuando las condiciones
de la maduración la hacen posible. Pero esta dimensión psíquica surgida de las
reacciones orgánicas y que se puede observar tanto en el animal como en el niño
muy pequeño, queda prisionera del presente, pegada al acto sensitivo-motor.
Desde el punto de vista afectivo la constituyen las confusiones y los juegos de
la emoción; desde el punto de vista cognitivo, lo que Wallon ha denominado con
tanta lucidez, inteligencia de las situaciones.
Se plantea entonces un nuevo
problema, otro gran paso que explicar: ¿cómo va a franquear el niño, a lo largo
del segundo año, ese pasaje decisivo desde la inteligencia de las situaciones
hasta la representación, del acto, al pensamiento?
Se sabe que Wallon asigna al
lenguaje un rol primordial en la aparición de la inteligencia representativa y
que ve en él, al contrario que Piaget, una segunda fuente de la inteligencia,
frente a la primera que sería la sensorio-motriz. Pero la aparición del
lenguaje no explica en absoluto el proceso de este paso, la confluencia entre
las dos formas de inteligencia.
Wallon explica ese paso por
la imitación. Sin duda recurrir aquí a la imitación no tiene nada de original
en sí. También lo hace Piaget y, antes, en los principios de la psicología genética,
J. M. Baldwin. La originalidad de Wallon estriba en que, una vez más, pone en
práctica la dialéctica, y en estrecha relación con sus anteriores análisis de
la emoción y de la motricidad[27].
La imitación es movimiento.
En su principio sin embargo, se trata menos de movimiento orientado hacia el
mundo físico, hacia objetivos exteriores, que de la actividad en si misma o
actividad postural “que tiene, por medios y por objetivos, las propias
actitudes del sujeto”[28], que es al mismo tiempo,
acomodación a las actividades del otro. En sus principios y en sí misma, la
imitación es actividad plástica.
Wallon distingue las
primeras sonrisas respondiendo a la sonrisa, los balbuceos, los gestos de eco a
otros y a sí mismo, de la imitación propiamente dicha, para la cual el criterio
es su carácter de ser diferida. Son sin embargo, su materia prima: fenómenos de
inducción, de contagio, de consonancia. Pero el gesto, aunque fuera en sus
inicios mimetismo o simple eco, lleva en sí la razón de su propio progreso; modifica
a quien lo hace. A través de la función postura/ a la que, pertenece, va dando
gradualmente al niño el sentimiento, la conciencia, todavía oscura, de su
coherencia, reforzada por la percepción de los desacuerdos con el modelo
imitado, deseado, rechazado[29].
Así, en esta actividad
primero mimética y después imitativa, a partir de esta motricidad orientada al
principio hacia sí misma, comienza una diferenciación, se prepara una especie
de vuelta. De la confusión va a salir su contrario: la distinción, incluso la
oposición. Siempre es posible una regresión, evidentemente, una oscilación
entre los dos polos de la imitación: alienación de sí en el objeto, en el otro,
y desdoblamiento del acto según el modelo. “La imitación se ha concretado...
como un dinamismo productor, un modelo en potencia, que ha comenzado por no
dominarse más que en su realización efectiva, pero que ha podido desprenderse
en seguida para devenir representación pura”.[30]
La dialéctica de la
imitación da pues cuenta del paso a la inteligencia discursiva, bajo la que
subsiste siempre, además, la inteligencia de las situaciones, intuición
plástica del instante presente. Se esclarece al mismo tiempo la formación
conjunta del socius y del yo.
La teoría del socius no es seguramente, considerada de
una manera aislada, la contribución más personal de Wallon. Está
retomada de J. M. Baldwin, directamente o a través de P. Janet[31]. Pero Wallon la integra con
gran fortuna en la expresión y una fuerza que hacen de ella la coronación de su
obra, la última pieza que da plenitud de significado al conjunto.
La idea de que el niño está
al principio totalmente alienado en el ambiente humano, confundido con su
acompañante; la idea de una indiferenciación primitiva a partir de la que se
construye el yo, está presente en toda su obra, pero el término socius y la teoría explicita del yo,
sólo aparecen tardíamente, en un artículo publicado en 1946. Teoría precisada y
profundizada en un segundo artículo, diez años más tarde[32]. Parece como si Wallon
hubiera dedicado veinte años a elucidar los procesos, los medios (emoción,
movimiento, imitación) por los que lo orgánico deviene psiquismo, a madurar
lentamente las implicaciones de sus análisis, antes de formular su dialéctica
del yo-otro.
¿Y no se da en Freud una
evolución análoga? ¿No consiste el giro de 1920 en pasar del análisis de los
procesos fundamentales, de los conflictos, a los elementos conformantes de
estos conflictos y, como eje de una nueva temática, a la teoría del yo? ¿No es
ese punto el camino casi obligado del psicólogo que parte de lo biológico para
llegar al hombre? Dejando aparte la diferencia existente entre Freud y Wallon
de que para el último la teoría del yo no tiene que destruir o reestructurar
una construcción anterior.
Resumiendo, la teoría de
Wallon se formula así: la relación entre el yo y los otros se establece
mediante el intermediario del otro que todos llevamos dentro. Wallon designa
también a este otro con los términos de alter, de otro íntimo, de socius. ¿Y cuál es su origen? No es,
ciertamente, nos dice Wallon, una réplica abstraída a partir de las relaciones
que el sujeto ha podido tener con su madre y con personas reales. No existe al
principio sujeto que pueda hacer esa réplica, no existe un Narciso a la
búsqueda de su imagen, sino un estado de indiferenciación total. Wallon, aunque
poco dado a las metáforas, compara este primer estado de la conciencia “a una
nebulosa en la que se difundirían, sin delimitación propia, acciones
sensoriomotrices de origen exógeno u endógeno. En su masa, continúa, acabaría
por dibujarse un núcleo de condensación, el yo, pero también un satélite, el
semi-yo, y el otro”.[33] El reparto de la materia
psíquica nunca está entre ambos fijado del todo, nunca es constante. Varía con
la edad, según el individuo, y de acuerdo con las circunstancias de cada cual.
Es ahí donde vemos lo que
hay de original en la concepción walloniana de socius: el otro íntimo data de un período en que los otros no
existían aún, “fantasma que todos llevamos dentro”, es él y sus propias variaciones
el que regula nuestras relaciones con los demás “teniendo en cuenta, por
supuesto, la adaptación a las circunstancias que exige una actividad normal”.
Si esto es así es porque el socius es el efecto de una necesidad
absoluta para el niño. Incapaz de hacer nada por si mismo, ni siquiera de
sobrevivir, sus reacciones deben ser constantemente completadas, compensadas,
interpretadas. El individuo humano es un ser social, no a consecuencia de
contingencias exteriores, sino genética y biológicamente.
[IV]
¿Es este el organicismo de
Wallon?
Podría discutirse hasta el
infinito, igual que el biologismo o la tendencia naturalista de Freud, ya que
el significado de estas etiquetas es variable, incierto y polémico. Lo que
parece claro es que tanto para Wallon como para Freud, el sustrato orgánico es
la materia prima del psiquismo o, más exactamente, que el psiquismo, a todos
sus niveles, procede o emerge de procesos biológicos.
Wallon, como Freud, es
evolucionista. Freud, como Wallon, y más aún en su segunda temática, es
genético. Ambos describen la génesis como una diferenciación a partir de
fuentes orgánicas, ambos descubren o imaginan las ambivalencias, las
contradicciones, los conflictos a través de los que se realizan los pasos de la
ontogénesis y se organizan las estructuras de la personalidad. Ambos hacen
intervenir lo social simultáneamente a lo biológico, en la dialéctica del
desarrollo. Pero es precisamente aquí donde estalla su divergencia, mucho más
profunda, yo creo, que cuando Wallon sustituye la noción de sexualidad por la
de sensualidad infantil.
La intervención de lo social
se explica, tanto para Freud como para Wallon, por el desvalimiento del niño en
su nacimiento. Pero para Freud el factor social es exógeno, lo social es
exterior a lo biológico, el papel de la sociedad es de policía y de represor.
Para Wallon lo social es, en
el hombre, consustancial al organismo. Por supuesto no niega que el individuo
pueda estar en conflicto con otros individuos, con grupos, con la sociedad y
que las estructuras sociales puedan perturbar el libre desarrollo de la
personalidad. Pero esta oposición individuo-sociedad no tiene el carácter
irredimible, el tono pesimista que le atribuye la ideología individualista y
esto, por una parte, porque las sociedades mismas evolucionan por el juego de
sus luchas internas, pero sobre todo porque el individuo es en sí mismo un socius, un ser social. La oposición
radical individuo-sociedad es la de dos entidades metafísicas.
Es en una polémica con
Piaget (que le acusa no de organicismo, sino de sociologismo al modo de
Durkheim), cuando Wallon expresa con más fuerza su punto de vista. “No he
podido jamás disociar lo biológico y lo social y no porque los crea mutuamente
reductibles, sino porque me parecen tan estrechamente complementarios en el
hombre desde su nacimiento, que no es posible observar la vida psíquica sino
bajo la forma de sus relaciones recíprocas”.[34]
En ningún momento, sin
embargo, disminuirá Wallon el papel de la maduración, concepto que él impulsó
en Francia y que tanto contribuyó a su reputación de organicista. Es la
maduración del sistema nervioso “la que hace sucesivamente posibles diferentes
tipos o diferentes niveles de actividad”. Pero es necesario que a la maduración
se añada el ejercicio y, el ser social está en la naturaleza de la emoción, en
la naturaleza de la imitación, en la naturaleza en suma del organismo humano
tal como la ha construido la filogénesis.
Pero justamente esta
innovación en la especie humana, esta infiltración de lo social en el organismo,
tiene por consecuencia que la ontogénesis no podría realmente reproducir la
filogénesis, como Freud ha seguido creyendo. Para Freud, la marcha del
desarrollo está predeterminada por todo un pasado que el individuo recapitula,
y la fuerza que impone a la humanidad este desarrollo es la necesidad que surge
de la vida, la ανάγκη; existe un destino y este destino es el cuerpo. Las
influencias exteriores recientes no pueden aportar más que modificaciones
superficiales o perturbaciones en el desarrollo predeterminado[35].
El destino no existe para
Wallon. Lo biológico y lo social son condiciones necesarias, pero sólo
condiciones. El desvalimiento del niño al nacer se traduce en una necesidad
absoluta de otro, pero es una necesidad absoluta que abre el camino de la
libertad, de un progreso indefinido. La infancia del hombre es, efectivamente,
el producto de la evolución del pasado, pero se explica también por el medio en
que se desarrolla el individuo, por las innovaciones de la técnica que imponen
formas nuevas de sentir y de pensar. El niño entra al mismo nivel en su
civilización, no tiene que recapitular y tiende como un sistema, a su estado de
equilibrio, al tipo adulto que debe configurar y quizá trascender. El futuro en
construcción le explica tanto por lo menos como el pasado.
En Wallon hay un optimismo
fundamental y, como ya he dicho, un rechazo o una sospecha hacia todo fixismo.
Somete a una crítica sin
piedad a la noción de inconsciente, al igual que a la de invariante piagetiano,
porque ve en ellas la supervivencia o al menos una forma modernizada del viejo
pensamiento sustancialista. Al formular por primera vez el “problema biológico
de la conciencia” comienza diciendo que si se toman al principio dos
sustancias, el cuerpo y el alma, dos series heterogéneas, no se conseguirá
conciliarlas nunca. Y “qué futilidad imaginar un tercer término, fantasma
combinado de los otros dos, especie de psiquismo inconsciente, que flotaría,
siempre inaccesible a la experiencia, entre la conciencia y los fundamentos
orgánicos de la conciencia”.[36] El artículo es de 1923 y
la crítica no está dirigida a Freud, al que tampoco se cita, sino a Höffding y
a Herbetz. Lo que Wallon rechaza es una nueva entidad, un inconsciente que,
duplicando los procesos biológicos, no sería más que un “prejuicio metafísico”.[37] Pero concluye que el
psicólogo no se detendrá “en los límites de la conciencia si la experiencia
revela un inconsciente no ya teórico sino real, eficaz, indispensable a las
manifestaciones de la vida mental”.[38]
Y, efectivamente, ha seguido
la dirección y mantenido las promesas de este artículo-programa. Rechaza la
noción de conciencia, en tanto que entidad y principio explicativo, tan
claramente como la noción de inconsciente. Nadie ha denunciado la introspección
con más insistencia que él, mostrando que sus ilusiones se deben más a su
superficialidad que a su subjetividad. Lo que él estudia a propósito de la
emoción, de la tonicidad, de las vinculaciones de los lazos con los otros, ¿no
es el origen, los secretos dinamismos de las manifestaciones de la vida mental?
Y este socius en el centro de nosotros
mismos, ¿no actúa acaso, sin revelarse jamás salvo en ciertas desorganizaciones
mentales? El hecho es que Wallon no emplea, que jamás necesita utilizar el
sustantivo de inconsciente.
Su mérito está en
convencernos por un lado de la existencia de planos de realidades distintas,
irreductibles (cuerpo y vida mental, por ejemplo), estadios del desarrollo,
unidades funcionales; y por otro, de la ilegitimidad de separar estos planos,
estos estadios, estos síndromes. El que uno engendre a otro no es sin duda
definitivo, lo antiguo puede subsistir bajo lo nuevo y la fluctuación es la
regla.
Puede preferirse por
supuesto una concepción de la vida mental más ordenada, imágenes menos
huidizas, menos móviles.
Pero yo no comprendo que los
psicoanalistas hayan reprochado a Wallon el “no haber estudiado más que las
manifestaciones desencarnadas, áridas y, por decirlo todo, desinvestidas de ese
ser social que es el niño a su venida al mundo”.[39] Ningún autor da a todas
las manifestaciones psíquicas una coloración más sensual, más carnal.
¿No ocurre quizá que Wallon
ha franqueado al fin “el paso que debe unir lo orgánico y lo psíquico” sin que
él mismo lo sospeche? ¿Y que nosotros tenemos como un presentimiento sin poder
aún comprenderlo del todo?
[I]
¿Quién eres tú?, ¿qué puedo
yo saber de ti? ¿Cómo puedes estar tan próximo de mí a veces y a veces tan
lejano? Eres parecido a mí y sin embargo tus pensamientos, tus sentimientos
¿cómo puedo estar seguro de ellos? Eres yo y no eres yo y sin duda por eso, por
esa íntima extrañeza, te busco. ¿Cómo he podido salir de mi soledad y reunirme
contigo? Pero ante todo, ¿dónde está la ilusión: cuando me siento solo o cuando
creo que estamos juntos?
¿Un soliloquio de
enamorados? Sí, puede ser un lenguaje de enamorados puesto que es el amor el
que da la experiencia más aguda de comunión y separación, puesto que es la más
intensa investigación del otro. Pero las angustias y certidumbres del amor nos
hacen tomar conciencia de un problema mucho más amplio.
¿Cómo puedo conocer
realmente al otro si es el otro, el extraño, y si no hay ninguna certeza salvo
de lo que yo experimento en lo más profundo de mí mismo y esta certeza es
incomunicable tanto para él como para mí? ¿Cuáles son las relaciones del yo y
del otro? ¿Siguen siendo superficiales, artificiales, ilusorias, o bien son
profundas, esenciales? y, en fin, ¿cómo pueden darse?
El problema del otro es
también el problema del yo, de la condición humana. Todos los hombres lo han
experimentado con más o menos lucidez. Todos los grandes filósofos lo han
formulado con más o menos penetración.
Pero, ¿cómo formular un
problema así sin correr el riesgo desde el principio, de una orientación falsa,
de una respuesta preconcebida? El entendimiento corta y separa siguiendo las
categorías comunes del lenguaje: el yo y el otro, dos palabras y por tanto dos
realidades distintas.
Y cuando aparece la
reflexión psicológica, confirma y refuerza esta distinción. Porque es ante todo
reflexión sobre sí misma, y a medida que el análisis se hace más exigente, más
fino, más inquieto, todo lo que no es el yo: los otros y las cosas, se hacen
extraños e irreales. En último extremo es el solipsismo del filósofo o el
autismo del esquizofrénico, para los cuales nada existe fuera de ellos mismos.
Y sin embargo el pensador
que no ha perdido completamente el sentido común quiere restablecer la unidad
perdida, hallar un fundamento a la realidad exterior, justificar la existencia
del otro. Su actitud no será negación, sino problema. Podrá remitirse como
Descartes a la sabiduría de Dios que no ha querido confundir a sus criaturas. O
bien fundará la existencia y el conocimiento del otro por analogía con la
experiencia que tiene de sí mismo. Si es psicólogo hará una teoría de la
comunicación o bien describirá los procesos de la proyección del yo en el otro,
de la introyección del otro en el yo. En cualquier caso se admite la dualidad
como un postulado y la prioridad del conocimiento de sí mismo sobre el
conocimiento del otro.
Y por supuesto nuestra
afectividad, de un modo selectivo y tendencioso, da al problema su tonalidad,
su orientación. Es el fracaso, la decepción, el sufrimiento, y no la alegría,
lo que nos hace reflexionar; no es la comunión con nuestros semejantes y la
ingenua evidencia de que ellos existen como nosotros mismos, es nuestra soledad
cuando los lazos se aflojan o se rompen. Entonces, y sólo entonces, nos
preguntamos: ¿por qué esta separación, este divorcio?
¿Es este un problema eterno,
insoluble? ¿O sencillamente un problema real, sí, pero mal planteado?
Lejos de resolverse o
desvanecerse con el tiempo, el problema ha venido a ser cada vez más agudo, si
hemos de juzgar por las filosofas contemporáneas de la existencia y sobre todo
por las obras de ficción, novelas o films, que también dan testimonio de la
sensibilidad de nuestra época.
Si es cierto que el amor es
la experiencia más profunda do relación con otro, sin duda no ha sido nunca
esta relación tan explicita, ardiente y desesperadamente deseada. El amante de
Lady Chatterley, el hombre vulgar de Musil y, con menos retórica, los
personajes de Fellini y de Bergman, parecen decirnos que en un mundo en que
todo se hunde, el amor permanece como valor fundamental y única esperanza,
aunque continuamente frustrada.
La vertiginosa aceleración
del tiempo, la extensión explosiva de la cultura, han hecho agrietarse por
todas partes los cimientos de nuestras evidencias y de nuestras creencias. ¿Una
decadencia, una corrupción? No; es más bien una crisis de crecimiento como si,
demasiado brutalmente, la civilización sufriera una metamorfosis o se hiciera
adulta, con la entrega a cada uno de nosotros, desamparado, de sus
responsabilidades y de su soledad; una civilización de la inteligencia que
busca sus nuevos valores, un nuevo equilibrio. Y un primer valor se afirma en
el hecho mismo de esta búsqueda, mientras los otros se desvanecen: la lucidez.
Pero, ¿basta la lucidez si
la luz ha perdido la llama? Los obstáculos del entendimiento se convierten muy
frecuentemente en un refugio del misticismo.
[II]
Henri Wallon vuelve a tomar
el problema del otro y cambia profundamente los supuestos. Quizá no ofrece una
solución perfecta, pero indica una dirección.
No hay solución, dice, si se
postula entre el yo y el otro un elemento exterior inicial y radical. La
investigación está abocada al fracaso si se encastilla uno en la introspección
o en cualquier otra forma de intuición subjetiva que nos encierre en nosotros
mismos. Hay que observar lo que pasa a lo largo de la evolución del niño, y se
constata entonces que el psiquismo es en sus orígenes como una nebulosa en que
el yo y el otro están aún confundidos o, por mejor decir, inexistentes.
Wallon no es el único ni el
primero, en rechazar la prioridad de yo como postulado fundamental de la
psicología. Toda una corriente de pensamiento, en la que se reúnen filosofías
existenciales y personalistas, tiende a presentar como primitivo el par “yo-tu”
que condiciona esencialmente el desdoblamiento de la conciencia. Se da aquí una
reacción de los moralistas ante el fracaso de la filosofía clásica y, a menudo,
un acto de fe para escapar al absurdo de la soledad “a la tragedia de las almas
cerradas y separadas”, según la expresión de Le Senne. Es entonces relativamente
fácil admitir como solución, como hace Gabriel Marcel, un Dios como el “tu”
absoluto y considerar que el diálogo humano es la transposición del cara a cara
entre el alma y Dios. Pero ya se trate de filósofos creyentes o ateos, “la
pareja yo-tu se impone, nos dice Maurice Nédoncelle, porque un cogito
estrictamente solitario es imposible”.
No debe desdeñarse esta
tendencia de la filosofía contemporánea en la medida en que expresa una
insatisfacción, a la que la propia ciencia debe poder responder.
Pueden apreciarse tentativas
de respuesta en Max Scheler y también en toda una tradición de la psicología
americana que, con William James, J. Marc Baldwin, George H. Mead, se ocupa en
definir la personalidad como un proceso integrado en la vida social.
Más cercano a nosotros, más
cercano a Wallon, hay que nombrar por último, y especialmente, a Pierre Janet.
En su discurso en el Congreso internacional de Psicología de 1937, invita a las
nuevas generaciones de psicólogos a reformar la psicología, teniendo como idea
directriz la naturaleza social de la personalidad y como problema clave, el de
la distinción entre el yo y el tú.[40] A título de hipótesis
indica que la “distinción de mí mismo y de socius
no es quizá tan fundamental, tan primitiva como se creía” y que probablemente,
el yo y el otro “se construyen juntos de una manera confusa y presentan los dos
a la vez los mismos progresos”.
Henri Wallon, cuyos trabajos
citaba Janet en este mismo discurso, se nos presenta hoy como quien ha
realizado el proyecto, ejecutado el testamento del pionero de la psicología
francesa. Y con tanta más facilidad cuanto que existía ya una convergencia, en
1937, entre la orientación de Pierre Janet y la suya.
A decir verdad, en la obra
tan profundamente personal de Wallon, tan fuertemente integrada y en la que las
referencias a otros autores son tan raras, nadie podrá jamás saber con certeza,
cuáles han sido las influencias directas, las cosas tomadas, las coincidencias.
Rica en legados de la cultura clásica, creadora de un pensamiento dialéctico de
vanguardia, y como anticipadora del porvenir, está sin embargo sólidamente
anclada en las preocupaciones, y temas de la psicología de hoy. Siguiendo su
trayectoria en la que se va aclarando gradualmente el aspecto social del
psiquismo, sin que en ningún momento pierda su importancia el aspecto
biológico, se tiene la sensación de una necesidad interna del descubrimiento,
de tal modo que, tomada su obra al revés, parece que las noches que aparecen
tarde estaban ya en germen en sus orígenes. Esto ocurre con las nociones
relativas al problema del otro.
Wallon no ha dedicado más
que dos artículos, distanciados por diez años, en 1946 y 1956, a este problema.
Estos artículos parecen como una continuación, una puesta al día, o más aún,
como la construcción teórica, la llave que permite captar plenamente lo que
Wallon había escrito anteriormente sobre los orígenes del carácter y sobre la
emoción, como si, lo que es probable, esta teoría del otro hubiera madurado
lenta y tardíamente[41]. Además, desde el
artículo de 1946 al de 1956 se percibe claramente la maduración de esta teoría.
No puede resumírsela en
pocas palabras. Serían necesarios largos comentarios de referencia al conjunto
de la obra para aclararla. Nos quedaremos pues a medio camino entre la
formulación esquemática y un comentario, imposible en los límites que debemos
respetar aquí.
De un modo lapidario, la
teoría de Wallon puede formularse así: la relación entre el yo y los otros se
establece por intermedio del otro que todos llevamos en nosotros mismos.
¿Qué es este otro, de dónde
viene? Wallon también le denomina con el término de alter así como por el de socius que toma de Pierre Janet, quien a
su vez lo había tomado de Baldwin, y lo califica de otro íntimo para oponerlo a
los otros al concepto general del Otro y afirma que es el fantasma del otro en
nosotros.
Wallon, según Janet, captó
desde el principio la existencia de este otro secreto a través de su
emancipación en determinados casos patológicos, como los descritos por
Clérambault con el nombre de automatismo mental. El enfermo se oye interpelar,
insultar, se le roban sus pensamientos más íntimos, se le impone a extraños, se
le dictan sus actos; es perseguido y poseído por un ser a la vez íntimo y
extraño. Pero también normalmente todos nosotros conocemos esos momentos de
incertidumbre en que dialogamos con nosotros mismos, mentalmente o en alta voz
incluso. Todos tenemos, como Sócrates, nuestro demonio, consejero, censor,
objetor: el otro, “el partenaire perpetuo del yo en la vida psíquica”, casi
siempre rechazado, domesticado, ignorado, pero que revela su existencia y
refuerza su papel en las fluctuaciones y las dudas del yo.
¿Cuál es entonces su origen?
En su primer, artículo, Wallon subraya con fuerza que el otro íntimo no es una
imagen, una interiorización de otros. No es, dice, “una réplica abstraída de
las relaciones habituales que el sujeto ha podido tener con las personas reales”.
Esta afirmación da un giro paradógico que ha desconcertado a la mayoría de sus
lectores, empezando por Piaget y terminando por los estudiantes de psicología,
incapaces de comentarla un día en un examen, a propósito de lo que Wallon
escribió. “Las personas del entorno no son en suma para el sujeto sino
ocasiones o motivos para expresarse y realizarse”. Si puede darles vida,
consistencia, exterioridad, es gracias a este extraño esencial que es el otro,
el socius.
Y cuando unas líneas más
adelante, Wallon concluye, en una frase que se ha hecho célebre, que el
individuo no es un ser social “como consecuencia de contingencias exteriores”,
sino que lo es íntima, esencialmente y genéticamente, podría creerse con razón
que, para él, el medio social real no significa gran cosa en la evolución del
niño y que lo esencial está en la subjetividad. Sin embargo, esto seria un
contrasentido total. Nada seria más contrario al pensamiento profundo de Wallon
que esa especie de idealismo. Parece como si Wallon en este artículo, hubiera
querido teclear con el máximo de fuerza y de concisión las frases que pudieran
expresar toda la originalidad de su pensamiento. Y ha golpeado demasiado fuerte
para mentes aún mal preparadas para comprenderlo.
En su artículo de 1956, en
que están más ampliamente estudiadas las relaciones con el entorno las personas
y los grupos, Wallon emplea fórmulas complementarias de las utilizadas en 1946.
Complementarias pero de apariencia a menudo antitética, como si quisiera
responder a las objeciones, disipar los malentendidos, aclarar el sentido
complejo de su exposición. “El Alter dice entonces, no es más que un producto
del ambiente”. Y precisa: “El Alter no tiene ninguna prioridad sobre el otro”,
él es “la primera forma”. Se aprecia aquí una ligera modificación de
terminología: la expresión de otro no designa aquí, o al menos, no
exclusivamente, al alter ego, el doble del yo, sino todas las formas que el
otro puede tomar, tanto su forma íntima y larvada como las otras formas reales “El
Alter no es en absoluto el otro,
también están los otros Alii”.
¿Cómo puede afirmar al mismo
tiempo que “las personas del entorno no son más que ocasiones” y al mismo
tiempo que el alter no es más que un
producto del ambiente, que el individuo es social genéticamente y no a
consecuencia de contingencias exteriores, y sin embargo, que el socius íntimo no tiene ninguna
prioridad?
[III]
La respuesta está basada en
dos conceptos: el de indiferenciación primitiva del psiquismo y de su
diferenciación progresiva; y el de las relaciones de lo biológico y lo social
en la ontogénesis humana.
Cuando Wallon dice que el
hombre es un ser social genética y esencialmente y no en virtud de influencias
exteriores, se refiere a un hecho fundamental, pero lo hace con una ambigüedad
en la expresión. El mismo Wallon lo reconoce cuando concede a Piaget: “quizá
sea exagerado decir... que el niño es desde ese momento (en los dos primeros
meses de la vida) un ser social”.[42] Es evidente que en el
momento del nacimiento y en las primeras semanas que siguen el niño no es un
ser social, que es incluso incapaz de cualquier reacción adaptada al entorno:
es un período vegetativo, el estadio de la impulsividad pura, identificado y
analizado por el mismo Wallon. Y también según Wallon, no es sino hacia los
dos, tres meses cuando “se efectúa la unión del niño con sus próximos”. ¿En qué
sentido entonces puede decirse que es esencialmente social? Por su estructura
biológica, su fragilidad nativa, su incapacidad para sobrevivir sin la ayuda de
otro. Más bien de un modo negativo, por sus carencias, por su incomplección. La
imperfección biológica del recién nacido supone una sociedad, un medio, otro
ser que vele por él y le complete.
La naturaleza social del
hombre no se sobreañade pues por influencias exteriores: en lo biológico está
ya inscrito lo social como una necesidad absoluta. Esta concepción walloniana
es radicalmente diferente a la vez, del biologismo, tal como lo encontramos en
Freud, por ejemplo, y del sociologismo de Durkheim.
Porque para Freud lo social
no está en la naturaleza del hombre, mientras que para Durkheim constituye
precisamente toda su naturaleza. Según Freud es la libido, el impulso de la
especie, lo que da a la evolución psíquica del individuo sus fuerzas y su
orientación mientras que su carácter social, siempre superficial y su
conciencia, más o menos frágil, le llega exclusivamente del exterior, por el
juego de los obstáculos, de las limitaciones, de los imperativos sociales.
Durkheim, por el contrario, ha descuidado lo biológico: todas las conductas
individuales son exclusivamente de naturaleza social, y si los individuos de
una misma sociedad difieren entre si, es porque cada uno se ha apropiado de las
“representaciones colectivas” según ciertos aspectos más o menos ricos, más o
menos diversos.
La originalidad de Wallon,
su mérito más destacable, es precisamente el de superar por fin la oposición
entre biologismo y sociologismo, sin refugiarse en los callejones sin salida de
las conciliaciones verbales o del positivismo, de tal modo que -y peso bien mis
palabras- Wallon es sin duda el primero que ha demostrado realmente cuáles son
los fundamentos de la psicología y su legitimidad; la ciencia de un plano de la
realidad que no se puede reducir ni a lo biológico ni a lo sociológico, sino
que, si se trata de la psicología humana, integra lo uno y lo otro. “Nunca he
podido disociar lo biológico y lo social, dice, y no porque los crea mutuamente
reductibles sino porque en el hombre me parecen tan estrechamente
complementarios desde su nacimiento que no es posible contemplar la vida
psíquica sino a través de sus relaciones recíprocas”.[43]
Si la teoría del otro,
aparece en su obra después de la teoría de la emoción, de la que es como la
consecuencia y desarrollo, esta última provee a aquella de los materiales y
argumentos más decisivos.
En el momento del nacimiento
el otro no existe, está claro, y la naturaleza social del recién nacido se
apoya en una definición negativa: por sus incapacidades que le atan
inmediatamente a otro.
Cuando, gracias a los
progresos de su maduración nerviosa, se despierta al mundo el lactante, tras un
mes o dos de vida vegetativa, sus primeras reacciones emotivas definen su
naturaleza social positivamente. Y sin embargo, el otro no está aún dibujado en
la nebulosa conciencia del niño. Es una situación de simbiosis afectiva. No hay
ninguna posible delimitación consciente entre sus propias acciones
sensomotrices y lo que le viene del exterior. Pero las emociones que le unen al
entorno de forma global e indivisible al principio, determinan gradualmente una
situación bipolar. Aunque confusamente, experimenta sentimientos de acuerdo y
desacuerdo con el medio. La emoción hace alterar el calor y el frío, la
comunión y la separación.
Por tanto, mucho antes de
que el niño pueda distinguir objetivamente entre su yo y otro y entre las
diversas personas del entorno, se establece una cierta delimitación en la
sensibilidad del niño, entre el yo y aquello que le es extraño. Volviendo a la
imagen de la nebulosa podría decirse que se forman en su masa “un núcleo de
condensación, el yo, pero también un satélite, el sub-yo o el otro”.
El yo y el otro se forman
pues conjuntamente, y van a evolucionar como una pareja indisociable de fuerzas
para llegar a ser realidades y conceptos objetivos. A medida que el yo vaya
afirmando su intensidad y su integridad, rechazará al otro íntimo en un rol
secundario y secreto. El otro va a objetivarse en la multitud indefinida de las
personas reales. Y en contrapartida, el yo sabrá situarse a sí mismo entre el
número de Otros con la reciprocidad de perspectiva necesaria a la comprensión
intelectual.
Pero cualesquiera que sean
las formas evolucionadas del yo y el otro, sean como sean la evidencia y la
solidez de las realidades así conquistadas, las formas arcaicas permanecen. No
esencialmente como una amenaza de regresión, sino como el sustrato y la garantía
de nuestra comunicación, de nuestra comunión con el otro.
[IV]
Puedo al fin responder a la
pregunta planteada desde siempre.
Tú y yo no somos seres
separados, conciencias cerradas. Sino abiertos y prometidos el uno al otro
antes de todo encuentro. Puede haber divorcio entre tú y yo, como puede haberlo
también en mí mismo. Divorcio de un instante o alejamiento irremediable. Pero
es preciso que la amargura de la separación o la indiferencia nos haga renegar
de la alegría que ya no disfrutamos. Podemos sufrir de soledad. El mal es menos
profundo de lo que se cree, pues en todo caso no es esencial a nuestra
naturaleza. Es preciso que lo sepamos para no cultivar con una lógica espantosa
una filosofía del absurdo. Para conservar nuestras fuentes profundas, nuestras
posibilidades de amor, nuestro verdadero significado. Mi verdad no es la
soledad. Es mi encuentro contigo.
[I]
El pensamiento de Henri
Wallon no es siempre fácil de comprender. Y no por esoterismo de los conceptos
o por virtuosismo en la abstracción. Ni siquiera, como se ha dicho muchas
veces, por su estilo. Si el estilo es confuso para algunos lectores es
precisamente por ser la expresión y la forma de un pensamiento poco común.
Wallon violenta nuestros
hábitos mentales. Va a contracorriente del movimiento natural de la explicación
científica, que es el de suprimir las contradicciones de las cosas, reducir su
diversidad, ya que explicar es, en última instancia, hallar los principios, los
elementos, los factores comunes, en todos los niveles de lo real.
Un planteamiento explicativo
de este tipo es rentable hasta cierto punto en las ciencias físicas, al menos,
en los campos en que la realidad puede considerarse provisionalmente de un modo
estático. Pero es ilegítimo para el estudio de todo aquello que para ser, debe
cambiar.
Wallon se sitúa de lleno en
la diversidad, en la contradicción, y no para resolverlas, sino con el
propósito, por el contrario, de descubrir respuestas en ellas a los problemas
de la existencia y del devenir.
Pero sólo esta actitud no
basta para explicar su originalidad y la dificultad profunda de su obra.
El sentimiento agudo de las
contradicciones y de las ambigüedades es una característica del pensamiento
contemporáneo, que en la mayoría de los casos le aboca sin embargo, a las
filosofías de lo irracional, del absurdo.
En Wallon no ocurre tal
cosa. Si siente la necesidad de revisar las viejas distinciones y categorías,
si se dedica a romper los estrechos marcos de nuestro entendimiento, es
precisamente para ampliar nuestra razón.
Instalarse de lleno en la
contradicción y en la diversidad no significa para él encerrarse en ellas. Toda
realidad psicológica tiene una historia y unas condiciones materiales de
existencia. Es la reconstrucción de esa historia y el análisis de esas
condiciones lo que nos permite comprender.
Al contrario que la
metafísica, dice, la ciencia no está fascinada por lo absoluto y la
inmovilidad. No sostiene la oposición irreductible entre el ser y el
conocimiento. “Se ocupa en tejer nuevas relaciones entre todos los sistemas en
los que se reparte nuestra experiencia de las cosas y de la vida, en fundirlos
cada vez más los unos con los otros y, en la medida en que esta obra de
unificación por el conocimiento lo exija, en reformar o abolir las distinciones
o categorías intelectuales del pasado que se opongan a ello”.[44]
Deliberadamente, esta es la
actitud del materialismo dialéctico. Por supuesto, no es obligatorio adherirse
a esta manera de ser. Y no puede discutirse, como recientemente lo ha hecho
nuestro amigo Marcel Bergeron, que Wallon lo reivindica muy explícitamente[45].
Y si es cierto que la
palabra dialéctica, es terriblemente ambigua, la expresión de materialismo
dialéctico, es perfectamente clara.
El materialismo dialéctico
es un método de pensar que Wallon ha sabido ilustrar magistralmente, mejor que
ningún otro psicólogo. Un método de pensar y no un dogma. Exponer los
principios de este método, dice él, no es aportar una solución: es sólo indicar
una dirección.
[II]
Ya es conocida la renovación
a que ha conducido en la psicología del niño, este enfoque dialéctico que
intenta casar la dialéctica de las cosas: especialmente a esclarecer las
relaciones entre la motricidad y el carácter y aún más quizá, a dar una
explicación genética de la emoción en que se denuncian y superan las
oposiciones formales de las teorías clásicas.
La teoría de la
inteligencia, tal como se desprende de numerosas obras de Wallon, no es menos
característica ni menos original, pero mucho más reciente que sus trabajos
sobre la afectividad, y de un interés menos evidente para la psiquiatría, es
mucho menos conocida. Precisamente por eso la he tomado aquí como ejemplo del
pensamiento walloniano.
Este ejemplo tiene además la
ventaja de poder establecer una comparación con la teoría que Piaget ha
construido en este mismo campo. La polémica que mantienen los dos grandes
psicólogos de la infancia desde hace más de un cuarto de siglo es siempre
apasionante, pero desconcierta a veces como un diálogo mal armonizado. Y es
porque sus campos de observación y de experimentación son habitualmente
distintos.
Al abordar el tema de la
inteligencia, Wallon se sitúa en el mismo campo que Piaget, por lo que la
confrontación entonces entre sus concepciones y métodos, es directa. Ambos
parten de los mismos problemas fundamentales, ambos se sitúan en una
perspectiva genética, ambos parecen en fin animados de una misma exigencia
dialéctica.
Ni Piaget ni Wallon conciben
la evolución de la inteligencia como un simple crecimiento. Los dos admiten la
existencia de estadios, es decir y en definitiva, de cambios cualitativos. Para
los dos hay toda una historia de transformaciones; reorganizaciones y
emergencias que va de la inteligencia sensoriomotriz a la inteligencia lógica,
del acto al pensamiento, Y los dos, a fin de cuentas, pretenden explotar la
inteligencia simultáneamente en la permanencia de sus condiciones y sus
funciones y en la novedad de cada uno de sus estadios evolutivos.
En la evolución intelectual
del niño, nos dice Piaget, se dan a la vez homogeneidad y heterogeneidad, cosas
que no cambian y cosas que cambian. Lo que cambia son las estructuras,
escalonadas por niveles, y cuya aparición depende de condiciones neurológicas y
condiciones del medio. Lo que no cambia es la función fundamental de adaptación
mediante el juego perpetuo de la asimilación y la acomodación; de modo que
puede afirmarse una “continuidad funcional radical” entre las formas inferiores
de la adaptación motriz y las formas superiores del pensamiento[46].
En los mismos términos se
plantea el problema para Wallon. También para él se trata de explicar a la vez
la continuidad y la heterogeneidad. La frase con que acaba De l'acte à la pensée no está a primera vista en contradicción con
la perspectiva de Piaget: “...del acto motor a la representación, ha habido una
transposición, una sublimación de esa intuición (del espacio) que, de estar
incluida en las relaciones entre el organismo y el medio físico, llega a
convertirse en esquematización mental. Entre el acto y el pensamiento, la
evolución se explica simultáneamente por lo opuesto y por lo idéntico”.[47]
La oposición tradicional
entre la tesis de la diferencia cuantitativa entre el niño y el adulto y la
tesis de las mentalidades heterogéneas, está radicalmente superada. Debemos a
ambos autores la enseñanza.
Pero sabemos que su acuerdo
no llega más lejos. ¿Por qué? ¿Cuál es la naturaleza exacta de las
divergencias? ¿Cuál es la vía correcta?
No me siento con fuerzas
para poner a nuestros dos autores de acuerdo a partir de sus desacuerdos.
Piaget tiene tendencia a minimizarlos. Y Wallon a subrayarlos, a “resaltar las
diferencias”. Cuestión de temperamento y de manera de ver las cosas...
No me siento tampoco capaz
de emprender, dentro de los límites de unas pocas páginas, una comparación
seria entre la concepción de Wallon y la de Piaget. Sin embargo, si se me
permite esquematizar al máximo y a riesgo de empobrecer tanto a Wallon como a
Piaget, diría esto: la preocupación de Piaget es ante todo la identidad
funcional, se interesa arte todo por la axiomática de los estados de equilibrio
del pensamiento, por la logística. La preocupación de Wallon se centra ante
todo en las diferencias, los cambios de evolución. Esta preocupación ordena sus
perspectivas, le dicta sus enfoques y, en suma, su método.
[III]
El problema fundamental de
la evolución intelectual es el del dualismo y sucesión de dos inteligencias: la
inteligencia sensorio-motriz y la inteligencia discursiva.
La psicología tradicional
busca un principio explicativo único para estas dos formas de inteligencia.
Wallon declara, por el contrario, que lo único que importa es “el problema del
paso” de una a otra[48].
“Constatar los pasos y
marcar las diferencias” es una cuestión de método, pero también lo es de fondo.
¿Acaso es excesivo decir que sólo importa el problema del paso, que sólo él
tiene un sentido? Wallon afirma que si existe alguna identidad se desprenderá
inmediatamente. Postular un principio explicativo único es arriesgarse a
olvidar lo esencial. Por eso, “el medio para descubrir los factores comunes no
es escamotear las diferencias sino ahondarlas y conducirlas hasta sus últimas
condiciones”.[49]
Parece totalmente evidente
que un principio explicativo único, cualquiera que sea, llegará a suprimir lo
que convenía precisamente explicar y esto tanto vale para la psicología
tradicional como, para la psicología pragmática de la inteligencia.
En la psicología
tradicional, el acto inteligente, o tomado por tal, como el instinto, es
reducido en última instancia a la inteligencia discursiva, al pensamiento: es
decir, a las operaciones de juicio que utilizan los modelos de la lógica y que
son analizadas con los medios facilitados por la introspección. Así, atribuimos
el mérito de la inteligencia del comportamiento en los seres desprovistos de
lenguaje, como los niños muy pequeños y los animales, a la sabiduría de la
especie o, lo que es más, a la intención de Dios.
Este punto de vista es
totalmente subvertido a principios de siglo con la concepción pragmática de la
inteligencia y el éxito del behaviorisino. Se da entonces un interés discreto
por la inteligencia sensoriomotriz que pasa a ser a su vez, el principio
explicativo general. Entre la inteligencia sensorio-motriz y la inteligencia
discursiva o especulativa, se da una diferencia de complejidad, de movilidad,
pero no de naturaleza. Al principio demasiado general de la adaptación, no se
añade ningún nuevo principio que dé cuenta de la nueva forma de la
inteligencia, que es una prolongación de la inteligencia sensorio-motriz en una
génesis simule y continua. Según el antiguo dicho utilizado por Leibniz, la
naturaleza no da saltos.
Wallon ve en la obra de
Piaget el ejemplo más reciente de esta tesis: los esquemas sensoriomotores se superponen,
se combinan, se ordenan, se coordinan, para llegar a realizar las
representaciones. La representación no es, esencialmente, un hecho nuevo y
original. Para Piaget es, simplemente, un movimiento progresivamente
interiorizado.
A decir verdad, Piaget se ha
preocupado mucho del doble aspecto biológico y lógico, de la inteligencia.
Incluso puede decirse que toda su obra es un esfuerzo sistemático para elaborar
una teoría general, que se reúnan la lógica de la vida y la lógica del
pensamiento. Para él, la naturaleza de la lógica está en la lógica de la
naturaleza. De tal modo que nunca se acabará la polémica en que se reproche a
Piaget tanto el reducirlo todo a lo biológico, como el reducirlo todo a lo
lógico.
Y a pesar de las
contestaciones que él mismo ha dado y repetido, podemos preguntarnos si la
cuestión que él mismo planteó un día, no queda en su obra ansiosamente abierta:
“¿Puede esperarse una explicación propiamente dicha de la inteligencia, en la
que ésta constituya un primer hecho irreductible, en tanto que espejo de una
realidad anterior a toda experiencia, que sería la lógica?”.[50]
En todo caso, la génesis de
su teoría aparece claramente en un estudio que dedicó Piaget a la obra de
Edouard Claparéde, su maestro. Reaccionando contra el asociacionismo Claparéde
define la inteligencia desde un punto de vista biológico y funcional. La
inteligencia, a todos sus niveles es una adaptación a nuevas circunstancias. Su
función es suplir la insuficiencia de las adaptaciones innatas o ya adquiridas
pero automatizadas. En sus niveles más bajos, su actuación consiste en tanteos,
en ensayos y errores. Su organización progresa por selección, a través de las
sanciones exteriores del éxito o el fracaso. La teoría pragmática de la
inteligencia toma, con Claparéde, su forma más coherente. Sin embargo, observa
Piaget, Claparéde llega en sus últimas obras a rectificar su posición inicial;
al admitir que ningún tanteo se sustrae jamás totalmente a una dirección, se ve
llevado a “reintroducir sobre el mismo terreno que él había elegido, una de las
nociones centrales de la psicología del pensamiento lógico”, la noción de
implicación[51].
Claparède designa con el término de implicación, la capacidad de relacionar los
datos de la experiencia.
Pero la introducción de este
término es una rectificación y no una inversión de su teoría. La implicación de
los datos percibidos se realiza de forma inmediata por coalescencia, sin
estructuración previa o concomitante.
Piaget da la vuelta. El
funda la implicación “en una asimilación sensoriomotriz que atribuye de entrada
a los datos perceptivos una significación en función del esquema motor de la
acción”. La inteligencia es vinculada a todos los poderes de la vida; pero la
vida misma es asimilación, implicación, lógica. La inteligencia es una
estructura biológica entre otras, obediente a la lógica, a la fórmula universal
de todo sistema de equilibrio: asimilación, acomodación, adaptación.
Wallon retiene de la teoría
de Piaget su carácter de “asimilativa”, ya sea en el campo de la biología o en
el de la lógica. ¡Y el esfuerzo de Piaget para “logificar” lo biológico no ha
estado dirigido precisamente a salir al paso de las objeciones! ¡Si el esfuerzo
de Piaget tiende a superar la teoría intelectualista tradicional y la teoría
pragmática es, en último término para llegar a un principio explicativo tan
general que no explica nada!
Wallon extrae de cada una de
estas dos teorías lo que contienen de positivo.
Es cierto que la
inteligencia aparece antes que el lenguaje y que no requiere los criterios del
juicio y los medios de la introspección para definirla. El comportamiento
correcto del animal y del niño no se reduce al juego ciego de los instintos y
de los hábitos. Por el contrario, debe hablarse de inteligencia cuando aparece
una conducta para compensar la insuficiencia de los automatismos “cuando los
movimientos espontáneos y simples del animal no pueden hacerle alcanzar su
objetivo”.[52]
En efecto, no puede
discutirse el carácter de intelectuales a esa intuición variable y apropiada de
las circunstancias, a esa capacidad de combinación y de invención. En los
animales, en los niños y también en todas las edades de la vida, se observan
actos cuyo carácter de inmediatez los hace irreductibles a toda forma de
razonamiento. Es una inteligencia práctica o, por mejor decir para subrayar lo
esencial, la inteligencia de las situaciones (a condición de no incluir aquí
las situaciones puramente mentales). La situación a la que responde el
individuo no es entonces esa realidad objetiva que el intelecto sitúa fuera de
nosotros, sino un conjunto de circunstancias vivido sincréticamente, “un campo
perceptivo siempre transformable en que los estímulos llegados de las cosas no
entran sino organizándose en sistemas que responden a la actividad total del
momento”.[53]
La inteligencia de la situación es, en la estructura que une el deseo del
sujeto con el objeto, un cierto “poder constelante que opera por la atracción
mutua de lo real y de los impulsos correspondientes”.
La inteligencia se distingue
así, bajos sus primeras formas, del instinto y del entendimiento a la vez. Se
distingue del instinto en que es una reorganización en las formas de operar,
pues comienza “con la necesidad del recoveco y de su descubrimiento”.[54] Se distingue del
entendimiento en que no procede por análisis, sino en un conjunto dinámico “en
que los factores subjetivos y objetivos forman una unidad indivisible”.[55]
El aspecto francamente
positivo de los estudios dedicados a la inteligencia práctica en el animal y en
el niño, desde finales del siglo pasado, es el de haber inaugurado una
verdadera perspectiva genética, el haber librado a la psicología de las
ilusiones introspectivas y repuesto así el acto antes del pensamiento, el ser
antes de la conciencia. Pero el peligro de estos estudios estaba en la
tentación de retrotraer mecánicamente el pensamiento al acto, al comportamiento
sensoriomotor, de reducir cada momento del desarrollo al momento anterior,
siguiendo el razonamiento post hoc
propter hoc.
En efecto, las condiciones
formales del pensamiento, que habían sido la única preocupación de la
concepción tradicional, son ignoradas o mal conocidas en la nueva perspectiva
biológica, en que se define la inteligencia como función de adaptación a lo
real.
Wallon vuelve a sacar a
primer plano, sobre todo en su obra Les
Origines de la pensée chez l'enfant, el estudio de estas condiciones
formales de la inteligencia verbal y discursiva, conservando las aportaciones
positivas de los trabajos anteriores sobre la inteligencia práctica. Y no es
que se dedique a un examen puramente ideológico de estas dos concepciones
contradictorias, sino a una descripción de dos inteligencias, acusando lo más
posible su contraste.
[IV]
Una diferencia esencial
distingue la inteligencia de las situaciones y la inteligencia discursiva.
La inteligencia de las
situaciones, o práctica, o sensoriomotriz, es intuición plástica en el instante
presente. Es decir, que “se agota completamente en las circunstancias que
utiliza y los resultados que produce. La combinación de medios no es para ella
más que la puesta en práctica de recursos provistos realmente por la
disposición de los lugares y las cosas. La combinación de movimientos no
expresa otra cosa que el poder de transformar el campo operatorio hasta hacerlo
coincidir con el efecto a conseguir. Por ingeniosas que sean las sendas, por
sutiles que sean los gestos, su razón de ser se confunde con su ejecución
presente”.[56]
La inteligencia discursiva
es por el contrario el modo de escapar al orden actual de las cosas, de
sustituir la intuición del mundo por su representación, su doble. “En lugar de
fusionarse con lo real para realizar estructuras que organicen sus datos según
fines utilitarios, el pensamiento la hace un doble en el plano de la
representación. En lugar de ordenar entre sí los elementos concretos de una
situación, opera sobre símbolos o con ayuda de símbolos”.[57]
La aparición de la función
simbólica, ese poder de operar sobre significaciones puras, marca el umbral
decisivo entre la inteligencia práctica y la inteligencia discursiva.
Quede claro que, si es
evidente que este umbral separa radicalmente al hombre de otras especies
animales, la separación no aparece tan claramente en el desarrollo de la
infancia humana. Y es porque desde los primeros estadios de su desarrollo el
niño está sometido a las influencias del medio, que cuentan anticipadamente con
la potencialidad de poner la actividad motriz al servicio de la representación.
En la medida en que el niño está orientado hacia el medio humano del que
depende su subsistencia y su existencia, sus primeros comportamientos “llevan
ya el reflejo de las relaciones a las que la palabra y el don de imaginar las
cosas, sirven de instrumento indispensable en las relaciones humanas”.[58] Por otra parte, una vez
franqueado el umbral crítico, el-niño no accede de lleno, evidentemente, a la
plena capacidad de la función simbólica. La coherencia del pensamiento consigo
mismo y del pensamiento con las cosas, es una lenta conquista que puede
decirse, no se culmina jamás, ni siquiera en el adulto. Antes de convertirse en
el instrumento por excelencia del análisis conceptual, “el lenguaje, sigue
sujeto a todo tipo de dependencias sensoriomotrices y afectivas”.[59] Y en último término, la
coexistencia de la intuición y de la representación no sirve sólo para hacer
frente a los obstáculos que progresivamente debe remontar el niño, sino que
asegura también nuestra adhesión a lo real: el acto intuitivo permite en
ciertos momentos orientar la intelección, sobrepasarla para llegar a una
comprensión o evidencia nueva[60]. La intuición no pierde
jamás su función positiva y sus derechos.
Pero a pesar de la
coexistencia de dos inteligencias y de su indiscutible colaboración y de la
sucesión genética de la una a la otra, no podemos concluir que hayan surgido
pura y simplemente la una de la otra.
Del acto esencialmente
intuitivo y asimilativo que es la inteligencia sensorio-motriz, no puede
resultar “esa otra forma de inteligencia que se expresa, en la acción, mediante
consignas; en la percepción, mediante enumeraciones, observaciones,
asociaciones; y en la que el lenguaje, íntimo o expreso, es el sustituto
indispensable... en que cada tipo de relaciones tiende hacia una fórmula
explícita”.[61]
El paso de la una a la otra
requiere factores nuevos, estructuras anatómicas y funcionales, y nuevas
condiciones de vida posibilitadas por estas nuevas estructuras. El lenguaje
especialmente da al niño la posibilidad de reagrupar, y reorganizar sus
impresiones perceptivas. Además el lenguaje tiene sus propias condiciones de existencia
y desarrollo. A través del vocabulario y la sintaxis, “contiene en potencia un
mundo de relaciones, de afinidades o de oposiciones que anticipan el momento en
que recibirá... significados precisos”.[62] Es una fuente social de
conocimiento y de preconocimiento claramente distinta de la fuente
sensorio-motriz.
Pero subrayar las
diferencias no equivale sin embargo, a negar el paso que se realiza de una a
otra. Y este paso de la inteligencia práctica a la inteligencia discursiva
constituye para Wallon, como hemos dicho, el problema esencial.
La actividad que prepara
este paso es la imitación.
La imitación es en la obra
de Wallon, un tema tan importante, tan frecuentemente tocado desde distintos
ángulos, como el tema de la emoción. Y es que la imitación y la emoción son
comportamientos esencialmente ambivalentes y como las matrices de todas las
dualidades futuras, el yo y el otro, el sujeto y el objeto, la imagen y el
concepto. Irreductibles a todo principio unívoco, desconcertantes para aquellos
teóricos que rechazan lo contradictorio, son como las nociones claves de la
psicología walloniana, y donde mejor se afirma la originalidad y el genio de su
análisis.
Baste nada más añadir que si
Wallon describe la imitación, como aquello que asegura el paso entre las dos
formas de inteligencia es porque corresponde en su génesis a las dos, es porque
se inscribe entre dos polos contrarios: la fusión, la alienación de sí, la
participación en el modelo; y la copia, el desdoblamiento y en suma, la
representación que acaba por oponerse al modelo.
Pero no basta mostrar que es
a través de la actividad de la imitación como se realiza el paso de una forma
de inteligencia a otra. Es además necesario investigar las condiciones de este
paso, un fondo común a las dos inteligencias que lo posibilite y que lo
explique.
Este fondo común es el
espacio.
El espacio imaginado y el
espacio motor son ciertamente realidades distintas, entre las que puede darse
oposición y conflicto. Pero el espacio, es decir, una cierta ordenación, está
tanto implicado en la coherencia del lenguaje como en la coherencia del
movimiento. Para ambas cosas se precisa una cierta capacidad de intuición
espacial.
Esta teoría del espacio como
fondo común de toda inteligencia y como condición de paso, se encuentra ya
claramente desarrollada en 1937 en una comunicación de Wallon al Congreso
Internacional de Psicología. “El paso (de la actividad psicomotriz a la
actividad mental), parece producirse en el momento en que la noción de espacio,
dejando de confundirse con el espacio de nuestros movimientos y del propio
cuerpo, parece sublimarse en sistemas de lugares, de contactos, de posiciones y
de relaciones independientes de nosotros. Los niveles de esta sublimación van
del más concreto al más abstracto y en ellos se basan los distintos esquemas,
con cuya ayuda puede clasificar y distribuir nuestra inteligencia las imágenes
concretas o los símbolos abstractos a partir de los cuales le es posible
especular”.[63]
Cinco años más tarde, en su
obra de síntesis De l'acte à la pensée,
retomará y desarrollará esta teoría de base común, a la que dedica un capítulo
entero y las últimas líneas de la conclusión. “Con orientaciones inversas la
inteligencia discursiva y la inteligencia de las situaciones, aunque operando
una en el plano de las representaciones y de los símbolos, la obra en el plano
sensorio-motor; una a través de momentos sucesivos, la otra mediante la
aprehensión y la utilización global de las circunstancias, suponen ambas la
intuición de relaciones que se desarrollan en el espacio[64].
Y es en este contexto, unas
pocas líneas más allá, donde Wallon termina su obra con esta frase lapidaria ya
citada: entre el acto y el pensamiento la evolución se explica simultáneamente
por lo idéntico y por lo opuesto.
[V]
Igual que la realidad
psicológica que pretende abarcar, el pensamiento de Wallon se resiste a ser
reducido a proposiciones simples. Para mantenerse fiel a su pensamiento y no
traicionar sus mecanismos y sus matices, se repiten sus frases, se multiplican
las citas y se cae fácilmente en el cepo de la paráfrasis.
Sólo Wallon puede repetir a
Wallon y comentarlo. Y lo que puede parecer redundancia, es una profundización
progresiva, con nuevas aclaraciones, con hechos, con ejemplos, con
demostraciones que se multiplican de una obra a otra.
¿Cómo podría transferirse en
un informe la riqueza de los Origines de
la pensée chez l'enfant, ni siquiera parcialmente? Y es precisamente esta
riqueza de ideas y de hechos, desconcertante por su abundancia y el modo en que
se presenta lo que realmente permite comprender y seguir a Wallon.
La imagen que yo he dado de
él no es más que una pálida copia. Ojalá incite al lector, si aún no lo ha
hecho, a acudir al original.
4.
Psicología y materialismo dialéctico
El hombre cuyos ochenta años
celebramos hoy es probablemente uno de los más grandes sabios de que nuestro
país puede enorgullecerse.
Su campo es la psicología.
En esta ciencia, la más incierta y ambigua de las ciencias, Wallon ha realizado
una obra profundamente innovadora. No se ha limitado a aportar su piedra al
edificio común, añadir sus ideas a otras ideas: ha realizado una reorganización
total. Y si la psicología es realmente una piedra clave entre las ciencias de
la naturaleza y las ciencias del hombre, puede considerarse la obra de Wallon,
no sólo como una contribución a un campo especial y limitado, sino como una
aportación decisiva a la teoría del conocimiento.
Y sin embargo, a pesar de
las dimensiones de esta obra, a pesar de su originalidad, creo que Wallon es
aún un sabio poco conocido.
Sin duda su celebridad ha
traspasado ya hace tiempo nuestras fronteras. Y hoy mismo se le hacen homenajes
en el mundo entero. Pero estos homenajes no alcanzan, a pesar del fervor de sus
amigos y la estima de sus colegas, la universalidad que cabría esperar. ¿Cómo
se explican?
Simplemente, porque Henri
Wallon es un sabio marxista.
Los poderes públicos no
quieren honrar a un hombre que ha optado políticamente como él lo ha hecho. Y es
evidente que en el fondo es bastante normal. Pero también es claro que éste no
es el obstáculo esencial para el conocimiento y la comprensión de la obra de
Wallon.
[I]
Una ciencia verdaderamente
marxista es difícil de admitir y de comprender, no sólo por sus adversarios,
sino por los mismos marxistas.
Si el marxismo de Wallon es
muy a menudo considerado como una opción política sin gran relación con su obra
es porque por distintas razones no se ha comprendido bien la solidaridad que
une política y ciencia.
La clase obrera honra a
Wallon como a un camarada, como a un gran sabio, pero sin poder entrar aún,
está claro, en la comprensión íntima de su obra.
El mundo científico honra a
Wallon como a un colega de valor, pero sin querer y sin poder entrar en
general, en la perspectiva marxista que da a su obra su pleno significado.
¿Pero puede decirse que los
intelectuales marxistas mismos hayan realizado el necesario esfuerzo de
comprensión? Es más fácil hablar de marxismo que hacerlo. Es más cómodo repetir
citas que comprender el marxismo en sus nuevas creaciones.
Se ha hablado mucho
últimamente de un debilitamiento del pensamiento marxista. Siempre me ha
sorprendido que en los inventarios tendenciosos de la producción marxista se
hayan siempre dejado de lado los trabajos científicos. Evidentemente, si nos
referimos a los escritos puramente filosóficos, el inventario es muy breve.
Pero no es necesariamente en ese campo donde el marxismo se expresa
principalmente. Se expresa en la acción política y se expresa en el acto
científico.
Hay que buscar la fecundidad
del materialismo dialéctico en físicos como Langevin y Joliot, en biólogos como
Prenant y Georges Tessier. Y, tratándose de psicología, en Henri Wallon.
Quisiera mostrar aquí hoy
que el marxismo no está en Wallon superpuesto a su obra científica como un
simple pensamiento generoso, y mucho menos aún como el marco de un dogma. Que
es el mismo movimiento de su obra, el método gracias al cual Wallon ha podido
quebrar todo tipo de contradicciones doctrinales, para llegar hasta las
contradicciones propias de las cosas, para llegar hasta la mente humana en toda
su complejidad.
Por supuesto no se puede dar
en un cuarto de hora una panorámica completa y exacta de la obra de Wallon. Me
limitaré a algunos puntos de referencia, a algunas ideas clave.
[II]
Examinar a fondo la obra de
Wallon equivaldría a hacer a la vez el inventario de las dificultades claves de
la psicología y a entrever las soluciones que la ciencia puede aportar a esas
dificultades a la luz del marxismo. Situándonos de lleno en el plano de estas
grandes dificultades, podemos enunciarlas así:
¿Cómo
pasar de lo biológico a lo psíquico?
¿Cómo
pasar de lo individual a lo social?
O, en otros términos, si
hacemos una formulación aún más tradicional, ¿cuáles son las relaciones del
individuo y de la sociedad, cuáles son las relaciones del cuerpo y del alma?
Esta última cuestión puede
parecer muy anticuada, pero tiene al menos el valor de poner a la luz del día
una actitud metafísica y substancialista que otras formulaciones más sutiles
pretenden camuflar.
Por supuesto no da lugar,
desde el punto de vista de la ciencia, a admitir la noción de alma. Pero
mientras no se haya explicado, de forma realmente completa, cómo se opera la
promoción cualitativa de lo fisiológico a lo psíquico, el concepto de alma
subsistirá, lo queramos o no. Y subsistirá porque todos tenemos el sentimiento
de nuestro yo, de una autonomía, de una realidad espiritual que no es
reductible pura y simplemente a nuestra carne.
El materialismo mecanicista
que reduce el psiquismo a los correlatos físicos, o cierto tipo de positivismo
que, con Watson, suprime la conciencia para no dejar subsistir sino los
movimientos musculares, han tenido ciertamente su utilidad en un momento dado de
la historia y desde un punto de vista crítico y descriptivo. Pero ambos dejan
entero el problema esencial de la psicología, que es el de saber lo que es el
psiquismo como nuevo plano de la realidad: cómo este cuerpo es una persona,
cómo esos movimientos llegan a ser conciencia.
No se rechazan las
explicaciones teológicas y metafísicas porque se pretenda rechazar también una
explicación. Y decir que el problema está mal planteado no es negar su
existencia y, mucho menos, resolverlo.
Wallon no se ha instalado
jamás en un universo simplificado con el rechazo del espíritu y de la
conciencia. Se ha instalado de lleno en el corazón de una realidad compleja. No
ha negado el espíritu y la conciencia, pero tampoco las ha aceptado como
realidades en sí, como principios explicativos. Ha intentado comprender cuál
era su génesis, es decir, ha estudiado sus condiciones de existencia.
Si el mejor método para
comprender lo que es el psiquismo es ver cómo se ha formado, entonces la
psicología del niño parece ser un medio privilegiado para responder a los
problemas planteados por la psicología general. La psicología del niño es, en
Wallon, un estudio dialéctico del ser humano.
No quiero disminuir en nada,
al decir esto, el interés que Wallon dedica a la infancia por sí misma. Como
médico y como pedagogo no ha cesado de prodigar a los niños sus cuidados y su
ayuda. Y como psicólogo siempre ha considerado que cada niño y en cada edad es
un ser original que debe ser tratado con respeto y amor.
Pero nada sería más extraño
a la sensibilidad y al pensamiento wallonianos que una concepción del niño
impregnada de sensiblería y con concesiones a la puerilidad. Por su parte, su
concepción de la infancia es esencialmente dinámica. Es decir, que al mismo
tiempo que reconoce en el niño los caracteres que le son propios, le concibe en
relación con el adulto en que un día deberá realizarse ese niño en una sociedad
concreta. “El niño tiende al adulto, dice, como un sistema a su estado de
equilibrio”. Por otra parte la infancia no es sólo un objeto de estudio, un fin
en sí mismo, sino también un medio y un método de análisis. Para quien sabe
observar, la génesis realiza, al esclarecer las sucesiones, contradicciones,
superaciones, el más fino y objetivo de los análisis por que se da sin ningún
artificio.
Se ha podido decir que todas
las filosofías contemporáneas están marcadas por el dinamismo, por el
sentimiento del tiempo y de la duración. Pero la más célebre de ellas, el
bergsonismo, nos muestra hasta qué punto el mismo concepto de duración, de lo
que es más concreto en su punto de partida, puede convertirse en una pura
abstracción cuando se le vacía de todo contenido material.
Aunque Wallon se vincula a
su época -y a todo el movimiento de ideas iniciado hace cien años por el
evolucionismo de Darwin-, aunque él mismo fue alumno de Bergson en la Escuela
Normal, no se adhiere sin embargo en absoluto a esa filosofa mística de la
movilidad. La pura duración, la duración incondicionada no existe, sólo hay
seres que duran. Es decir, que nacen y se desarrollan en función de un estatuto
orgánico que les es propio y de las condiciones materiales y culturales de su
medio.
[III]
Si quieren situarse en orden
discursivo las principales ideas de Wallon, que en su obra se mezclan y solapan
siempre, habría que subrayar en primer lugar que el niño, desde su nacimiento,
es un ser a la vez biológico y social. Esta doble determinación suprime la
oposición radical del organicismo y del sociologismo. Pero, ¿cómo hay que
entenderla? ¿Qué quiere decir Wallon exactamente?
No hay que decir que el
comportamiento del recién nacido está determinado fisiológicamente. Pero, ¿en
qué sentido puede decirse que en ese momento es ya un ser social?
La respuesta es doble.
El niño es un ser social,
virtualmente. “La aparición de zonas cerebrales, como la del lenguaje, implica
la sociedad, dice Wallon, del mismo modo que los pulmones implican la atmósfera”.
En el hombre, lo social está pues implicado en lo orgánico. Pero esa
implicación, aun cuando sea primordial, no basta. Si Wallon se limitara a esa
afirmación, podría decirse de su obra que perfecciona el organicismo, pero que
no lo supera. El mérito de Wallon es el de llamar nuestra atención sobre el
hecho de que la impericia, la pobreza inicial del niño, es la condición negativa,
pero decisiva, de su socialización. “El individuo, dice, es un ser social, no
como consecuencia de contingencias exteriores, sino como consecuencia de una
íntima necesidad. Lo es genéticamente”.
Ha habido confusiones con
esta observación tan simple y a la vez tan nueva de Wallon. Piaget, el célebre
psicólogo de Ginebra, y algunos autores soviéticos se han sorprendido de que
pueda calificarse al recién nacido de ser social y han manifestado el temor de
que Wallon opere una reducción de lo social a lo biológico. Sin duda estos
autores daban a la palabra “social” un sentido diferente y eran incapaces de
comprender el razonamiento dialéctico de Wallon.
Conciliador respecto a las
palabras, pero firme en su posición, Wallon intenta hacerse comprender mejor. “Quizá
es exagerado decir que el niño es desde ese momento un ser social”. El recién
nacido es evidentemente un miembro de la sociedad, pero no por ello deja de ser
un ser primitiva y totalmente orientado hacia la sociedad. Tiene necesidad de
ser asistido “no sólo para alimentarle, sino también para cambiarle de una
posición desagradable, para sacarle de una penosa inmovilidad, para moverle,
transportarle, mecerle, limpiarle si se moja, para obtener la satisfacción de
sus exigencias más elementales y más urgentes. Resulta de ello que todas sus
actividades, todas sus aptitudes se polarizan... hacia las personas”.
Así, de esa observación
totalmente banal, Wallon saca una consecuencia de la mayor importancia y
paradógica a primera vista. La debilidad física del recién nacido da al ser
humano, desde el nacimiento, una dimensión social. Su debilidad inicial, la
condición de superioridad sobre las demás especies animales.
Este enfoque de Wallon sobre
la infancia del hombre nos aparta definitivamente del materialismo mecanicista,
del organismo. Para el organicismo, es el organismo tomado aisladamente lo que
se sitúa en el origen de los fenómenos propios de la vida y de todos los que
son propios de la sociedad. Por el contrario, para Wallon, la explicación está
en la acción recíproca incesante del ser vivo y de su medio.
[IV]
Hay que evitar aquí otro
malentendido que ha originado numerosas polémicas.
Wallon no niega
evidentemente la existencia de factores fisiológicos que puedan ser estudiados
aparte. Y por supuesto admite un plano de necesidades sociales que supere al
individuo tanto en el tiempo como en el espacio.
Pero si se trata del plano
psicológico, hay que comprender bien que el individuo no es una suma, una
yuxtaposición de factores biológicos y sociales.
En una respuesta a Piaget
que esta vez le acusaba no de organicismo, sino de sociologismo, Wallon
escribe: “No he podido disociar jamás lo biológico y lo social y no porque los
crea mutuamente reductibles, sino porque creo que en el hombre son tan estrechamente
complementarios desde su nacimiento que no es posible contemplar la vida
psíquica sino bajo la forma de sus relaciones recíprocas”.
Esta dialéctica de
relaciones aparece más claramente cuando hacia la edad de dos o tres meses, el
niño comienza a dirigirse a las personas que le rodean no sólo con llantos
relacionados con sus necesidades materiales, sino con sonrisas, que son los
primeros lazos afectivos con el medio, y con toda una mímica que es el lenguaje
antes del lenguaje.
Wallon elabora en la
observación de esa comunión afectiva con el entorno, y particularmente con la
madre, su teoría de la emoción, uno de los aspectos más importantes de su obra
y uno de los mejores aciertos del pensamiento marxista.
En las teorías clásicas que
estudian la emoción sobre todo en el adulto, se consideraba primordialmente la
emoción en sus aspectos negativos, en sus perturbaciones de la actividad motriz
e intelectual. Al estudiarla en sus orígenes en la primera infancia, Wallon ha
puesto de manifiesto que la emoción tenía funciones positivas de la mayor
importancia.
Ante todo, la emoción
realiza una unión estrecha, una simbiosis del niño con su medio, en un nuevo
plano de socialización. “A través de las emociones, dice Wallon, el niño domina
su medio antes de dominarse a sí mismo”. Las emociones son un medio de comunión
afectiva, pero son también un sistema de expresión, de comunicación. La
paradoja de la emoción es que es a la vez factor de perturbación y confusión, y
la condición primera, el principio de la vida intelectual en cuanto confronta
en un juego de alternancias, al niño y al otro.
Pero llegar a este
descubrimiento, muy empobrecido por mi exposición, no ha sido posible sino
mediante la observación de la emoción en sus orígenes, es decir, en el niño, y
admitiendo, como sugiere el método marxista, una lógica de la contradicción.
La teoría de la emoción nos
conduce de un modo natural a la noción de conciencia, que sin duda es la piedra
de toque de todos los sistemas psicológicos y de todas las ideologías. Bajo la
influencia del llamado behaviorismo, doctrina de origen americano y de
inspiración positivista, se ha excluido durante largo tiempo la noción de
conciencia de las investigaciones de laboratorio. Wallon, en una época en que
prevalecía esta actitud en los medios científicos, tanto en Francia como en el
extranjero, tuvo el mérito de rehusar esa condena de la conciencia. “Cualquiera
que sea la necesidad de reaccionar contra el rol tendencioso que intenta
hacerle jugar el idealismo a expensas de la realidad científicamente
cognoscible, es necesario admitirla, sin embargo, como una realidad junto con
todas las demás. La conciencia supone un sujeto que siente, conoce, delibera,
decide y en función del cual actúan las leyes de sus diversas actividades”.
Otra vez vemos en Wallon los
dos aspectos complementarios de una crítica positiva y negativa. Contra el
individualismo, niega a la conciencia y a la introspección la pretensión de
darnos una imagen fiel de las cosas y, menos aún, de nuestra vida íntima. Contra
el positivismo, mantiene que la conciencia es una realidad sin la cual la
psicología no es más que una suma de ciegas atestiguaciones.
A lo largo de toda su obra y
desde la titulada Les Origines du
caractère chez l'enfant hasta sus últimos artículos, se ha esforzado en
mostrar cómo emerge la conciencia, cuáles son sus condiciones materiales, a
través de qué contradicciones y fluctuaciones se desarrolla tanto en el niño
como en la historia de las civilizaciones y a través de las luchas sociales.
Hace un instante hablábamos
de las primeras manifestaciones emotivas en el niño. “Es esa, para Wallon, la
primera fase por donde pasa la conciencia del niño”.
La primera condición
material de la conciencia es, evidentemente, la maduración del sistema
nervioso. Pero es, en última instancia, el resultado de continuos intercambios
de orden afectivo, motor, verbal, e intelectual, entre el niño y su entorno. El
niño conquista poco a poco, en una confrontación permanente con los seres y con
las cosas, esa imagen de sí mismo. La conciencia de sí y la conciencia del otro
se perfilan en un mismo esfuerzo, a partir de la confusión primitiva.
Tampoco aquí se da el paso
de una individualidad cerrada a un ser socializado, sino una construcción
solidaria de la individualidad y de la sociabilidad.
[V]
Debo excusarme por haber
sido tan extenso y a la vez por haber hecho una exposición tan esquemática de
la obra de Wallon. Brevedad y fidelidad no eran conciliables en este caso.
Esta exposición no ha dado
una idea exacta de la obra de Wallon, de su riqueza, originalidad y dificultad,
pues Wallon no es un autor fácil. Y no lo es, no por el tecnicismo de su léxico
sino porque nos obliga a pensar en términos dialécticos. En suma, Wallon es
marxista en todo el proceso de su pensamiento.
¿En qué se traduce esa
actividad para un sabio? El mismo Wallon nos lo dice en un artículo aparecido
hace algunos meses: “El conocimiento del materialismo dialéctico permite
descubrir o explicar las formas variadas de la causalidad: conflictos autógenos,
resolución de contradicciones, acciones recíprocas, etc. Es tanto más necesaria
cuanto el objetivo de estudio presenta relaciones más complejas, más
embrolladas, más sutiles, más frágiles, más variables, entre factores de
aspecto más heterogéneo, como es el caso en la psicología, punto de unión entre
las llamadas ciencias de la naturaleza y las llamadas ciencias del hombre”.
El materialismo dialéctico
es pues un método de trabajo y no un conjunto de dogmas.
El materialismo dialéctico
no es una dialéctica verbal, un malabarismo de palabras clave, sino el
descubrimiento activo de la dialéctica de las cosas.
El marxismo es, en suma,
sentido común. Pero el sentido común del hombre nuevo, del hombre del mañana,
un sentido común que todavía no nos es familiar. Henri Wallon lo poseía.
Por eso su obra es tan
desconcertante, tan renovadora y tan sorprendentemente esclarecedora cuando
llegamos al fin a comprenderla.
Ese hombre, este camarada al
que expresamos esta tarde nuestros sentimientos de afecto y admiración es, no
sólo un gran sabio, sino también un precursor. En el futuro, espero que próximo
sus ideas darán su fruto.
He escrito y hablado
demasiado de la obra de Wallon sin decir nada de él en cuanto hombre. Quiero
hoy ocuparme de él. Además, ¿me sería a mí posible, habiéndole conocido durante
más de treinta años, exponer de forma abstracta e impersonal sus ideas? La
comprensión de una obra es algo totalmente distinto cuando se la ha podido
captar, día a día, en su creación, en su desarrollo, cuando se la ha asociado
indisolublemente al rostro del autor, de modo que la trama de esta obra aparece
a la vez, extrañamente, necesaria y contingente. ¿Es una comprensión mejor o
peor? No lo sé. Probablemente depende de la fuerza interna de la obra y de la
nuestra propia.
Mi comprensión de Wallon, en
todo caso, está hecha de simpatía tanto como de razón. Sus escritos me hablan
con su voz, con la entonación de la voz que conozco de tal palabra, tal frase,
tal argumento, vacilante o perentorio. No puedo meditar sobre su obra sin
escucharle, sin verle.
Cuando intento, sin embargo,
encontrar, al cabo de los años, la correspondencia entre su rostro y su
pensamiento, no lo consigo. Tengo la sensación de seguir sin ruptura, en su
continuidad, el pensamiento de Wallon, que se amplía de una obra a otra. Pero
del propio Wallon no conservo sino imágenes discontinuas, la de la madurez y la
de la vejez. Algo parecido a lo que nos ocurre con los retratos de Víctor Hugo,
entre los que nos es imposible restablecer cualquier tipo de filiación, de
reconocer, por ejemplo, en la fotografía del exilado de Jersey, la figura
romántica grabada por Devéria.
No percibimos la lenta
duración de la vida ni en los demás ni en nosotros mismos. En esto no nos
distinguimos de los niños. Reconocemos y reconstruimos la duración, real o
imaginaria, a través del movimiento mismo de nuestro pensamiento, y tanto más
fácilmente cuanto no nos perturbe la fascinación de hitos demasiado concretos,
recuerdos demasiados vivos. Podemos reconstruir así el desarrollo de una obra,
de una vida, pero jamás la metamorfosis, el envejecimiento de un cuerpo, de un
rostro.
A decir verdad, raramente
nos damos cuenta de esta discontinuidad del recuerdo, y cuando la constatamos,
nos conforta una profunda convicción de identidad y de continuidad. Es el mismo
hombre tras la multiplicidad de sus rostros, es la misma mirada de él a mi la
que nos une, una mirada que no puede envejecer. Hemos matado, juntos, al
tiempo.
Su mirada. Acabo de escribir
estas dos palabras y le recuerdo de pronto.
Una tarde de invierno, su
último invierno. Wallon inmóvil, como petrificado en su sillón. Sobre su mesa,
papeles, revistas, su máquina de escribir. Alrededor de él algunos amigos, sus
alumnos, sus colaboradores. Discutimos. El nos escucha. Sus fuertes manos, en
las que brillan algunos pelos rojos, parecen clavadas a los brazos del sillón.
Su cabeza, ligeramente inclinada, no hace un solo movimiento. Pero su mirada va
de un interlocutor a otro. Todo lo que le queda de vida se ha refugiado en ese
rostro. Rostro lleno de color, casi rosa, bajo la suave aureola de pelo blanco.
Rostro que recorre de vez en cuando un estremecimiento, como una onda de
emoción. Nos volvemos hacia él, le pedimos su opinión. Duda, como si buscara
sus palabras y su voz. Habla. Su voz, débil y frágil, se hace más firme. Con
gran sencillez, modestamente, da su opinión, examina nuestros argumentos,
ordena poco a poco nuestras ideas. Con un parco gesto, levanta la mano...
Tan diferente y sin embargo
tan profundamente parecido al hombre que vi, que escuché por primera vez hace
un tercio de siglo. Mil novecientos veintinueve. Erraba yo de un curso a otro
por los corredores de la Sorbona, buscando no sé bien qué. Entro en el
anfiteatro Guizot. Por azar o por curiosidad. Es un jueves por la tarde. El
anfiteatro está ya lleno, minutos antes de que empiece la clase. Me quedo de
pie, dominando la ruidosa multitud de estudiantes. Suena la hora y, al punto,
junto a la silla, se abre una puerta por la que entra el profesor. Con paso
rápido va hacia la inmensa mesa, donde brilla la pantalla verde de una lámpara.
No me da tiempo a prepararme, de situarme, de cambiar progresivamente las
velocidades. Wallon ya se ha lanzado. Sin frase de introducción, sin búsqueda
de contacto con el público, entra de lleno en el tema, como empalmando con la
última palabra de su última lección, y sin siquiera tomarse el trabajo de
sentarse. Está de pie, derecho, con los dedos de las manos apoyadas sobre la
mesa inundada de luz. Habla. La voz alta de tono. La elocución es igual, sin
inflexiones, sin pausas calculadas. Wallon no es un orador y no intenta serlo.
Su voz no posee ninguno de los encantos ni utiliza ninguno de los artificios
que suelen captar a un auditorio. Y sin embargo lo ha captado, a juzgar por mí
mismo y por el silencio que ahora reina en el anfiteatro. Sin duda la total
desnudez de su palabra, su ausencia de arte, nos pone en contacto directo con
su pensamiento y quizá ocurre también que la secreta emoción que dificulta su
avance, da a este pensamiento una insospechada fuerza de penetración.
Después, mucho después,
cuando Wallon me desaconseje el servirme de los artificios tipográficos, como
la bastardilla, por ejemplo, para resaltar una idea, tendré una explicación o
una justificación del tono que da a su enseñanza: la fuerza de tu
argumentación, me dice entonces, debe bastarse a sí misma y después, al exponer
los hechos, es necesario que dejes a tu lector una cierta libertad para verlos,
para organizarlos de otro modo al que tú lo hayas hecho. Al subrayar una frase,
un argumento, corres el riesgo de fijar tu texto, de privar al lector de su
libertad de interpretación.
Pero de momento, en ese
primer encuentro, no sabría qué hacer con esa libertad. No son las ideas lo que
percibo, sería incapaz de ello, sino las palabras, un estilo y, a través de
este estilo, adivino a un hombre. Ese hombre rojo alto me choca por su
sorprendente juventud. Aunque los recuerdos que conservo de ese día hayan
sufrido una lenta metamorfosis de modo que tienen para mí el color indeciso del
sueño, esa impresión de juventud es demasiado viva, demasiado brusca para que
pueda dudar en eso de mi memoria. Juventud de la voz, juventud del aspecto. Es
el momento en que descubro con sorpresa que los adultos pueden ser jóvenes.
Henri Wallon tiene exactamente cincuenta años. Yo no tengo veinte aún. Estoy en
ese umbral de la vida en que la perspectiva de las edades se modifica
bruscamente. Apenas pasada la infancia se dice entonces que las personas
parecen más jóvenes de su edad, y es esta una observación tan frecuente que
resulta insólita. Probablemente los signos y la significación de la juventud no
son ya entonces los que eran unos años antes. De niños damos a la juventud el
rostro de la infancia, una simple apariencia exterior; de adolescentes la
descubrimos en nosotros mismos, y después fuera de nosotros, en la
disponibilidad, el entusiasmo, la sinceridad que animan un rostro. El que posee
entonces esa cualidad espiritual de la juventud, conservando a la vez todo el
prestigio del adulto, tiene vocación de modelo y de maestro.
En este primer día Henri
Wallon se me presenta así. Y esta imagen de Wallon, esta “idea” más fuerte que
el tiempo no se borrará nunca.
Pero, ¿qué pude retener de
lo que dijo? ¿Con qué vincularle? No había leído nada de él. Sólo sé que
profesa opiniones heréticas, en psicología y en política. En política, en el
plano de nuestras acciones estudiantiles, I. Meyerson, ayudante entonces en la
Facultad de Letras, nos es mucho más cercano. En psicología no conozco gran
cosa y, además, bajo la influencia de Bouglé y de Fauconnet, he optado por la
sociología contra la psicología. Me proclamo seguidor de Durkheim y rechazo la
psicología. Pero la reputación de Wallon es de organicista. El organicismo es
todavía una forma de negar la psicología. Sobre este malentendido, pues,
basándome en esta reputación falsa y malintencionada, estoy dispuesto a hacerme
partidario suyo. ¿Cómo podía saber además que el tupido tejido de sus frases, en
el que probablemente me chocan términos extraños de biología, es el origen de
lo que llegará algunos años más tarde a ser la famosa obra Les Origines du caractère?
Asisto al nacimiento de una
obra, de una creación magistral que subvierte las perspectivas de la
psicología, y no sé nada. Miro, con toda ingenuidad, a un hombre que da su
clase, y ese hombre me agrada.
Será cinco o seis años más
tarde, cuando aparezca ese curso en las librerías, cuando yo descubriré su
significado, y mucho más tarde aún, no hace tanto tiempo, a decir verdad,
cuando sepa situarlo en la génesis de su pensamiento. El curso sobre Les Origines du caractère chez l'enfant
sigue a L’Enfant turbulent y es su
prolongación o, más exactamente, su desarrollo. Y L’Enfant turbulent, presentado en 1925 como tesis de doctorado en
letras, si bien no me atrevo a decir que es el principio absoluto de la obra de
Wallon, sí me parece al menos que marca el principio de la era walloniana en
psicología.
Un primer libro (si dejamos
aparte la tesis de medicina sobre Le
délire de persécution, publicada en 1909). La primera formulación, la
primera ubicación de un pensamiento, de una tesis, en el sentido más completo
de la palabra. Pero el título comercial de este libro limita hasta traicionarla
a su verdadera intención. El subtítulo es más satisfactorio, “estudio sobre los
retrasos y las anormalidades de desarrollo motor y mental”. Pero todavía peca
de modestia. Ciertamente son sólo los niños anormales los que proporcionan a
Wallon las observaciones sobre las que se ha construido la tesis. Pero la
construcción supera en mucho la psicología patológica. Esta es sólo un método
de aproximación para alcanzar las leyes generales del desarrollo. La
descripción de los síndromes psicomotores que constituye la segunda parte de la
obra, dibuja con un efecto de amplificación en que el análisis de las causas es
ya más fácil los tipos observables en los sujetos normales, declarando, desde
la primera línea de la introducción, la intención de reformular el problema,
muy general, de las relaciones entre la actividad mental y el movimiento. En la
primera parte, a través del rodeo por la patología, llega de hecho a revelar
los primeros estadios del desarrollo normal del niño. Y es entonces cuando
Wallon enuncia, de forma ya completa y perfecta, desde el primer momento, su
concepción de la emoción, sin duda la pieza primera y fundamental de toda su
obra. En 1925, en un trabajo que se presenta inexactamente como una psicología
del niño difícil, lo que propone es una solución al problema clave planteado de
las relaciones entre motricidad, emoción y psiquismo. La noción de estas
relaciones ya era corriente en psicología, pero oscura, confusa y
contradictoria entre los diversos autores. Reconsiderando esta noción, y
desembarazándola de las falsas facilidades del paralelismo y del organicismo
tradicionales, Wallon libera una reflexión prisionera hasta entonces de una
lógica demasiado simple. No hace nada menos que volver científicamente pensable
lo que los metafísicos conocen como problema de las relaciones entre el cuerpo
y el alma.
Sustituir por el concepto de
relaciones recíprocas el de una causalidad unilateral y mecanicista es ya un
progreso, pero todavía no es ir suficientemente al fondo de las cosas. Es
preciso hablar de implicaciones: implicación de la futura sociabilidad del niño
en sus primeras reacciones corporales, implicación mutua entre los factores de
origen orgánico y de origen social que intervienen en la génesis del psiquismo.
La motricidad es en la especie humana una función de expresión antes de ser
también, pero mucho más tarde, una función de realización. Expresión, es decir,
intercambio, relación con otro. A través de sus gestos, de sus posturas, de sus
actitudes, el niño, incapaz todavía de efectuar nada por si mismo, actúa sobre
su entorno y por intermedio de su entorno al tratar de satisfacer sus
necesidades y sus deseos. Así, mediante encadenamientos extremadamente precoces
-y en esa condición de incapacidad inicial del niño-, el movimiento se
convierte en gesto, el tono muscular, en mímica; es decir, en conductas,
comportamientos cargados de significación humana. Pero la significación y la
eficacia de estos comportamientos no son, evidentemente, de naturaleza
intelectual como lo será más tarde, en gran parte, el lenguaje. Se basan en la
emoción; la emoción que desencadena estos comportamientos y que estos
comportamientos traducen, canalizan, amplifican. La emoción es indisociable de
sus expresiones tónicas: posturas, actitudes. Y las primeras relaciones con otros
se establecen precisamente a través de la emoción. Relaciones de comunión, de
contagio. Pero progresivamente se perfila una distinción en esta confusión
primitiva. Por la resistencia de otro, y también por una especie de
complacencia del niño en producir sus propias reacciones emocionales, en
probarlas, en diversificarlas, en dárselas a sí mismo como espectáculo. Así la
emoción, que funde primero al niño con su medio a través de las sensaciones más
confusas, más arcaicas, introducirá un día la noción de otro y la conciencia de
sí.
De este modo da Wallon su
papel a la emoción en la génesis del psiquismo. Antes de convertirse en “una
antena entre el mundo interior y el extraño”, es el primer comportamiento en el
que aún no existen las diferenciaciones entre lo psíquico y lo fisiológico,
entre el yo y el otro, pero que preludia estas diferenciaciones.
Esta concepción de Wallon,
mal conocida todavía hoy por los filósofos -esas personas que hacen profesión
sin embargo de pensar los problemas humanos a su nivel más elevado-, asimilada
imperfectamente por los mismos psicólogos y que no ha dado aún por tanto todo
su fruto, esa reorganización de la psicología genética, es una obra de madurez.
Wallon ha trabajado largos
años antes de llegar a ella y él mismo la presenta como resultado a la vez de
una maduración y de una conversión. La tesis sobre L'Enfant turbulent estaba ya prácticamente ultimada en vísperas de
la primera guerra. Estaban redactadas todas las observaciones, comentadas y
casi coordinadas en agosto de 1914. ¿En qué perspectiva exactamente? Es
probable que nunca lo sepamos. Lo que sabemos es que, después de la guerra, que
ha hecho como médico de batallón, Wallon abandona su primer manuscrito y
comienza una redacción totalmente nueva. ¿Qué ha ocurrido? No dice gran cosa en
su prefacio de L’Enfant turbulent,
salvo que su trabajo de 1914 no responde ya a su actual concepción. Doce años
más tarde, en 1937, en el proyecto de enseñanza que redacta para su candidatura
al Colegio de Francia, se explica más extensamente.
Es el examen de adultos
heridos de guerra lo que dará a Wallon su perspectiva en psicología genética.
Es la constatación de perturbaciones profundas y duraderas debidas
exclusivamente a la emoción, sin ninguna lesión del sistema nervioso, lo que le
va a llevar a superar la concepción estrechamente fisiológica de la emoción y a
resolver así al mismo tiempo las contradicciones de las doctrinas clásicas.
Refuerza así el análisis
neurológico de la psicomotricidad mediante el estudio de los trastornos causados
por las heridas localizadas en los distintos niveles del sistema nervioso, y
descubre al mismo tiempo en las expresiones emocionales un aspecto que no
pertenece a la neurología, ni siquiera a la fisiología entendida en un sentido
más amplio, sino al plano de las relaciones interindividuales, a la psicología.
De modo que la comparación de dos categorías de enfermos establece la
complementariedad de dos planos de explicación y comprendemos entonces cómo
nace en Wallon esta idea según la cual los factores biológicos y los factores
psico-sociales están ligados indisolublemente en todo comportamiento humano: lo
que está en el origen de esta idea, esencial para Wallon, es el análisis de la
emoción.
Los anteriores trabajos de
Wallon dedicados a la infancia, le preparaban para interpretar de un modo
original sus observaciones de guerra y, por efecto de rebote, estas
observaciones iban a permitirle iluminar sus trabajos anteriores con una nueva
luz. Se observa entonces en vivo el proceso de comparación que pasa a la
intuición racional repentinamente descubierta: la fase puramente emotiva por la
que pasa todo niño, es a la vez comparada con los trastornos de origen afectivo
observados en los adultos y con el nivel que ocupan en el sistema nervioso los
centros coordinadores de los mecanismos emocionales. Ha nacido la teoría
genética de la emoción y, con ella, la idea directriz y organizativa de toda la
obra de Wallon.
En ese jueves por la tarde,
en que escucho a Wallon sin comprenderle, hace ya cuatro años que esa teoría ha
nacido o, en concreto, que ha sido publicada.
¿Cómo podía comprenderle yo?
Muchos, más al tanto que yo, no la han escuchado o la comprenden al revés.
Habitualmente los médicos-psicólogos reducen la mente a lo orgánico o, con más
frecuencia hoy día, se desprenden por el contrario de su bagaje médico para
profesar la psicología y practicar la curación mental con una seguridad
doctoral, tanto más discutible cuanto que no tienen de doctor más que el
título, ya que rechazan como inútil o falaz todo lo que han podido aprender
como médicos.
No es pues de extrañar que
se haya clasificado a Wallon alternativamente entre uno y otro tipo de estos
médicos abusivos. A pesar de no ser de ninguno de ellos. Wallon es un hombre
desconcertante. Define la psicología como plano original de la realidad, pero
la condición material, una de las condiciones materiales del psiquismo, sigue
siendo para él lo orgánico. En cuanto psicólogo va más allá de la neurología,
pero no la niega: la integra en el plano de las conductas confiriéndole así un
nuevo significado.
La dialéctica es esto. Y yo,
que en esa época me apasiono por Hegel, que me gusta hacer malabarismos con las
oposiciones y las conciliaciones de las tríadas dialécticas, no me doy cuenta
de ello. Y es que precisamente no hay en Wallon ningún malabarismo. Su
dialéctica es esfuerzo y no juego intelectual.
Y sin embargo, en la lección
de ese día no hay quizá nada que me permita descubrir' a Wallon. Pero ese día,
u otro cualquiera, Wallon no es un hombre que se dé en espectáculo, ni un autor
que comente su propio pensamiento, ni un profesor que lleva de la mano a sus
alumnos. Sigue su difícil camino por atajos o vericuetos, y le sigue quien
puede.
La explicación o la
justificación de este modo de hacer tan poco didáctico, al menos en apariencia,
la tendré más tarde, cuando le ayude en la enseñanza. Estamos en 1937. El
primer año de Wallon en el Colegio de Francia. Una delegación de estudiantes me
viene a ver para que les explique ese curso que tanta dificultad les cuesta
seguir. Antes de aceptar se lo cuento a Wallon. Se asombra de la iniciativa y,
a medias molesto, a medias divertido, me prohíbe explícitamente dedicarme a ese
trabajo de repetidor. Quizá piense que no soy capaz y es demasiado cortés para
decírmelo. Pero justifica su negativa de un modo muy distinto: los estudiantes
deben realizar una profunda conversión de su manera de pensar para entender la
psicología. Lo que les molesta en mi curso, dice, no es la terminología, para
la cual les bastaría un diccionario, es su encadenamiento, una forma
desacostumbrada de plantear los problemas, de captar las causalidades, de
aceptar y analizar las contradicciones reales a que nos enfrentamos en
psicología. Lo que esperan de ti es una traducción de mi curso en su lógica
habitual. Eso sería anular lo que quiero enseñarles. El único método válido es
que trabajen sin traducción. Que se echen al agua, inmediatamente. Al principio
será difícil, pero se acostumbrarán. En cuanto a los que no puedan sobrenadar,
qué se le va a hacer: de todos modos no tienen gran cosa que perder. Y tú queda
tranquilo, es algo a arreglar entre los estudiantes y yo.
No garantizo la exactitud
literal de las frases que acabo de reconstruir, después de veinticinco años,
pero debo declarar hoy que han pesado con toda su importancia sobre mi propia
actividad en la enseñanza, provocando en mí malestar y ansiedad cada vez que
debo hablar de la obra de mi maestro, ahora o después de aquel mes de febrero
de 1942, cuando Wallon, interdicto por las autoridades de Vichy, me encargó que
le supliera: iniciar a las generaciones sucesivas de estudiantes al pensamiento
de Wallon, sin traducirle, sin traicionarle.
El valor de su razonamiento
es incontestable, y he hecho ya muchas veces la experiencia para poder ponerlo
en duda. Pero su forma de enseñar, lo mismo que los temas favoritos de su
investigación, están muy estrechamente ligados a su temperamento, a su
sensibilidad, como para no tenerlos en cuenta en una evocación como ésta.
Los contactos humanos, la
relación con otro, han sido siempre problema para Wallon, y no sólo en su obra,
sino también, y ante todo, en la vida cotidiana. Wallon es un tímido. Pero esto
no es decir mucho. Todos somos tímidos y hay mil formas de serlo, de
compensarlo y de enmascararlo.
La timidez de Wallon está
vibrante de emoción. No es la de los seres mezquinos, huidizos, timoratos, que
se ponen al abrigo de las miradas y de los golpes. Wallon da la cara y se
lanza. Como en cada clase, cuando se precipita hacia su silla y, bruscamente, se
pone a hablar. En la confrontación con un visitante, o un día de examen con un
candidato, es otra cosa. Busca el contacto que su emoción obstaculiza tanto
más, cuanto que ésta es contagiosa. La palabra se hace entonces breve, seca, o
bien por el contrario, gracias a no sé qué imponderable, trémula de pudor, casi
de humildad.
Cuando Wallon describe la
reacción de prestancia, las paradojas de la emoción, la necesidad y las
dificultades de las relaciones con los demás, se tiene la impresión de que lo
que nos entrega son confesiones sobre sí mismo. Lamento entonces que haya
hablado tan poco de las relaciones entre personalidad y personaje. Se ha dicho
que el ser humano asume en cada contacto un rol que debe representar a
continuación v que así se forma su personalidad. El no tiene rol ni personaje.
Recuerdo a Wallon, ministro de Educación Nacional en 1944, asumiendo sus
funciones oficiales con una ingenuidad que desarma, yendo a pie al Ministerio
por discreción, por no molestar a un chófer... En la cadena de recuerdos, y
asociación por contraste, surge en mi memoria la figura de Paul Langevin, lleno
de facilidad, de urbanidad, de encanto: un personaje. Langevin y Wallon, dos
hombres tan próximos por inteligencia, generosidad, tan íntimamente amigos ¡y
sin embargo tan diferentes!
Con la edad, lo que había de
difícil en el acceso a Wallon, se fue dulcificando hasta desaparecer y, en los
últimos años, sólo subsistía de sus antiguas actitudes la tímida sonrisa
afectuosa y los temblores, el súbito rubor del rostro.
Pero aunque la expresión era
más tranquila, más serena, su sensibilidad seguía siendo la misma. Una
sensibilidad hacia los demás, una sensibilidad hacia sí mismo, una conciencia
aguda del menor gesto, de la intención adivinada o imaginada, la tensión que
una sola palabra podía disolver o agravar, el ofrecimiento de una mirada y la
reserva, la discreción y la necesidad de comunión.
¿Se aplicará algún día a
Wallon el análisis que él mismo ha facilitado de las complexiones
psicomotrices? Se sugerirá entonces seguramente que la torpeza de sus
movimientos, la paratonía de sus actitudes, explican su carácter. Será una
explicación muy somera.
Lo que es cierto y lo único
que ahora nos importa, es que Wallon ha vivido con intensidad la complejidad,
la perplejidad de las relaciones interpersonales, y que gracias a esta
experiencia, dolorosa unas veces, exaltante otras, ha llegado a ser el
psicólogo que conocemos.
Gracias a esta experiencia,
a su emotividad vigilante, a ese calor y a esa fuerza sacadas de las fuentes
más profundas, ha sabido dar la vuelta, en el campo de la psicología, a las
antiguas categorías intelectuales: no renegando de la razón ni siquiera
imponiéndole los límites, sino por el contrario, para descongelarla,
vivificarla y conferirle ilimitados poderes de conquista.
Se ve entonces que la
timidez de Wallon tiene como contrapartida una inesperada audacia al nivel de
las ideas. Contra los psicólogos que buscan la seguridad en una investigación
demasiado estrecha o que toman un seguro contra todo riesgo mediante minuciosos
cálculos estadísticos, él opone la fecundidad de las hipótesis. La búsqueda
intelectual, dice, no puede reducirse nunca a la simple aplicación mecánica (le
técnicas, aunque sean intelectuales. Así, por ejemplo, cuando se constata que
una correlación entre dos series de hechos no es significativa
estadísticamente, eso no elimina totalmente la existencia de una relación real.
La estadística no responde más que a las cuestiones que se le plantean, y ni
siquiera siempre es capaz de hacerlo.
A Wallon le gusta el riesgo
y considera el riesgo como una necesidad. Sin duda de este modo ha sido llevado
a hacer afirmaciones discutibles, a errores a veces. Pero es el precio justo
que hay que pagar, aceptando el pago, para ir en vanguardia por los caminos del
descubrimiento.
Se ha dicho frecuentemente
que Wallon es un hombre de intuición. Es exacto a condición de que con ello no
se pretenda sugerir que la inspiración sustituye en él al proceso intelectual.
En todo caso, como muy bien
ha dicho Minkowski, la intuición no es en Wallon subjetividad. Los primeros
escritos metodológicos de Wallon señalan un rechazo categórico del método
subjetivo en psicología, una crítica severa de la introspección. La intuición
es simpatía, participación afectiva, pero también fuerza estructurante de los
datos objetivos. Wallon se explica claramente a este respecto. Si el objetivo
del psicólogo es la explicación del individuo, dice, si el objeto esencial de
la psicología es la personalidad más íntima del sujeto, entonces la descripción
no podría consistir en la simple recolección de caracteres antes dispersos y
disociados. La identificación de estos caracteres “supone habitualmente una
especie de intuición adivinatoria que precede a la visión neta de los detalles
y que nos incita a verificar su existencia.” Por ejemplo, un tipo psicológico
no se capta a menudo en su fisionomía propia “sino a través de una especie de
intuición plástica. Interviene aquí el genio del observador.”
Felizmente este genio no
exige que se sea genial. La intuición es sólo un momento de la investigación,
aunque un momento necesario, ya se trate del diagnóstico individual o de la
construcción de una teoría. La intuición es precedida, preparada, por la
experiencia, la reflexión, y la debe seguir un análisis escrupuloso. “El
contacto siempre inmediato que el psicólogo debe guardar con la realidad
concreta, no es un contacto cualquiera. Debe delimitar en él el objeto propio
de sus estudios.” Será así en esos límites donde se aplique la verificación experimental
y el control estadístico en su caso.
La ciencia progresa pues,
como bajo la acción de un movimiento alternativo del pensamiento, entre la
intuición y el análisis intelectual. Wallon desconfía por eso de todo lo que
amenace inmovilizar el pensamiento, de todo lo que parezca postular la fijeza
de lo real: la práctica de los tests, por ejemplo, o, en el campo de la
biología, la teoría cromosomática de la herencia. Sería conocer mal a Wallon el
creer que sus posiciones contra la testología y contra la genética traducen,
aunque sea mínimamente, un conformismo con la ideología soviética de una época
determinada. Proceden en él de una convicción muy personal, de una reserva que,
por otra parte, no tiene nada de dogmática. Dejemos a un lado la genética que
no es de su competencia y sobre la cual tuvo además la prudencia de no
pronunciarse públicamente, mientras tantos otros, hasta los poetas, se
ridiculizarían amalgamando ciencia y política. Sobre el método de los tests,
por el contrario, Wallon se explica con frecuencia y extensión. Si el tono de
sus explicaciones varía de una época a otra, según se trate de divulgarlo, como
alrededor de 1930 cuando publica Psychologie
appliquée, o, por el contrario quince años más tarde, de combatir el abuso,
su actitud fundamental en relación a este método no ha cambiado nunca. Ve en
él, igual que en la estadística de la que es solidario, “un precioso
instrumento de investigación y de análisis”. Mejor aún, el medio de “relacionar
los diferentes aspectos o aptitudes del individuo, con los efectos observados
sobre las colectividades o las categorías apropiadas de individuos”.
Ciertamente, añade, testar a un individuo, es encuadrarle en un sistema
impersonal de referencias, pero no es ahogar su personalidad. Por el contrario,
es poner “en evidencia los indicios personales que parecen irreductibles y que
atestiguan la originalidad del desarrollo propio de cada individuo”.
En conclusión, explica en su
proyecto de enseñanza presentado en 1937 al Colegio de Francia, “me he dado
cuenta de que, a los métodos psico-biológicos, era necesario añadir otros,
puesto que las relaciones psicobiológicas no forman un sistema cerrado, sino
que se abren sobre posibilidades de existencia, cuyo número y variedad aumentan
con la diferenciación de la actividad humana y las condiciones de ambiente que
realiza. El método más objetivo y más concreto de conocer la influencia de
estas condiciones (...) es el método de los tests”. Y no dejará de utilizar
este método en su consulta para niños.
Pero lo que teme, porque lo
observa con demasiada frecuencia, es la actitud perezosa que acompaña a menudo
a la práctica de los tests, la esclerosis de la observación, la confusión entre
la realidad y el instrumento de su descripción, la reducción de la individualidad
a un mosaico de rasgos, la definitiva fijeza de una cifra. Y Wallon vitupera la
imbecilidad del testólogo, la dimisión del psicólogo.
La misma timidez y audacia
se descubren en la vida de Wallon según se trate del compromiso personal o de
la promoción social y la carrera académica.
El carácter de Wallon tenía
algo de provocador y de ingenuo: como cuando, por ejemplo, en el frente de
Madrid, durante la guerra de España, permanece de pie sobre un parapeto
negándose a ponerse al abrigo de las balas; como cuando en la ocupación
alemana, milita en la Resistencia pero rehúsa entrar en la clandestinidad al
ser prohibido su curso por Vichy, y mientras, todos tememos cada día su arresto
por la Gestapo. Siempre recordaré su reacción de indignación y de vergüenza, su
cara bruscamente roja, ante mi relato del desastre de Dunkerque. Cuando se
tiene miedo no se retrocede, me dispara con una voz temblorosa de emoción, se
huye hacia adelante.
No es este el tipo de valor
que mejor va para tener éxito en el medio universitario. Hace falta una
elasticidad, una cierta flexibilidad, una afirmación de sí, pero que no
provoque demasiada desconfianza o inquietud, un sentido estratégico, en fin, ya
que no de intriga, de que Wallon carecía por completo. Y su carrera fue difícil.
Sus amigos han pretendido que una oposición política ha frenado siempre su
promoción. Es posible e incluso probable. Pero esta oposición era tanto más
eficaz cuanto que Wallon era incapaz de maniobrar contra ella. Ha permanecido
en la Sorbona durante largos años en situación precaria, encargado de
conferencias fuera de curso: no se ha sabido asignarle una cátedra.
Ha sido fuera de la Sorbona,
gracias especialmente a la combatividad de Henri Piéron, su camarada de
juventud, su amigo de siempre, como Wallon ha podido dar su medida. Primero en
la Escuela de Altos Estudios, donde Piéron hacía integrar en 1927 el
Laboratorio de Psicobiología del niño, creado por Wallon algunos años antes con
medios irrisorios, en el vestuario abandonado de una escuela de suburbios.
Después, diez años más tarde, en el Colegio de Francia.
Su nominación para el
Colegio de Francia, como sabemos hoy gracias a un reciente artículo de Piéron,
fue obtenida con justicia. La Asamblea del Colegio había aceptado a Wallon
desde 1935, pero hubo que esperar dos años para que fuera firmado el decreto
permitiendo la creación de la nueva cátedra. Piéron escribe: “Wallon,
naturalmente, se inquietó y sufrió por este retraso, revelador de manejos e
intrigas.”
Cuatro años más tarde, en
1941, ocurría la prohibición del curso por Carcopino, antiguo condiscípulo de
Wallon y ministro de Pétain. El curso continuó tras la Liberación, pero en 1949
Wallon era jubilado, a la edad legal, sin que se le tuvieran en cuenta los años
perdidos bajo la ocupación alemana.
Parecía sin embargo que
debía proseguir su carrera docente: con ocasión de las jornadas internacionales
de la infancia organizadas en su honor en París en 1950, la Universidad de
Cracovia le llamaba a ocupar una cátedra de psicología del niño.
Pero la desgracia le iba a
golpear terriblemente. En 1953 moría Germaine Wallon, su mujer y colaboradora.
En 1954, Wallon, atropellado por un coche, quedó condenado, tras largos
sufrimientos, a una inmovilidad casi total. A un periodista indiscreto que le
preguntara sobre la prolongación de la vida humana, varios meses antes de su
accidente, había respondido Wallon con una cierta amargura: “habría que poder
suprimir la vejez para extinguirnos una vez llegados al final sin tener que
soportar la enfermedad. Está además la desaparición de todos nuestros íntimos,
que es una cosa muy dura para el hombre que envejece. La prolongación de la
vida humana entonces...”
Solo y alcanzado por una
enfermedad mucho peor de lo que él podía temer, no le interesaba ya vivir. A
pesar de ello, reúne valor y empieza otra vez a trabajar, por sus
colaboradores, por los niños que dependen de él, probablemente también porque
no está en su temperamento y en sus principios el huir. Trabaja hasta el último
día. Cae enfermo un jueves. Los niños deben venir a su consulta al día
siguiente. Se les desconvoca en el último momento. Wallon muere el sábado, el 1
de diciembre de 1962.
Encima de su pequeña mesa,
donde intento en vano redactar algunas líneas para anunciar su muerte en la
prensa, reina el desorden, vivo, de un hombre que no ha preparado su partida.
En la máquina de escribir descansa una hoja blanca: las primeras líneas de un
artículo sobre la memoria.
¿Qué hubiera dicho sobre la
memoria, sobre el olvido, sobre el tejido de que está hecha nuestra existencia?
El azar ha querido que al día siguiente de su muerte encuentre un texto,
extraordinario, porque parece responder a mi pregunta, también porque es la
imagen más juvenil de Wallon que nos devuelve como por milagro: un discurso
pronunciado en 1903 para una distribución de premios, cuando Wallon era
profesor de filosofía en el liceo de Bar-le-Duc. La frase es algo enfática,
pero llena de fuerza y de convicción. “¿Es pues el olvido de lo que debemos
tejer nuestra existencia?, pregunta a los alumnos mayores que van a dejar el
liceo...? ¿Marchamos acaso hacia nuestra última hora en una progresiva
anulación? ¿Por qué dejar al azar de los acontecimientos el cuidado de hacer o
deshacer nuestra vida? Si, en un impulso que nos absorberá completamente,
deseamos no ser más que en nuestras obras y por nuestras obras; si toda nuestra
vida no fuera más que nuestro ideal realizado por nosotros mismos y realizado
por los otros, entonces no podríamos ya olvidar, no podríamos ya morir.”
Y a través del discurso pasa
toda la generosidad de Wallon, y le hace vibrar, su pasión por el hombre y por
la solidaridad entre los hombres. “Es preciso, y basta, que este ideal que
hemos querido con toda nuestra mejor voluntad no sea un sin-sentido, no sea una
falta contra la sociedad por la que existimos y para la que debemos actuar
(...) Esforcémonos por ver sin ambigüedad qué relaciones nos unen con los otros
hombres (...) No podéis mantener dedicados a los cuidados de vuestro cuerpo y
de vuestra mente, a tantos trabajadores de todo tipo sin restituir nunca nada
(...) Vivir para los demás ¿no es vivir con intensidad, desafiar la muerte
oculta en el corazón del egoísmo?”
Luego la peroración explota
como un canto de filgueros: “¿Cómo, entra en nuestros músculos toda esa potencia
desplegada por todos? ¿Soy yo toda su fuerza, son ellos toda mi fuerza? Nuestra
vida triunfal es el canto del trabajo emancipador, es la humanidad que avanza
en un gran clamor de fuerza, de confianza, de alegría y de libertad”.
Veo a Wallon. El, a quien no
gustan los roles, rígido en su traje de circunstancias, con su aire forzado de
adolescente. Pero ha hablado a sus primeros alumnos con toda su fe; para ellos
y para él mismo ha hecho una promesa. Está rojo de emoción. Deslumbrante de
juventud.
Tiene exactamente 24 años.
Es la última imagen suya que me deja. Y encaja extrañamente con el rostro
inmóvil, sosegado, que admiro esta tarde del 1 de diciembre. Y que es un
desafío a la vejez, a la muerte, al olvido.
Henry Wallon nació
en Paris en 1879 y murió en 1962. Se graduó en Filosofía en la École Normale Supérieur en 1902, terminó
medicina en 1908 y se doctoró en letras en 1925.
1920- 1927. Profesor del Instituto
de Psicología de la Universidad
de Paris.
1921. Funda un centro de
asesoramiento médico y educativo.
1920-1949. Trabaja en el laboratorio
psicológico y en el Instituto de Orientación Profesional.
1927. Funda el laboratorio de
Psicobiología del niño.
1927-1937.
Profesor en la Sorbona
1937-1950.
Director de la École Pratique del Hautes
Études, Collège de France.
1940-1945. Miembro activo de la
resistencia antifascista.
1944. Coautor de un plan de reforma
de la enseñanza: Plan Langevin-Wallon
Gran compromiso
político: Estuvo inicialmente en las filas socialistas y perteneció
posteriormente al Partido Comunista Francés.
Los primeros
trabajos de Wallon se orientaron hacia la psicopatología, para centrarse
posteriormente en la psicología infantil y la orientación.
Entre sus discípulos
y continuadores de su obra están René Zazzo y Hélène Gratiot-Alphandéry.
Su obra no ha sido
muy difundida. Entre otras razones, como señala Vila (1986), dos fundamentales.
La primera por la competencia de las Teoría de Piaget y Vygotsky, ampliamente
dominantes en el momento de traducirse al inglés la obra de Wallon. La segunda,
por su compromiso político, lo que provocaba desconfianza, especialmente en
Estados Unidos.
Wallon llegó a la Psicología desde la
filosofía y la medicina, en un momento en el que existían en Europa dos debates
muy importantes. El primero sobre la
fundamentación epistemológica de la ciencia. De esta discusión participaban
autores tan relevantes como Piaget[65]. El segundo, se centraba en la explicación
evolutiva de la construcción de la personalidad y estaba promovido por las
escuelas psicoanalíticas.
Wallon, desde una
postura antidualista, plantea que en la conciencia reside el origen del
progreso intelectual, pero ésta no se presenta en el momento del nacimiento
sino que es una cualidad que se construye socialmente, por medio de lo que
denomina la simbiosis afectiva. En
consecuencia el objeto de la
Psicología es la explicación de la formación y desarrollo de
la conciencia. Para este propósito se deben estudiar tanto los aspectos
biológicos como los sociales. Para ello, el autor se centra especialmente en cuatro factores para explicar la evolución psicológica del niño (1987, pp.
103-132): la emoción, el otro, el medio (físico-químico, biológico y social) y el movimiento (acción y actividad). En
consecuencia, Wallon afirma (1958) que la psicología es a la vez, una ciencia
humanística y de la naturaleza. Algunos
autores (Ochaíta y Espinosa, 2004) ven en este planteamiento un anticipo de los
postulados actuales de la
Teoría Sistémica y muy especialmente de la hipótesis de la integración funcional entre los diferentes
niveles de organización del ser humano:
biológico, psicológico y social (Lerner 1998).
A su vez, el
concepto de simbiosis afectiva no es exclusivo de nuestro autor. Lo podemos
encontrar también en el psicoanálisis y en autores contemporáneos de Wallon,
como Spitz y M. Mahler, que lo
utilizaban para explicar los comienzos del desarrollo, a partir del primer mes.
Un concepto actual
que podemos encontrar implícito en Wallon es el de intersubjetividad. No
obstante, podemos encontrar influencias en su época, como son las procedentes
del psicoanálisis, de la lingüística de Bajtín o de la teoría del lenguaje de
Vygotsky. En este sentido, algunos psicoanalistas, como Winnicott, se
encuentran entre los precursores del concepto de intersubjetividad que está
implícito en el planteamiento de Wallon, en el estudio de la relación con el
otro. El propio Freud realizó una gran aportación cuando explica los mecanismos
de formación de las relaciones objetales, la transferencia y la
contratransferencia, conceptos de gran interés para la comprensión de la
comunicación afectiva. Más recientemente, desde un marco teórico distinto, centrado
en la comunicación, la Teoría
de la
Intersubjetividad primaria de Trevarthen aborda el problema
de la construcción del diálogo intersubjetivo, entre el niño y los otros, alrededor de los 3
meses.
El marco teórico de
Wallon se fundamenta epistemológicamente en la filosofía marxista y más
específicamente en el materialismo dialéctico. De este modo defiende la
importancia de la fundamentación biológico pero sin caer en el mecanicismo
organicista. A su vez, destaca, la relevancia del psiquismo individual, pero
sin sustituir éste a la realidad de los objetos, como sucedía en los planteamientos
idealistas. Admite la presencia de las contradicciones pero las integra como
parte fundamental de la explicación del desarrollo. En definitiva es heredero
de la tradición teórica de la filosofía marxista en su crítica al empirismo
mecanicista y al racionalismo idealista,
y aunque se nutre de una metodología dialéctica, heredera de Hegel, fundamenta
el hecho psicológico en fenómenos ajenos a la conciencia, bien sean biológicos
o históricos y sociales. En
consecuencia, para Wallon, el método dialéctico
es el único válido para el estudio de la conciencia, afirmando que el
estatus científico de la psicología sólo se conseguirá en la medida que ésta
sea capaz de reconocer que el psiquismo es la forma más elaborada de desarrollo
de la materia. Por todos los argumentos anteriores considera que el estudio
psicológico debe realizarse de manera global y critica los modelos
reduccionistas:
Yo no he podido jamás disociar lo biológico
y lo social, no porque lo crea reductibles el uno al otro, sino porque me
parecen en el hombre tan estrechamente complementarios desde su nacimiento que
es imposible enfocar la vida psíquica si no es bajo la formación de sus
relaciones recíprocas.
Desde el enfoque
dialéctico, Wallon se enfrenta al estudio de la conciencia y del desarrollo
humano. De este modo, va a estudiar los procesos piscológicos desde la
psicología genética, esto es desde el análisis evolutivo de los procesos de
formación y transformación del psiquismo humano, tanto desde una perspectiva
ontogenética como filogenética, biológica, histórica y cultural. Para este
propósito se debe recurrir al trabajo interdiciplinar de diferentes ciencias y
al empleo de técnicas como la observación en situaciones naturales, la
experimentación, las técnicas comparativas y las estadísticas. Un resumen de
Zazzo nos sintetiza de manera esclarecedora la metodología de Wallon:
su método consiste en estudiar las
condiciones materiales del desarrollo del niño, condiciones tanto orgánicas
como sociales, y en ver cómo, a través de esas condiciones, se edifica un nuevo
plano de la realidad que es el psiquismo, la personalidad (Zazzo,
1976, p.85)
A diferencia de
otras concepciones dualistas, procedentes del racionalismo cartesiano, Wallon
defiende un concepto unitario del individuo. En esta línea, defiende que en el
desarrollo humano se produce una transición desde lo biológico o natural, a lo
social o cultural. Esta transición se va a producir gracias a la presencia del
otro. En este planteamiento es muy importante tener en cuenta dos
consideraciones: La primera es que tanto los factores sociales como los
biológicos pueden ser considerados innatos o adquiridos, dado que unos se
construyen gracias a la presencia de otros. La segunda afirma que las
diferencias biológicas se pueden acabar convirtiéndose en sociales. El
desarrollo biológico, gracias a las instrucciones genéticas, hace posible que
se cree la función, pero dicha función sin un medio sobre el que actuar
quedaría atrofiada, según indica Lurçat (1975), discípula de Wallon. De este
modo, según ésta autora, lo biológico y lo social constituyen un dúo
dialéctico.
Wallon coincide con
Vygotsky al afirmar que el niño es un ser social desde que nace y que en la
interacción con los demás va a residir la clave de su desarrollo. No obstante,
a pesar de esta y otras coincidencias importantes como la defensa del método
dialéctico, se van a diferenciar en la explicación del proceso de
individuación. Es decir, en la manera que el niño se construye como individuo
desde el escenario social. De este modo, Vygotsky (1978) afirma que todas las
funciones psicológicas superiores aparecen primero a nivel interpsicológico, en
interacción con los demás y posteriormente se construye e interioriza a nivel
intrapsicológico. Sin embargo, para Wallon, la individuación se produce gracias
al papel que desempeña la emoción en el desarrollo, llegando a afirmar que
gracias a ella los niños construyen su psiquismo. Los primeros gestos del
recién nacido y del niño de menos de tres meses, son llamadas de atención para
los adultos que le rodean. Estos gestos expresivos se convierten en culturales
en la medida que son capaces de suscitar en los otros un conjunto de reacciones
dirigidas a satisfacer sus necesidades, sean éstas biológicas o afectivas y en
la medida que los adultos atribuyen intenciones a las conductas de los niños
que inicialmente no las tienen. A partir de estos primeros momentos, el bebé
establece una simbiosis afectiva con sus cuidadores que le posibilita el
desarrollo. Pero para Wallon la emoción no tiene sólo un valor adaptativo sino que posee
también un valor genético, ya que es capaz de generar nuevas estructuras de
conocimiento.
Wallon decía:
El lenguaje ha sido precedido por medios de
comunicación más primitivos. La base de estos medios está en la expresión
emocional.
Como señala
Palacios, comentando a Wallon (Wallon,
1987, p.60),
En la ontógenesis, es la emoción lo
primera que suelda al organismo con el medio social, pues el tejido de las
emociones está hecho del entramado de sus bases neurofisiológicas y de la
reciprocidad que asegura los intercambios con el medio. ..En la emoción y el
lenguaje están las claves que dan al hombre sus señas de identidad; emoción y
lenguaje tienen raíces biológicas, pero se constituyen y estructuran merced al
intercambio social.
Es, por tanto, gracias a la emoción y
a través de ella como el niño se convierte de ser biológico en ser social.
Las reacciones que
se producen en el niño, a partir de la conducta de los otros van a constituir
el origen de las primeras representaciones; y éstas son los mediadores que
permiten la integración de los factores biológicos y sociales, al mismo tiempo
que explica sus vínculos. Otro concepto que utiliza Wallon para explicar el Yo
psíquico es el de socius o alter. Este
se representa a través de la simbiosis afectiva que se establece con el Otro, y del proceso tanto de simbiosis
como de diferenciación.
El resultado de la expresión
emocional es inverso, ya que provoca una especie de simbiosis afectiva entre el
niño y su entorno (Wallon, 1987, pp. 109)… su iniciación a la vida psíquica consiste en una participación en
situaciones que se encuentran bajo la estricta dependencia de quienes le
cuidan……Por medio de esa mutua comprensión afectiva, se establece entre el niño
y sus allegados una especie de ósmosis que tiene una importancia excepcional en
los primeros estadios de su personalidad…
Apenas el hombre es, el grupo y el
individuo aparecen indisolublemente solidarios, ellos se deben a la emoción que
actúa como auténtica soldadura entre el bebé y el entorno humano.
Como conclusión
deseamos destacar que aunque Vygotsky y Wallon se diferencian en la explicación
del proceso de individuación, podemos valorar que ambas perspectivas no son
contradictorias, sino que ambos autores se han centrado en niveles y objetos de
análisis diferentes.
En cuanto a la
investigación psicológica y educativa Wallon plantea desde el método dialéctico
que Psicología y Pedagogía son inseparables, pues se trata de dos momentos
complementarios de una misma actitud experimental.
El concepto de
desarrollo está vinculado al concepto de estadio, como sucede en, la teoría de
referencia de la psicología evolutiva del último tercio del siglo XX, la Teoría de Piaget.
Sin embargo los
planteamientos de ambos autores fueron muy distintos. Piaget estableció unos
estadios del desarrollo cognitivo por medio de un modelo lógico-matemático
dominante en la ciencia del momento, evaluando las capacidades del niño, en
cada una de las edades para utilizar e interpretar las operaciones de dicho
modelo en cada edad. De este modo el niño ponía en juego un conjunto de
capacidades necesarias para resolver problemas que se encontraban
fundamentalmente en los dominios de la matemática o de la física, aunque progresivamente
Piaget los fue extendiendo a otros ámbitos, como la moral o el juego. Sin embargo, Wallon define un estadio como un
conjunto características específicas que se establecen a partir de las
relaciones que el sujeto mantiene con el medio, en un momento dado del
desarrollo. En consecuencia, para la definición de cada estadio habría que
tener en cuenta, tanto la función dominante que está presente en el mismo
(actividad dominante), como la orientación de la actividad que desarrolla el
sujeto (hacia sí mismo o hacia fuera). De este modo, la transición de un
estadio a otro se produce por el cambio de función dominante. A su vez, la secuencia y
organización de los estadios se regula por dos leyes: ley de alternancia
funcional y ley de preponderancia e integración funcional.
La ley de
alternancia funcional es la ley principal que regula el desarrollo psicológico
del niño. Plantea que las actividades del niño, unas veces se dirigen a la
construcción de su individualidad y otras al establecimiento de relaciones con
los otros; alternándose la orientación progresivamente en cada estadio.
Desde esta perspectiva,
tenemos un ejemplo interesante en la construcción de la personalidad. Para
Wallon el medio social, y dentro de éste el grupo, son muy importantes para la
formación de la personalidad, pero no se olvida que el individuo debe
desarrollar una construcción personal, planteando lo siguiente (1985, p.110):
El medio más importante para la
formación de la personalidad no es el medio físico sino el social.
Alternativamente, la personalidad se confunde con él y se disocia. Su evolución
no es uniforme, sino hecha de oposiciones y de identificaciones. Es
dialéctica…No hay apropiación rigurosa y definitiva entre el individuo y su
medio. Sus relaciones son de transformación mutua.
La segunda ley que
enuncia Wallon es la de preponderancia e integración funcional. Consiste en que
no existe ni ruptura, ni continuidad funcional en la transición de un estadio a
otro. De este modo, las funciones antiguas no desaparecen sino que se integran
con las nuevas.
Los estadios de Wallon
|
|||
Estadio
|
Edades
|
Función dominante
|
Orientación
|
De impulsividad
motriz y emocional
|
0-1
años
|
La
emoción permite construir una simbiosis afectiva con el entorno.
|
Hacia
dentro: dirigida a la construcción del individuo
|
Sensorio-motriz y
proyectivo
|
2-
|
La
actividad sensorio-motriz presenta dos objetivos básicos. El primero es la
manipulación de objetos y el segundo la imitación.
|
Hacia
el exterior: orientada a las relaciones con los otros y los objetos
|
Del personalismo
|
3-
|
Toma
de conciencia y afirmación de la personalidad en la construcción del yo.
|
Hacia
dentro: necesidad de afirmación. Subperíodos:
-
(Entre 2 y 3) oposicionismo, intento de afirmación, insistencia en la
propiedad de los objetos.
-
(3-4) Edad de la gracia en las habilidades expresivas y motóricas. Búsqueda
de la aceptación y admiración de los otros.
Periodo narcisista. -
(Poco antes de los 5a.). Representación de roles. Imitación.
|
Del pensamiento
categorial
|
6/7
- 11/12 a.
|
La
conquista y el conocimiento del mundo exterior
|
Hacia
el exterior: especial interés por los objetos.
Subperíodos:
-
(6-9ª) Pensamiento sincrético: global e impreciso, mezcla lo objetivo con lo
subjetivo. Ej: un niño de 7 años asocia el sol con la playa y el juego en una
unidad asociativa.
-
(a partir de 9ª) Pensamiento categorial. Comienza a agrupar categorías por su
uso, características u otros atributos.
|
De la pubertad y
la adolescencia
|
Contradicción
entre lo conocido y lo que se desea conocer. Conflictos y ambivalencias
afectivas. Desequilbrios.
|
Hacia
el interior: dirigida a la afirmación del yo
|
· Ochaíta, E.
y Espinosa, M.A. (2004) Hacia una teoría
de las necesidades infantiles y adolescentes. Madrid. McGraw-Hill
· Prat, N. y
Del Río, M. (2003). Desarrollo socioafectivo
e intervención con las familias. Barcelona. Altamar.
· Wallon, H.
(1987) Psicología y educación del niño.
Una comprensión dialéctica del desarrollo y la Educación Infantil.
Madrid, Visor-Mec.
· Zazzo, R.
(1976) Psicología y marxismo. Pablo
del Río. Madrid.
[1] No cale la
posibilidad aquí de aportar más detalles sobre este complicado tema. Véase E. Jalley, Wallon lecteur de
Freud et Piaget, Éditions Sociales, París, 1981, pp. 153-158.
[2] Es cierto
especialmente en lo que concierne a la cuestión de las psicosis infantiles.
[3] E. Jalley , op. cit., pp. 299-309.
[4] Esto es diacrónico
y sincrónico, en términos técnicos.
[5] Salvo por intervención terapéutica.
[6] Tran-Thong, Stades et concept de
stade de développement de l'enfant dans la psychologie contemporaine, pp.
280 ss.
*
Para esta edición hemos suprimido las partes que detallan la estructura
de la obra y reproducido solamente las que versan sobre la Introducción general
y las Conclusiones finales.
[9] Ver Borel y Deltheil, Probabilités, Erreurs, colección Armand
Colin, nº 34; H. Wallon, Principes de
Psychologie Appliquée, 2.ª parte, colección Armand Colin.
[10] “Fondements
métaphysiques ou fondements dialectiques de la psychologie”, La Nouvelle
Critique, nov. 1958; reproducido en Enfance, 1, 1963, cii. p. 105.
[13] “L'organique et le social chez l'homme”, Scientia, abril
1953; reproducido en Enfance, 1, 1963, cit. p. 64.
[15] “L'organique et le
social chez l'homme”. Scientia, abril,
1953; reproducido en Enfance, 1, 1963, p. 64.
[16] L'Evolution
psychologique de l'enfant, A. Colin, 1936, p. 136. En su análisis sobre la carencia precoz de cuidados maternales,
René Spitz ha utilizado explícitamente la teoría de Wallon, cors quien estuvo
largo tiempo relacionado.
[19] “Importance du
mouvement dans le développement psychologique de l'enfant”, Enfance 2, 1956;
reproducido en el número especial Enfance, 3, 1959, cit. p. 235.
[20] “Le rôle de l'autre
dans la conscience du moi”, J. Egypt. Psych., 1, 1946; reproducido en Enfance,
3, 1959, cit. p. 281.
[23] “Syndromes
d'insufficance psychomotrice et types psychomoteurs”, Ann. Médic, Psychol., 4
1932; reproducido en Enfance, 3, 1959, p. 241.
[24] Ibid., p. 241
[25] Ibid., p. 242; Enfance, 3, 1959, p. 240-241. Ver también la descripción
del sindrome de “L'instabilité posturo-psychique chez l'enfant”, Enfance, 1,
1963, p. 163-171
[27] Ver en el epílogo
de este libro el texto de Jean Piaget “El papel de la imitación en la formación
de la representación”. Wallon moriría algunos meses depués de la publicación
del artículo de Piaget. No pudo responder. Pero le conmovió e interesó esta
tentativa de conciliación de Piaget.
[28] De l'Acte à la Pensée, Flammarion, 1942. p. 243.
[29] Wallon señala que,
pasado el periodo de la imitación automática, la imitación es en el niño
electiva y muy ambivalente: absorber el objeto amado y, a la inversa,
impregnarse de él. Las dos tendencias dice, pueden estimularse o eclipsarse
mutuamente, sucederse. A partir del análisis de esta imitación electiva, reinterpreta
el drama que Freud ha simbolizado con el complejo de Edipo generalizando su
trascendencia. De l'acte á la pensée,
pp. 162-164.
[30] Ibid. p. 244.
[31] Para una
epistemología de la ciencia del desarrollo psico-biológico, para captar la obra
de Wallon y de Piaget en una de sus fuentes principales, y también, en menor
medida, la de Freud, habrá que remontarse a James Mark Baldwin, alimentado por
Darwin y Hegel, que con Freud y al mismo tiempo que él, fue alumno de Charcot,
en la Salpêtriére. Fue Baldwin quien primero habló del yo ideal como el
resultado de una “eyección”, de la dialéctica emotiva y motriz de la imitación,
el primero que construyó una teoría del socius
en que Wallon se inspiró con toda seguridad, también quien bosquejó esa lógica
genética ulteriormente desarrollada por Piaget, proveyéndole asimismo del
famoso esquema funcional: asimilación-acomodación-adaptación.
Baldwin es
un antecesor no tan lejano de nosotros: la última etapa de su carrera se
desrrolló en París, donde murió en 1934. Lamento la desenvoltura con que le
traté en otro tiempo, hace un cuarto de siglo, en mis Psychologues et
Psychologies d Amerique. A modo de reparación y de ilustración, he aquí un
texto de Baldwin que da muy bien -a propósito de la noción de socius- la medida de su genio de
precursor: “El yo y el otro tienen... un origen común. Estos conceptos son, al
principio, groseros y faltos de reflexión, bastante orgánicos, y aún no están
formados más que por agregados de sensaciones como las que resultan de los
esfuerzos, impulsos y corrientes nerviosas correspondientes al dolor y al
placer. Pero, poco a poco, por la dialéctica (...) entre el sujeto y el ejecto
(...) estas nociones se precisan y se clarifican. El sentimiento del yo se
desarrolla a través de la imitación de los otros y el sentimiento del otro se
enriquece en igual proporción con la riqueza del yo consciente. El yo y el
otro, o mejor aún, el ego y el alter, son pues esencialmente sociales; cada uno
de ellos es un socius, un asociado,
un producto de la imitación”. Le développment mental
chez l'enfant et dans la race, Paris, 1897, p. 309-310.
[32] “Le rôle de l'autre dans la conscience du moi”, J. Egypt.
Psychol., 1, 1946 y “Niveaux et fluctuations du moi”, L'Evolution
Psychiatrique, 1, 1956; reproducidos en los números especiales de Enfance, 1958
y 1963.
[35] Introduction à la Psychanlyse, cap. XXII.
[36] “Le problème biologique de la conscience”, Traité de
Psychologie de Dumas, 192A. T. 1, p. 202-229.
[37] Su constante
vigilancia para detectar y denunciar bajo todos sus disfraces la ideologia
frxista, le lleva, como ocurre también con muchos marxistas, a cultivar lo que
yo denominaría ideología heracliteana. Es, cuando menos, reticente a las
teorías de la estructura, a los modelos de la herencia ofrecidos por la
genética, a las primeras formulaciones de la cibernética. No es sumisión por su
parte a un credo político, es una cuestión de temperamento. Y por supuesto,
como hombre de ciencia, sabe inclinarse ante los hechos probados.
[38] Le problème biologique de la conscience, op. cit.
[39] Citado por M.
Bergeron (Psychologie du premier âge, P.U.F., 1961, p. 250), de J.-L. Lang, que
habría reunido en 1951 las críticas dirigidas a Wallon por los
psicoanalistas...
[40] Actas del XI
Congreso Internacional de Psicología, París, 1937. P. Janet, “Les conduites sociales”, p. 138-149.
[41] “Le rôle de l'autre dans la conscience du moi”, J. Egypt.
Psychol., vol. 2, 1946, n° 1.- “Niveaux et fluctuations du moi”, L Evolution
Psychiatrique, 1956, n° 1, p. 389-401. Estos dos artículos han sido
reeditados en las colecciones de Wallon publicadas por la revista Enfance (N°
especial de 1959 y N° especial de 1963).
[42] “L'étude psychologique et sociologique de l'enfant”,
Cahiers Intern. Socio!.,
1947, Vol. III, pág. 20. Este artículo está reproducido en la primera colección
de escritos de Wallon (Enfance, N° especial, 1959).
[45] Me agrada reconocer
que la respuesta dada por M. Bergeron en su artículo de 1950 (Evol.
Psyquiatrique, p. 225), ha sido claramente abandonada en su actual estudio.
Por otra
parte, Bergson tiene razón en un sentido al decir que el materialismo
dialéctico no aparece explicitamente en las primeras obras de Wallon. En el
sentido de que Wallon no siente la necesidad de citar a Marx ni de declarar que
es marxista. En dichas obras, el materialismo dialéctico está explicito a
través del método utilizado y no mediante profesiones de fe.
Recordemos,
sin embargo, que, ya en 1935, Wallon expresa su adhesión plena y total al
materialismo dialéctico (Cf. su introducción a la obra colectiva: A la lumière du marxisme, E. S. I.).
[46] La psychologie de l'intelligence? p. 11. A. Colin, Paris, 1947.
[47] De l'acte à la pensée, p. 250, Flammarion, Paris, 1942.
[48] Les Origines de la pensée chez l'enfant, p. VII, P.U.F. Paris, 1946.
[49] Les Origines de la pensée chez l'enfant, p. VII, P.U.F. Paris, 1946.
[50] La psychologie de l'intelligence, p. 25, A. Colin, Paris, 1947.
[51] Introducción de Jean Piaget a Psychologie de l'enfant et Pédagogie
expérimentale, de E. Claparède, tomo II, p. 21 y 22 Delachaux el Niestlé,
Suiss, 1946
[52] De l'acte à la pensée, p. 16.
[53] Ibid. p. 17.
[54] Les Origines de la pensée chez l'enfant, p. VIII.
[55] De l'acte à la pensée, p. 17.
[56] De l'acte à la pensée, p. 123-124, op. cit.
[57] Les Origines de la pensée, t I, p. IX.
[58] De l'acte à la pensée, p. 129 op. cit.
[59] Les Origines de la pensée, t. I, p. 146-147, op. cit.
[60] Les Origines de la pensée, t. 1, pág. 146-147 op. cit.
[61] De l'acte à la pensée, p. 17, op. cit.
[62] Les Origines de la pensée, t. I, p. 147, op. cit.
[63] Actas del Congreso
Internacional de Psicología (París, 1937), p. 131.
[64] De l'acte à la pensée, p. 250, op. cit.
[65] Piaget funda un
centro para la investigación de la epistemología genética y su objetivo reside
en estudiar cómo el hombre conoce a lo largo se sus edades.
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